– Vos, Plumilla -intervino Parlama Juárez-, respeta que hay invitado a comer… chicle…
Y al decir así, Juárez fue dando a todos un chicle, pero el que le tocó a Pío Adelaido no era chicle, sino una pastilla de una especie de goma jabonosa, dulce, que le fue creciendo en la boca. Al principio no dijo nada, tal vez era una impresión suya, pero al sentir que ya no le cabía en un lado de la boca, todo el carrillo lleno, ni en los dos carrillos, toda la boca inflada, empezó a sudar como si se ahogara, pálido y lloroso, entre las carcajadas de los de la pandilla.
Se fueron, mientras Lucero hijo se sacaba aquella masa de goma azucarada pegoteándose las manos. Boby y Fluvio Lima le ayudaron porque ahora, con la saliva, ya era más abundante y no cabía en sus manos y se le pegaba en los dedos como una barba de copal, y mientras luchaba con aquella madeja interminable y pegajosa, le explicaron que era la prueba de que se valía la pandilla para saber si era digno de pertenecer a ella.
– El que se despega sin asfixiarse es de los nuestros y el que no, cadáver… -le explicaban mientras volvían los otros a darle el espaldarazo, espaldarazo que consistía en escupirse la palma de la mano y dársela sucia de saliva-. No tengas asco -aclarábale Boby-, la saliva es sangre blanca, y si los novios se besan, los amigos se besan con las manos ensalivadas.
– Y ahora -le dijo Plumilla Galicia- tiene que contar algo nunca oído en los cinco continentes.
– Algo que tú sepas o que hayas oído… -le ayudó Boby.
– No sé si servirá esto que les voy a contar. Cuando los cuervos pescan juntos parece la cabeza negra de un gigante que saliera del mar. Una cabeza de gigante degollado que sube y baja al compás de las olas…
Los dejó callados. El Chelón Tones se atrevió:
– En el fondo del mar es donde degüellan a los gigantes.
– Bueno, mucha, búsquenle apodo; éste ya es de la pandilla! -exclamó el Negro Lemus.
– ¡Por llamarse Pío, Pío, Pollo!… -lanzó Parlama.
– ¡Fine!
– ¡Nada de faiti, vos, Boby! -le cortó el aliento Plumilla -, eso de Pollo no me gusta, Cabezón le luce más, sólo véanle el chilacayotón que se carga!
– ¡Hurra…, hurra…, Cabezón!… ¡Hurra, hurra…, Cabezón! -gritaron jubilosos y bullangueros todos los que no gritaron-: ¡Burro, burro, Cabezón!… ¡Burro, burro, Cabezón!
– ¡Yo te bautizo con pan y chorizo y Cabezón te pongo por nombre postizo! -le dijo Plumilla Galicia, el más confianzudo, golpeándole la cabeza, mientras los otros se acercaban, saltándole encima y queriéndole bautizar a golpes.
Pío Adelaido se defendió como pudo. Era tiempo de volver al hotel. Andaban por la Plazuela de Santa Catalina. Si no corre llega tarde. Tenía que salir con su papá. Las ocho de la noche. Vestirse. Salir. Iban a casa de un dentista emparentado con don Macario Ayuc Gaitán, cuyo nombre, en letras resaltadas de bronce oscuro sobre fondo dorado, se leía en la puerta de la calle: «Dr. Silvano Larios».
Todo cambiaba al cruzar el umbral de la residencia del doctor Larios, como si por arte de magia los visitantes fueran transportados a Nueva York. La luz indirecta devuelta sin choque por las superficies lisas -muros, techos, pisos, muebles-, como una bola de tenis que en ralenti regresa después de golpear en el piso. En aquella luz todo parecía moverse en ralenti. Los invitados, la servidumbre, los músicos que alternaban valses y hawaianas.
A Pío Adelaido lo tomó un grupo de chicos para llevarlo al jardín. Estaba con un vestido nuevo, oloroso a estearina, la cabeza con el pelo tieso, tanto cosmético le echó su papá. Por primera vez llevaba corbata y reloj.
– Véngase por acá, señor Lucero -dijo el doctor Larios-; tengo que hablarle de un asunto muy delicado.
Lino aceptó el cigarrillo que le brindaba el doctor y ocupó una de las sillas en la antesala del consultorio, a donde le condujo, no sin llevarse a cada momento el dedo a los labios, para recomendarle silencio.
– Aquí se queda usted, señor Lucero, y lee esta carta. Vuelvo en seguida.
Lino desdobló el pliego que en un sobre acababa de entregarle el doctor Larios y al terminar la lectura quedóse de una pieza, inmóvil, sin saber qué hacer ni qué decir. Quiso leerla una segunda vez, pero apartó los ojos, ya tenía bastante.
Macario Ayuc Gaitán le pedía que votaran en las elecciones por efectuarse para presidente de la Compañía, por la persona que en caso de aceptar Lucero y sus hermanos, en pacto de caballeros el doctor Larios estaba autorizado a nombrarles, y la cual encabezaba y secundaba a los accionistas de la «Frutamiel Company».
Larios volvió trayendo sendos vasos de whisky con soda y le pidió que bebieran chocándole su vaso en brindis silencioso y elocuente. Lejos se oía la música y por ráfagas la risa y alegría de los invitados. Después de paladear el whisky, paladeo que el doctor hizo notorio con un chasquido de lengua, le preguntó qué pensaba de la carta de Mac.
