De mañana bajaba para ir a dar sus clases en el Instituto Nacional y por la tarde volvía a sus trabajos de investigación al archivo.
¿Qué le desvió entonces aquel día para no comprar el recado, pan, queso, candelas, fósforos, cigarrillos, y no amortajar las ocho de la noche con sus pasos en la escalera?
¿Qué le hizo salir del archivo en la locura luminosa de la tarde, huyendo del silencio muerto de los papeles centenarios, para enloquecer en la fiebre de las calles, andar como sonámbulo por todas partes, y esperar que salieran todos los luceros, que tachonaran la pizarra del cielo todos los luceros?
Se detuvo a oír su corazón. Lo sentía como un imán que perdía y recobraba su virtud amante, al tomar y soltar ya renovada la mala sangre por la cabellera de sus arterias y vasos sanguíneos, desde las grandes y degollables yugulares, hasta los ínfimos capilares de las yemas de sus dedos. Todo él tremaba, pabilosos los ojos, seca y húmeda la boca, pues por ratos, entre pensamiento y pensamiento, se ponía a juntar saliva para no ahogarse del gusto.
Un húmedo y mantequilloso pergamino, entre su camisa de tela burda y su esternón peludo…
Cerró los ojos… No, no podía ser… Del ano le subía una cosquilla tenebrosa… Desandar, dejarlo allí, contentarse con fotografiarlo e informar, tendría mayor fuerza probatoria… Bueno fuera poder volver, pero qué pretexto daría a los empleados… Se aflojó el cuello de la camisa, aunque rápidamente tomó a apretárselo, sostenido como un embudo con su corbata… El llamado a resolver no era él, sino Larios. Le mostraría el gran hallazgo, y si mejoraba la prueba dejándolo en el archivo y no en poder de su gobierno, pues mañana lo devolvería al legajo de donde lo tomó.
Al acercarse al consultorio de Larios notó desde la calle, por la luz y las voces, que había varios clientes en la antesala, y al instante extrajo de su bolsa un pañuelo para apoyarlo en su mejilla, y entró quejándose, apagado un ojo del dolor de muela y haciendo como que temblaba, aunque apenas tuvo tiempo de sentarse, pues al escuchar sus quejidos, abrió la puerta el flamante doctor Larios, y le hizo pasar, excusándose con los demás de tenerlo que atender de urgencia, dado el dolor que al parecer traía.
Todos, no sólo aceptaron, sino elogiaron la conducta de aquel gran dentista educado en Norteamérica. Tan fino. Sus modales. Su gesto. Su limpieza. Su optimismo.
La queja del paciente, después de un momento, se fue apagando. En la sala de espera, donde cada cual parecía que estaba no en la silla del dentista, sino en la silla eléctrica, imaginando la extracción dolorosísima de aquella pieza -cuando hay dolor fuerte cuesta que agarre el analgésico-, al cesar los lamentos hubo como un bienestar repartido entre todos, a cada cual su poquito, como agua tibia y perfumada a desinfectante en un vaso de papel.
Larios arrebató el pergamino de manos del fingido rugidor que llegaba a que le sacara la muela, y el cual hubo de seguir rugiendo, mientras aquél examinaba el documento con una lupa, trazo por trazo, sello por sello, hasta los granos de la superficie y las manchas de antigüedad. No lo abrazó. Lo estrujó. Lo alzó del sillón para besarlo. ¡Qué hallazgo! («Yo, el rey…». La famosísima cédula de Valladolid.) Sonó el teléfono y Guásper, sin dejar de quejarse, salió con la cara hundida en el pañuelo, pálido de la emoción, los ojos tristes, pequeños, como dos pimientas.
– El siguiente… -dijo al tiempo de salir Guásper, el paciente intruso, atendido de urgencia, el doctor Larios, con su mejor sonrisa, y con ruido de huesos se alzó un español vestido de tela inglesa, azul la barba, los dientes granudos, la nariz aguileña.
Lo aposentó en el sillón, le pasó un babero blanco, y se perdió momentáneamente, para contestar al teléfono que seguía sonando.
– ¿Y qué hay, don Saturno? -volvió Larios, preguntándole mientras se acercaba al sillón, lo hacía inclinarse hacia atrás, y dándosele de espaldas, se lavaba las manos, los grifos abiertos, y el jabón líquido verdoso jugándole en los cuencos antes de hacerse espuma.
– ¡Qué hay y qué no hay!… Pues nada, que cuando estoy en esta silla es como si estuviera en la silla eléctrica: ¡vosotros los dentistas sois unos verdugos! ¿No os da vergüenza? A mí se me hace una sola cosa entrar aquí y envidiar al más infeliz de los carabineros de mi pueblo, me ca… Ya sabe usted, doctor, que para nosotros los españoles la Me… ca… está en Ceuta… Meca, meca me va a doler…
– Y yo tan contento que estoy de tenerlo por aquí y poderle decir que para mí no hay nada más grande que los reyes de España…
– Y ¿por qué lo dice usted?
– Porque, vea, en el asunto de límites de que le he hablado, ellos nos dan toda la razón…
– Bien entendido… -remolineó el español cazurro en el sillón: no las tenía todas consigo y levantaba los ojos para ver la luz azul igual que mariposa en la lámpara que parecía de granizo, o los hilos de pellejo de mono del correaje de la maquinita que Larios llamaba el torno.
Larios alzó los puños para secarse con unas toallas de papel, de papel que era como trapo esponjoso, luego con la punta de su zapato rojizo, acharolado, levantó la tapa de un cubo, y allí lanzó el papel de toalla al acabar de secarse.
Don Saturnino se refregó en la silla, sudando y maldiciendo.
