– A mal palo se arrima, doctor Larios, si me quiere convencer, y lo único que puede pasar es que terminemos mal.

– ¿Por qué, si no es pleito, sino negocio? A un inversionista no le son indiferentes las ganancias, las utilidades, su prosperidad. ¿Un cigarrillo?… Los yanquis tienen una palabra que define esta época: «prosperity»… «Prosperity», para mí, quiere decir prosperen los que están prósperos y los demás que se joroben. El hombre moderno no tiene más patria que la «prosperity»; yo nací en la tierra de los lagos, pero soy ciudadano de esa patria que se llama la prosperidad, el bienestar. Uno, uno es el que debe estar bien; pero nos estamos yendo por los cerros del Merendón y conviene definir las cosas.

– Nada falta por definir, doctor Larios; mi respuesta ha sido clara. No votaremos en nada que pueda favorecer los planes de la «Frutamiel».

– Pero pueden abstenerse de votar, votar en blanco…

Lucero no contestó. Dirigióse hacia la puerta que comunicaba el consultorio con el resto de la casa. Su espalda era bastante respuesta. Larios quiso detenerlo.

– No, doctor, usted se ha confundido -y le zafó el brazo que aquél le había tomado, como si le asqueara su contacto.

– ¿Desde cuándo usted por acá? ¡Qué gusto verlo! -le salió al paso a Lucero una vieja amiga de su esposa, acabando con el forcejeo que traía con el doctor Larios-. Venga, le voy a presentar a unos amigos. A mi esposo sí lo conoce. Les presento a uno de los famosos herederos de la costa, es de los millonarios que no agarraron para el extranjero. Sólo de usted hemos estado hablando. Le deben haber ardido las orejas.

– No sé cómo hay personas de posibles que vivan aquí… -comentó con la voz lánguida una dama de piel blanca, vestida de negro, con un lunar más negro en la cara, junto a la boca, por el refuerzo de pintura que ella le ponía hasta hacerlo aparecer como un momotombito de luto. Un poeta de su tierra le dijo alguna vez con voz de conjurado: «Tu lunar, momotombo de luto…»

– Doña Margarita es de la tierra del doctor Larios -explicó la que hacía las presentaciones, viuda de un diplomático.

– De un gran diplomático… -dijo la viuda suspirando, al tiempo de pasar un pañuelito de encajes por su bella nariz de estatua griega, con el momotombo de luto en la mejilla pálida.

– Y cuénteme, Lucero. ¿Cómo está la Cruz? Hace tanto que no la veo… Yo creí que se iban a trasladar a la capital, porque eso de quedarse viviendo como pobres en la costa…

– Como pobres no vivirán -intervino el esposo, hombre de anteojos de carey, cuello alto, duro, y cabeza calva, con el poco pelo que le quedaba repartido en préstamos, como una tela de araña; tan parecido a una tela de araña, que él se vanagloriaba de que los calvos que llevaban así el cabello, no los molestaban ni las moscas, porque temían quedar presas.

– El es el que debe venir a la capital muy a menudo… -dejó ir doña Margarita las palabras como si las empujara con los ojos, como si las golpeara con sus pupilas negras que suspendió, oblicuas, rientes entre sus párpados de largas pestañas.

– Vengo cuando los negocios lo requieren, pero casi siempre de entrada por salida. No se halla uno a estar lejos de la casa.

– ¿Y ahora vino solo? Le voy a mandar a decir a la Cruz que qué es eso de estarlo dejando venir solo. Un hombre con los millones que usted tiene es una tentación. Gracias a Dios que ya nosotras somos casadas. ¡Ah, pero doña Margarita es viuda!… ¡Aquí tiene usted una viudita linda!

– No vengo nunca solo. Ahora vine con el mayorcito.

– Por lo menos a él sí lo van a mandar fuera -atizó la viuda-. Vivir donde la vida es vida, y no en estos pueblos donde sólo se vegeta. Yo como con mi marido me acostumbré a no ver necesidades… Vivíamos en Washington. La legación tenía una casa toda rodeada de almendros. Unas flores que ni soñadas…

– Bueno, pues ya soñó y despertó -dijo el calvo, mientras los sirvientes repartían tazas de consommé frío, preludio de la cena que les esperaba.

– Y no pierdo la esperanza de volverme a dormir, de marcharme al extranjero. Uno cuando está fuera de su país está como soñando cosas bellas, gratas impresiones.

– Verdaderas preciosuras, en una palabra -intervino la esposa del calvo, sin probar el consommé.

– ¿No lo toma? -inquirió Lucero.

– Me gusta, pero mejor que se lo tome mi marido. De dos que se quieren bien con uno que coma basta. Y a mí no me gusta el caldo helado. Ese es moda nueva. A mí las cosas calientes. El calor es vida.

– Véngase conmigo a la costa, entonces.

– Pero no ese calor… Mejor me voy al infierno…

– Es más alegre que el cielo -dijo el calvo; entre los dientes le brillaban los pedacitos verdes de las aceitunas que mascaba.

– No me contestó, señor Lucero, si piensa mandar a su muchacho a estudiar fuera. Se lo pregunto, porque me interesaría recomendarle a una persona que se ocupa, como encargada, de chicos que van a los institutos, escuelas, universidades.

– Más tarde, sí. Por ahora, no. Primero tiene que enraizar en su tierra. Los que salen muy niños ni enraizan aquí ni enraizan por «ái». Se quedan como esas plantas sin vida, de hojas bonitas, que se pintan de dorado para que sirvan de adorno. No quiero que mi hijo sea planta de adorno, como tanto niño rico. Y allí viene, aquí lo tienen ustedes. Pío Adelaido Lucero, se los presento…

– Es el retrato de la Cruz, dos gotas no serían tan iguales.

