– Te pasamos jalando por si quieres venir con nosotros a conocer el «Llano del Cuadro»; es nuestro campo de base-ball -dijo Boby Thompson a Pío Adelaido Lucero, al dejar la puerta del hotel-; éste se capeó del colegio, no fue a clase con tal de acompañarnos.

– ¡Calla, vos, gringo, no lo digas tan recio! -le reclamó Fluvio Lima, quien llevaba del brazo a Pío Adelaido. Bajo la camisa, sostenidos por el cinturón, sobre el estómago, escondía Lima dos cuadernos y un libro de aritmética-. Lo fregado es que si vamos por el «Llano del Cuadro» mi tío Reginaldo me puede mirujear y para qué quise más… -dijo como pidiendo consejo a Boby.

– A estas horas ya salió para su oficina; corres más riesgo por estas calles céntricas.

– Mejor no vamos por el «Llano del Cuadro», vamos a pasear por cualquier otra parte que no sea por allí… No seas tapa, vos, Boby, porque en la casa, si no está mi tío, si mi tío ya se fue para la oficina está la Sabina que es peor.

– Lo mejor -indicó Boby quitándose la gorra para rascarse el cabello rubio sin aflojar el paso- es ir al «Llano del Cuadro», y no esconderte de la Sabina. Si querés vamos y la saludamos directamente.

– ¡Por Papo!

– ¿Por qué, por Papo? Si te ve queriéndole zafar el bulto en el acto va a pensar que te andas capeando del colegio; si vamos a la casa y la saludas tranquilamente piensa que andas con permiso de tu tata y no dice nada.

– Boby tiene razón… -dijo Pío Adelaido, cuyo callar de niño campesino dejaba largo espacio a los compañeritos de la capital para el retozo de la verba.

– Vamos a hacer una cosa, muchachos -se animó Lima-, si nos ve la Sabina, nos acercamos a la casa, como si tal cosa, para que no entre en sospechas de que no fui al colegio, pero si no anda por allí mejor me hago el sapo.

Ya estaban sobre la sábana verde del llano rodeado de casas blancas, azules, rosadas, cercas con flores rojas, amarillas, y trechos donde no había ni casas ni cercas, sino el horizonte con sus montañas en sucesivas cadenas andinas. Un poco de color del humo que subía de las cocinas el de estas montañas celestes. Sanates y palomas revoloteaban sobre los techos. Un puño de zopilotes picoteaban una cabeza de caballo, ya el ojo afuera, los dientes sucios de sangre seca.

– Aquí les presento -vino al encuentro de ellos el Chelón Mancilla- al tío de Fluvio… -y señaló al caballo.

– No vengas con esas bromas desde tan temprano, Chelón, que ya me estás cargando.

– Si no es broma, es verídico…

– ¡ La Sabina!… -gritó Boby.

Fluvio hubiera querido que se lo tragara la tierra. La vieja asomada a la puerta, con la mano en la frente para hacer visera, escudriñaba quiénes andaban en el llano un día de trabajo y tan sin pena. Un querer alcanzar a ver sosegado, para no partir con la primera.

– ¡Bruto, para qué te estás escondiendo! -le sopló Boby-. ¡Yo que vos me acercaba a la casa, con el pretexto de pedirle agua!

– Tal vez no me ha visto y me da tiempo a zafarme…

– En lo que estás vos… -exclamó Boby.

– Entonces acompáñenme todos y se echan a conversar con ella. Hay que hablarle de santos de las iglesias, y de las procesiones.

La Sabina, aculada a la puerta de la calle, les saludó.

– ¿Cómo le va?… -es decir, sólo saludó al niño Fluvio-. Hoy como no hubo colegio… Ya le voy a dar la queja a su mamá que sólo viene a estarse dapeando con este montón de vagos…

– Dieron feriado… -Fluvio hablaba con bastante aplomo, no obstante las risitas de Boby y de Chelón.

– ¿Y por qué dieron feriado? ¿Qué es eso los señores maistros de escuela? Ya por todo dan feriado. ¿Es que ellos tampoco quieren trabajar? ¡Vergüenza les debía dar!

– Dieron feriado por ser el día de San…

– …Patricio -ayudó Boby.

– ¡Pa…tridas las que tiene usted, niño! Todos los así como extranjeros tienen unas semejantes patas…

Hasta Pío Adelaido coreó la carcajada. El gringo, más rojo que una remolacha, trataba de esconder sus enormes zapatos.

– Y este color miltonante, ¿de dónde sale? -se dirigió a Fluvio para recabar quién era Lucero.

– De la costa, niña Sabina -contestó Mancilla.

– ¿De cuál costa?… Perdónenme que sea tan preguntona, pero me interesa.

– De la costa Sur… -aclaró Pío Adelaido.

– ¿Lejos queda eso?

– Se va en el tren…

– Yo no sé, pero mientras más progreso hay, más lejos queda todo. Me interesa porque la señora Venancia de Camey es madre de un muchacho que se suicidio por allí, por la costa Sur…

– ¡Ah, ya sé! -dijo Adelaido, contento de poder informar a la niña Sabina de la muerte del telegrafista, haciéndose admirar por sus compañeros.

– Así se van sabiendo las cosas -ronroneó la vieja; sobre su vientre de soltera abultado bajo la enagua, apoyó sus manos flacas, casi de madera.

– Se llamaba Polo Camey, un bajito él, muy simpático, y que en la casa decían que parecía ardilla loca. Era el telegrafista. Siempre que estaba con el dedo en la maquinita transmitiendo algún mensaje, masticaba copal, y alternaba la taca, taca, taca del dedo, con chaca, chaca, chaca del chicle.