– Amigo, si usted me habla del rey, para que yo soporte sin quejas estas mancillas, está muy equivocado, ¡maldita sea mi estampa!…, que el rey me tiene muy sin cuidado cuando de mis dientes se trata.
Guásper, sin quitarse el pañuelo de la cara, casi con el dolor de la extracción, de tanto simularlo, apuró el paso hacia el barrio de Jocotenango, seguro de encontrar en el camino a Clara María. En las aceras, chiquillos, perros y matrimonios gordos daban un tono ordinario a la ciudad, limpia como taza de plata, bajo un cielo venoso con estrellas de oro.
– Clara María -le dijo al verla aparecer en una esquina que regaban de sombra espesos árboles-, hija, ya podemos volver; por fin encontré el documento, se lo llevé a Larios, yo pensaba que era mejor fotografiarlo nosotros, dejarlo en el archivo, y allí pedir que se buscara…, pero el doctor pensó que no, que el documento era tan valioso que no podíamos exponernos a perderlo o a que lo hicieran perdidizo, y que era mejor llevarlo, sacarlo con nosotros, y cuando sea su oportunidad presentarlo en Washington.
Una mitad de luna alumbraba la calle. Pronto salieron a un parque penumbroso, perfumado, con agua sonando en fuentes, y una inmensa ceiba, una ceiba que para que no cayera inyectaban con cemento, árbol centenario, donde el viento tal vez buscaba entre las hojas, como en un archivo, otras pruebas, para fijar los límites del cielo y de la tierra.
– ¡Qué necios son los hombres! -exclamó Guásper al levantar los ojos al inmenso árbol, cúpula de catedral verde ceniza bajo la luna contra la pureza platinada del cielo-. Más bien, ¡qué necios somos los humanos, pequeños como hormigas! ¿Qué somos tú y yo junto a esta ceiba monumental?… ¿Qué representamos?… Aunque precisamente de ahí data la grandeza del hombre, la gran grandeza del hombre, de no ser nada, partícula infinitamente pequeña, y haberse alzado a dominarlo todo. Pasma pensar en lo que ha podido esa masa insignificante encerrada en la bóveda craneana.
– Papá, hábleme del documento…
Guásper la codeó fuertemente.
– Aquí oyen las sombras, los arbustos, las estatuas, el agua, los bancos. Cuando hayamos doblado la Punta de Manabique… Te decía lo de la necedad de los hombres, porque por un documento viejo, vamos a recibir mañana un papelito, un solo papelito con un uno y muchos ceros, tal vez dos, tal vez tres, tres, tal vez cuatro, tal vez cinco… Siempre soñé con una casa en Comayagua… Es el lugar más lindo del mundo… Una casa de dos pisos, color rosado, con sus barandales pintados de verde… Y unos gallos, un par de negros, otros pintos, y otros color sepia…
– Y si viene la guerra, ¿nos va a agarrar por allá?…
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Ya estarás enamorada de aquel militarejo?
– No, señor… Se lo pregunto, porque es la pregunta que se hace toda la gente…
– Pues si hay guerra mejor que nos agarre allá… Ese documento lo venía yo persiguiendo desde 1911, ya hace rato…, pero nos hemos cruzado en feliz regreso la Pun ta de Manabique… Lo que sí te digo es que bendito sea el rey de España que estampó su firma en él, ese Rey Divino, color de chañaca, vestido de negro de la cabeza a los pies… Lo que sí quiero que sepas de una vez -bajó la voz para mirar a un lado y otro- es que con ese manuscrito auténtico, innegablemente auténtico ante cualquier tribunal, la «Frutamiel» extiende sus cultivos hasta más allá de lo que ahora tiene cultivado la «Tropical Platanera»… Un uno y muchos ceros, tantos como estrellas hay ahora en el cielo… ¡Qué lindo es Dios cuando se vuelve dólar!…
Sin anunciarse llamó doña Margarita al cuarto número 17 del Hotel «Santiago de los Caballeros», toda blancura de piel y polvos en su sencillo traje negro de viuda llena de encantos, y hasta un poco menos negro el momo-tombo, lunar que hacía más graciosa su cara y que era como un tercer ojo perdido en su mejilla.
Lucero abrió en mangas de camisa, los tirantes fuera de lugar a los lados del pantalón, en pantuflas, y sin tiempo para otra cosa que saludarla, de seguido la tuvo ocupando una punta de la cama, sentada de medio lado, el cigarrillo en los labios, la pierna cruzada…
– No crea que vengo a que me cuente cómo era Lester Mead y su esposa. Ya soy vieja para que me cuenten cuentos. Vengo a que me diga cuánto me da si le muestro un documento que para usted es importantísimo. Poco le voy a pedir. Su amistad, simplemente.
Y le tendió la mano de suavísimos dedos de piel de espuma, mano que en algún lugar del espacio quedó aprisionada por la de Lucero largo rato, el suficiente para que ella acabara de fumar y le hundiera hasta el alma el filo redondo de sus pupilas majestuosas, profundas.
– Aquí lo tiene… Es una copia fotostática…
Lino tomó el acartonado papel en cuya superficie, sobre el encuadre gris plomo, resaltaban caligrafías y sellos antiquísimos.
– Se lo dejo para que lo lea, y luego hablaremos; le llamaré por teléfono esta tarde…
Se puso en pie y volvió a tender su mano al huésped.
– No veo a su muchacho. ¿Por dónde anda?…
– Por dónde no anda ese diablo, pregúnteme, y tal vez le sabré contestar.
En la puerta se detuvo a mirar a Lucero, a cerciorarse de que la iba a seguir con los ojos ahora que se alejaba por el pasillo penumbroso, fragante a magnolias y jazmines del Cabo.