El calvo, sin prestar atención a las ponderaciones de su legítima sobre el parecido de Pío Adelaido -retrato de la Cruz -, terminada la cena rodaba la cabeza en el cuello duro buscando a los criados que repartían el café -cuyo aroma sentíase-, los licores, las brevas.

– ¿Y al joven qué le pasa? -dijo doña Margarita, al tiempo de tomarle la mano, cariñosamente.

– Que mi papá no se quiere ir y yo ya me quiero ir…

– ¿Quién te ha dicho que no me quiero ir? Vamos a despedirnos de estos buenos amigos. En el «Santiago de los Caballeros» estamos y me daría mucho gusto verlos por allá, que se vinieran a almorzar o a comer un día de estos. Nos vamos a quedar hasta el veinte. Vean que día quieren venir y se vienen. Sólo me avisan para mandar preparar algo especial.

– ¡Increíble que haya tipos tan bayuncos! -exclamó la viuda cuando se alejaban Lucero y su hijo.

– ¡Pobre la Cruz, casarse con un hombre así! Es puro indio bozal, aunque tenga cara de ladino. No piensan como una.

– Para mí -dijo el calvo-, para mí lo que es es un circunstanfláutico.

– ¿De dónde fuiste vos a jalar esa palabra?

Doña Margarita siguió con los ojos y el lunar -casi eran tres ojos negros- a Lucero, que se detuvo de palique con otros invitados.

– Es una aberración muy suya estar viviendo en la costa. Perdone que le hable con tanta franqueza, pero mi propósito es abrirle los ojos sobre los negocios que se pueden hacer en otra parte, contando con una base como la que usted cuenta…

El que hablaba era un pariente de los Ayuc Gaitán, representante en plaza de una de las marcas de automóvil de más aceptación.

– ¿Le ha escrito Macario?… Espere, hijo, ya vamos, déjeme conversar.

– Mac, dirá usted. Ya ve usted, hasta de nombre mejoró, del vulgar Macario al elegante Mac, y no es el sembrador de guineo, macilento habitante de la costa, sino míster Mac, humilde vecino de «River Side», en Nueva York. Pues Mac en sus cartas me pide que me ponga al habla con usted, para que no siga perdiendo el tiempo usted, su dinero, y las criaturas que ya debían estarse educando.

– La guerra con los vecinos lo va hacer salir de la costa, y la cosa está que arde -terció un cafetalero de ojos azules y acento teutón.

– No, porque la guerra es en la costa atlántica, y míster Lucero está en la costa del Pacífico -aclaró el agente de automóviles y automotores en general.

– Sí, lo mejor sería que se echara un viajecito -dijo el teutón-, pero no sólo a los Estados Unidos, para mí que le convendría ir a Alemania. Mientras pasa el temporal por estos lados.

– ¡Primero a los Estados Unidos, nada de Alemania; hay que estar bien con los gringos! -contradijo el pariente de Ayuc Gaitán.

– ¡Papá, yo ya me quiero ir! -necio Pío Adelaido.

– Pero una cosa es estar bien, ser amigo -alzó la voz Lucero sobre la quejadera de su hijo-, y otra depender de ellos, como tapadera o sirviente.

– ¡Papa, yo ya me quiero ir!

– Hasta allí no más eso de amigo… Desde que el mundo es mundo, los amigos son amigos cuando tienen igual poder, llámese fuerza o dinero. ¿De dónde un elefante va a ser amigo de una pulga? Sólo porque la aguanta, o como nos pasa a nosotros, míster Lucero, que creemos que el elefante existe para que la pulga tenga a quien chuparle la sangre, porque nuestra mentalidad es de pulgas, de pulgas, así como lo oye, de pulgas.

– Entonces, que venga el elefante a hacer su guerra, y que nos deje en paz a las pulgas…

– Sí, porque al fin de cuentas -habló el teutón-, ésa va a ser la guerra de ustedes, una guerra de pulgas…

– Yo ya, papá, me quiero ir… Yo ya me quiero ir, papá…

– Sí, vamos. Señores, hasta muy pronto.

– No se va sin que le haga una pregunta -acercóse a decirle la viuda-; pero me la tiene que contestar, me promete que me la contesta… Muero por saber cómo eran los esposos Mead. Es tan rarísimo encontrarse con gringos así, gringos que se pongan de parte de los hijos del país en cuerpo y alma… En cuerpo, alma y dinero, porque sin el divino ingrediente, ¿de qué, señor Lucero, sirven el alma y el cuerpo? Ya puede ser usted el hombre más virtuoso o talentoso del universo y yo la más bella mujer del mundo por mis formas esculturales, que de nada vale si nadie lo sabe, y nadie lo sabe sin propaganda, y la propaganda es dinero.

– ¡Papá, yo me quiero ir ya!

– Para mí que los esposos Mead, aunque, según dicen, también se llamaban Stoner, todo lo hacían por publicidad y testaron a favor de ustedes por hacerse notorios, sin suponerse siquiera que la muerte les andaba cerca. Ellos deben haber dicho: testamos ahora, y después de figurar en las crónicas de los periódicos de allá -éstos de aquí son pasquines- revocamos el testamento. Gente que se la quiere dar de exótica por pasar a la historia, ¿no le parece?…

– No, señora.

– Margarita me llamo…

– No, doña Margarita…

– ¡Qué vieja me hace!… Dios se lo pague…, le devuelvo su «doña».