Poco entendió Lucero de aquel documento que tras leer varias veces dejó sobre la mesa de luz, indeciso entre llamar a su abogado o al señor Herbert Krill, a quien el viejo Maker Thompson indicó como su segundo, caso de tenerle que hacer alguna consulta, ahora que él se había marchado a los Estados Unidos a dar la batalla contra la «Frutamiel Company». Se decidió por Krill. No estaba en casa. Volvieron a llamar a la puerta. Se subió los tirantes, apresuradamente, bajóse las mangas de la camisa para abrocharse los puños, y abrió. Otra vez la viuda.

– Me olvidé de decirle -le habló sin pasar de la puerta- que si después de la lectura del documento que le dejé, quiere vender sus acciones, las acciones que tiene en la «Tropical Platanera, S. A.», tengo comprador, siempre que se ponga en un precio justo, de acuerdo con las circunstancias, porque ahora ya no valdrán mucho. Y muchas gracias. Perdone que le vine a interrumpir. Le llamaré por teléfono.

Por poco se mete el teléfono en la boca, tan apurado llamó a don Herbert Krill, tratando de informarse si era verdad que las acciones de la «Tropical Platanera» estaban perdiendo valor.

Alzó los ojos para ver entrar a su hijo. Krill no había vuelto a casa. Al pie del teléfono el pliego fotostático, inerme. Sí, la escritura tenía no sé qué de más inerme en aquella forma. Lo tomó para guardarlo en el ropero. Una vez más su hijo se preparaba a explicarle cómo se jugaba al base-ball.

XVII

Sin alterar la voz el presidente de la Compañía, su voz de tecleo de máquina de calcular, las mandíbulas con ritmo de palancas, terminó su informe ante el directorio, pequeño grupo de grandes accionistas sentados en un semicírculo penumbroso, penumbra honda, confortable. De cada sillón, ocupado con un accionista, subía el humo del cigarrillo con vibración telegráfica.

– …¡Cuarenta y cuatro millones, setecientos doce mil quinientos ochenta y dos racimos de banano!…

– Repito… ¡Cuarenta y cuatro millones, setecientos doce mil quinientos racimos de banano!…

– Agrego… ¡Cuarenta y cuatro millones, setecientos doce mil quinientos racimos de banano al precio de cinco dólares por racimo! Utilidad neta…

El humo de los cigarrillos se oía taladrar el silenció.

– Utilidad neta del año: cincuenta millones de dólares, deducidos los cinco millones que por impuesto de utilidad se pagaron al tesoro federal americano…

Una voz. La voz de un accionista que llevaba un clavel en el ojal de la solapa:

– ¿Y a esas republiquetas cuánto se les pagó?

– Casi cuatrocientos cuarenta y siete mil dólares…

– ¡Tanto!…

– Repito… A los tres países en que cultivamos la fruta se les pagó de impuesto cuatrocientos cuarenta y siete mil dólares, dado que en dos de esos países sólo pagamos un centavo de dólar por racimo exportado, y en otro, dos centavos… Sigue el informe… Repito… (martilló las palabras con tartamudez sorda de palanca)… ¡Sigue el informe!…

Atmósfera de frío y nebuloso celuloide en que nadaban en luz de yodo muebles y personas.

– República identificada pliego letra «A»… -ruido de pliegos de papel hojeados con premura, las columnitas de humo de los cigarrillos, igual que resortes, alargándose y encogiéndose.

– Repito… República identificada pliego letra «A» niégase otorgarnos ciertas concesiones para operar más abiertamente a través de su territorio, y lo estamos haciendo de prepotencia con muchas molestias en la costa atlántica. Solución que se propone a los señores accionistas. República identificada pliego letra «B» -hojeo, hojeo…- en la que poseemos también plantaciones, limita con República identificada letra «A», y entre las dos existe una vieja cuestión de límites territoriales…

Atmósfera de frío y nebuloso celuloide en que nadaban en luz de yodo, muebles y personas, personas y muebles que respiraban con el humo de los cigarrillos.

– Solución. Aprovechar esta rivalidad entre ambas repúblicas, recientemente avivada por nosotros, al tam-tam del patriotismo, y que ya alcanza clima de guerra. Nuestros agentes maniobran hábilmente. Interceptamos un telegrama altamente comprometedor para la República identificada pliego letra «A». Este mensaje nos servirá para presionar al gobierno de ese país a fin de que nos otorgue las concesiones que necesitamos. El mensaje interceptado prueba que dicha República está en connivencia con una potencia asiática. Si no se nos otorgan las concesiones que pedimos, amenazaremos con dar a conocer ese mensaje al Departamento de Estado, para que en el asunto de límites apoye a la República identificada pliego letra «B».

En el silencio vacío, en el que ya no se hojeaban papeles, sino espadas, oyóse la voz de un viejo color ceniza, que al hablar se puso casi celeste. En la frente venas azules de feto.

– Pido que se nos informe sobre la venta de armas…

– Agentes de ambas repúblicas -siguió el presidente de la Compañía – venidos a Norteamérica a comprar armamentos cayeron en nuestras manos. Identificados algunos en Nueva Orleáns, otros en Nueva York, se les dio caza en seguida.

– ¡Ña… ña… ña…! -chicharra de teléfono con estertor de niño de teta-… ¡ñaaa… ñaaa… ñaaaa!…

El presidente levantó el auricular del aparato verde, esmeraldino, y lo articuló a su oreja gigante, colorada, carnosa. Una voz de mujer que al oírla se le representó a los ojos de betún violáceo entre las pestañas rubias. Chasqueó, más bien tragó algo, algo así como las intragables arrugas de su cuello.