– ¿Y por qué dicen que se mató?

– Por mula… dijo mi tío Juan.

– ¡Tenga respeto…, es una malcriadez tratar así a una persona que ya está juzgada por Dios!

Pío Adelaido guardó silencio, atemorizado, y el brazo del gringo Thompson, apoyado en su hombro, vino a devolverle el aplomo.

– ¡Vamonos! -ordenó el gringo.

– Espere -dijo la vieja Sabina-; ya que como en el llano se les fuera acabar y no fuera poder fugar más, antes de que se vayan quería preguntarle a este niño si fue verdad lo que cuentan de que el hijo de la señora Venancia estaba en entendimiento con los japoneses. ¿Fue verdad eso o son mentiras?

– ¿Con los japoneses? -dudó, preguntando Pío Adelaido.

– Sí, ya lo creo -intervino Boby-, parece que les vendía los secretos.

– Pobrecita su señora madre…, algo de eso le han contado: por eso es bueno que ustedes se porten bien, que el que mal anda mal acaba, y dime con quién andas…

Ya esto lo decía por Fluvio, cuando todos íbanse alejando hacia el centro del campo, y ella, tras dar un jalón a la puerta para cerrarla, la empujaba para ver si quedaba bien segura, sin dejar de repetir:

– …dime con quién andas… ¡Pobre la señora Venancia!… ¡Pobre la señora Venancia!…, en la prosperidá que estaba…, el hijo ganaba bien…, la casa de alquiler por cobrarle algo, pues casi regalado vivía ella…, pero todo le vino del tumor, de ese tumor maligno… Mejor se hubiera muerto. Hay males de los que una no se debe querer curar porque son los males de su muerte, de su propia muerte; dejar que sigan su curso y que la agonien a una y se la lleven, que para eso son los males, para llevarse a muchos de los que salimos sobrando… ¡Ah, pero los médicos!… Los médicos no son como antes; los médicos de ahora quieren curarlo todo sin ser Dios, sólo porque han estudiado y por cobrar. ¡Son de «pisteros»!… Pero una cosa es el estudio y otra cosa es ser Dios… Y empezaron que operación, que indecciones de veneno de culebra, que rayos eléctricos, que piedra radium, todo lo que el demonio inventó para que el mortal viva más tiempo de lo que precisa y peque más y más corriendo que andando se vaya de cabeza al infierno… Sólo que en este caso el castigo fue para el hijo, el rayo le cayó al ser que ella más quería… Vieja mi compañera…, ah cosa… A mí no me den viejo que no se quiera morir, porque es la peor calamidad en las familias… Ya cuando una está propicia al camposanto, no hay más que voltear el catre para la pared y con un ¡Jesús me ampare!, cerrar los ojos.

Se marchó envuelta en un rebozo barcino que fue del año de la nanita, mientras los muchachos gritaban, en la distancia, a campo abierto, y el sol iba de más en más caliente fuerceando las últimas sombras, antes del mediodía, para que cayeran a sus pies dormidas.

– …Japoneses -murmuró para ella sola y apretando el paso-, más japonés que ese doctor Larios, porque ése ha sido el de toda la treta, el que vino con que ella se fuera a curar al extranjero, que por allá la sanaban, que era cuestión de ir y volver, todo color de rosa; y qué casual que ahora le hayan recogido a la señora Venancia los billetes que le dejó su hijo, diz que para confrontarlos por si eran falsificados y le hayan dejado en su lugar billetes que ya no son iguales, porque aquéllos eran dinero gringo y el que le dieron en cambio, es dinero del país… Igual cantidad, igual número de billetes, pero del país… Moneda de aquí, por la de allá que es la que vale… La de allá se la llevaron, El mismo director de la Policía vino con el tal doctor Larios a recogerlos… Y ni doctor es, es dentista…, y planta de eso tiene… planta de barbero… ¡Pobre la señora Venancia, el ese tal por cual, ya ni el nombre me gusta decirle, ni caso hizo de su gravedad cuando vino a llevarse el pisto! ¡Muerto el hijo se acabó el viaje! ¡Muerto el perro se acabó la rabia! Bien dicen. Y a saber si alcance lo que le dejaron en billetes del país, para el cajón y el entierro, y habrá que decirle misa… Por fortuna al hijo le rezaron… Como se cortó las venas, dijo el padre que tuvo tiempo de arrepentirse… Por ese lado la señora Venancia está consolada… Si se arrepintió su hijo se fue al cielo, y ella ya pasó con el tumor el infierno en la tierra y se juntará con él en la santa gloria.

Se encaminaba a casa de la señora Venancia. En la mano caliente apretaba un paquetito con incienso para quemar en el cuarto de la enferma y que saliera un poco el mal olor; ya era insoportable la fetidez de la carne atumorada.

«Dichosofuí»… Por todas partes y a todas horas perseguía al capitán Salomé aquel maldito rótulo. «Dichosofuí», entró diciendo al estanco una y otra vez, al leer el rótulo, en busca de la real hembra que le sirvió la primera noche que pasó por allí. No sabía ni el nombre. Pero ya también la imagen se le iba borrando. Alta, trigueña, sonada.

– ¡Nada me puede más que los moscardones! -soltó la patrona dueña del fondín, detrás del mostrador, junto al cajón de los billetes, en una de sus tantas entradas-. Entran…, se somatan en los muebles… y se van… Si entran, que se queden y si se van, que no vuelvan… Y al que le venga el cuante que se lo plante… Hay que justipreciar y justijuzgar que éste no es miadero… Se gasta el hueco de la puerta de entrar y salir…