– ¡Protesto, señores, protesto!… -alzó la voz el viejo de ceniza que al hablar se ponía celeste. En la frente, saltándole, sus venas gordas y azulencas de feto-. ¡Protesto!… ¡Comunicaciones telefónicas cuando se está en reunión de directorio!…

– Hilo directo… -informó por lo bajo el presidente jugueteando sus pupilas de betún violáceo entre sus pestañas superdoradas-. Armas…, armas… Están pidiendo armas… -y hablando en el fono-: ¡Aló, aló, Nueva Orleáns… Aló… Aló… Nueva Orleáns…! ¡Corto, estoy en reunión de Directorio!

Y al solo colgar el auricular, otra vez el teléfono:

¡Ña… ña… ña… naaa… ñaaaaaa!…

– Nueva York… -informó por lo bajo el presidente-…Armas…, armas…, armas… -y hablando con el agente que le llamaba de Nueva York, dijo entre un gran despliegue de arrugas, al tiempo de parpadear muy lentamente-: Pero esos países se piensan borrar del mapa… ¿Tantas?… ¿Tantas armas?… ¡No puede ser!… No…, no… ¡Ni a Europa se mandó todo ese armamento!… ¿Los árboles?… ¿No quedarán más que los árboles?… ¡Mal negocio para la Compañía, mal negocio para nosotros que necesitamos de los plantadores!… ¡Aló!… ¡Aló!… Sí, sí, sería la oportunidad de acabar con todos ellos, es decir, que ellos mismos se aniquilaran unos a otros y llevar nosotros a las plantaciones gente de color… Corto… Corto… ¡Estoy en reunión de Directorio!

Cayó la horquilla del teléfono aplastando la voz lejana, etérea, como si quitara la vida a una sustancia humana, mientras se agitaban los accionistas, manos y papeles, entre el humo de los cigarrillos.

– ¡Calma! ¡Calma! Hay que terminar el record. Falta el informe sobre los herederos de Lester Stoner, dicho Mead en las plantaciones. Los primeros datos que nos llegan son satisfactorios… -poco a poco iba cesando el barullo-. Del monto hereditario -continuó el presidente- quedaron con acciones Sebastián Cojubul, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán, ahora establecidos en Norteamérica. Sus hijos están inscritos en los mejores colegios y sus padres de rotarios y mercancía de las agencias de viajes. Los otros herederos, Lino, Juan y Cándido Rosalío Lucero se negaron a venir a los Estados Unidos y operan en el trópico bajo el rubro de «Mead Lucero y Cía., Sucesores».

Ña… ña… ña… ñaaa… ñaaaaa!… -otra vez el teléfono con estertor de niño de teta-…¡Ñaaa… ñaaaa… ñaaaaa!…

– ¡Washington! -informó por lo bajo el presidente de la Compañía y pegando la boca al aparato para hablar lo más cerca posible-. ¿Eh?… ¿Arbitraje?… ¿Someter la disputa de límites a arbitraje?… ¡Espere, tengo al Directorio aquí reunido!…

Dejó descolgado el teléfono color de la esperanza. Se oía en la bocina el zumbido lejano de una voz que se perdía en el espacio, sin que se la escuchara, igual que una botella que hace efervescencia antes de saltar el borbotón de agua.

– Señores accionistas, permitidme interrumpir el informe: comunican de Washington en este momento que la cuestión de límites entre esos países va a ser sometida a arbitraje. La guerra les hubiera costado a ellos. El arbitraje nos costará a nosotros. Sin embargo, si la venta de armas no se interrumpe y nosotros hacemos el negocio, habrá margen para que podamos pagar a los arbitros a fin de que fallen conforme lo demandan nuestros intereses.

La sensibilizada hostia metálica del auricular seguía vibrando. Confusa palpitación de vocablos que anunciaba la proximidad de la lucha diplomática entre dos repúblicas americanas.

El viejo de ceniza celeste, venas de feto azules y gordas claveteándole en las sienes, señalaba al aparato indicando al presidente que seguían hablando, pero éste, sin hacerle caso, levantó la sesión. La voz se perdía, ya aguda, ya ronca, como un sonido abstracto, mientras salían los accionistas, los muy viejos arrastrados los pies por los vidriados pisos de madera preciosa, los menos viejos elásticos, aquéllos enfundados en trajes oscuros y éstos en franelas de moda, algunos tocados con fieltros que pesaban onzas.

– Habla, habla, mala bestia -se dirigió el presidente, al quedar solo, a la voz carraspeada en el teléfono-, que esta vez tengo el gusto de no oírte… ¡Ja, ja, ja, ja!… Gra, gra, gre, gri… A eso se ha quedado reducido tu palabrerío amenazante. Gre, gra, gre, gri, gra, gra, gru… ¡Blofista!… ¡Loro…, loro…, loro!… -y el aparato verde realmente parecía un loro hablando solo.

Sus ojos de betún violáceo entre las pestañas de oro se jugaron hacia la puerta. Alguien llegaba. El secretario, sin duda. Levantó el auricular con el ademán del rey que alza el cetro para comunicarse con Dios. No lo llevó a su oreja, sino a sus labios, e hizo el gesto de escupir. Cuántas veces la boca del teléfono le pareció un desaguadero de inmundicias, la pequeña escupidera en que los enfermos dejan las entrañas convertidas en saliva malsana. Esta vez, su informante dejaba la vileza del anónimo convertida en vibración sonora. Pero ya nadie hablaba. Sólo se percibía el idioma de la corriente eléctrica, la palpitación de un fluido desconocido.