– De la carta de Mac… -repitió Lino mecánicamente.
– Sí, de Mac…
– De Macario…
– ¡Oh, amigo, a ese hombre sólo se le conoce en medios financieros y bursátiles, con el nombre de Mac Heitan.
– ¿Y sabrá… -iba a decir Macario, pero con el nuevo nombre le pareció otra persona-, sabrá ese señor que la «Frutamiel Company» está contra nuestra patria? Porque él es de aquí, aquí nació, aquí se crió, es de aquí.
– Ese modo de hablar ya no se usa, amigo mío -exclamó el doctor Larios, acompañando sus palabras de un gesto de echar por tierra por inútil, igual que un desperdicio, algo que sostenía en la mano-; eso de patria ya pasó de moda.
– Pero si la patria para Macario…
– ¡Atención, Mac! ¡Mac Heitan!
– ¡Macario, si así se llama! Si la patria para Macario pasó de moda, no puede ser que haya olvidado las enseñanzas del que le dejó la fortuna que lo hizo gente… ¡Qué diablos!…
– ¡El chiflado más grande que ha calentado el sol!
– Dificulto, doctor Larios, que si estuviéramos en otra parte y no en su casa, le permitiera yo hablar así de Lester Mead.
– Le pido excusas. Creí que usted lo despreciaba, como lo despreciaban Mac, sus hermanos y Cojubul.
– ¿Lo desprecian, dice usted?
– Sí, cuentan que él y la mujer eran desequilibrados, amigos de enredar las cosas, turbulentos. Pero eso ya pasó, y lo que Mac y Cojubul quieren, como lo queremos todos, es que la «Frutamiel Company» absorba las acciones de la «Tropical Platanera, S. A.», que se ha vuelto vieja y comodona, y pase a operar aquí con nosotros, ¿comprende?… La «Frutamiel Company» es un brazo de la Compañía, con más vigor que la «Tropical Platanera», ¿comprende?… Mientras aquí nos cobran hasta por suspirar, allá la «Frutamiel» ha conseguido que le perdonen impuestos por nueve millones de dólares al año, y como ya le van perdonando más de diez años, haga la cuenta: cerca de cien millones de dólares a repartirse entre los accionistas, ¿comprende?… ¡Eso es estar en un país como se debe estar! Termínese su whisky. Aquí con la «Tropical Platanera» empezamos bien, nos regalaron los ferrocarriles, nos los comprarán dentro de noventa y nueve años, nos regalaron los muelles, pero ahora vamos de mal en peor. Por eso conviene que llegue a la Presidencia de la Compañía un hombre de la «Frutamiel Company», que por bien o por mal, con la guerra o con el fallo del tribunal arbitral, todas las plantaciones que tenemos aquí pasen al dominio de la «Frutamiel», al ganarse para los de aquel lado esa franja de terreno en disputa. Así tendremos las mismas prerrogativas todos. ¿Está usted cansado?…
– Un poco. Siempre que uno sube a la costa, se cansa.
– Es la altura.
– Sí, la verdad es que no me siento bien.
– ¿Qué resuelve de la carta?… Debe resolver para que yo le conteste a Mac si podemos contar con el voto de ustedes. Caso de ser así, en pacto de caballero estoy autorizado a confiarle el nombre de nuestro candidato.
– ¿No es el señor Maker Thompson? -indagó Lucero. Tenía la sospecha de que este hombre estuviera jugando a dos cartas, y su corazón latió a toda prisa al formular la pregunta.
– De ninguna manera… ¡Pobre el «Papa Verde»; ya está para el tigre! Nuestro candidato es hombre de garra.
Lucero respiró aliviado, satisfacción que disimuló echando la cabeza hacia atrás al tiempo de alzar el vaso pegado a sus labios. El hielo con saborcito a whísky bajó a darle un beso.
– Hacemos el pacto de caballeros y en seguida le digo el nombre.
– No, doctor Larios.
– En ese caso, es elemental que usted me dé su palabra de honor de que esta conversación quedará entre nosotros.
– De eso, doctor Larios, esté usted seguro con y sin palabra. Me daría vergüenza referir lo que dice esta carta y lo que he oído de sus labios. ¿Qué clase de hombre es éste -se preguntarían las personas a quienes yo se lo contara- que dejó sin castigo al que le invitaba a traicionar a su patria, al que vejó la memoria de los esposos Lester Mead y Leland Foster en su presencia?
– Si es garantía de silencio, tómelo a la tremenda, señor Lucero, pero no hay traición a la patria, no hay traición a la patria, déjeme hablar, espere que termine: las tierras fronterizas que se disputan ambos países, no son de ninguna patria, no son ni de aquí ni de allá, son de la Compañía, de la «Tropical Platanera», hasta ahora, y mañana de la «Frutamiel Company», si es que ganamos el asunto. No hay cuestión de patrias, no hay cuestión de límites, así como usted lo ve, porque es poco práctico. Esas tierras, esa franja que se disputa en la frontera, son propiedad de la Compañía, y la lucha no es entre patrias, sino entre dos grupos inversionistas poderosos…
– ¿Y entonces por qué se habla de guerra?
– Ese es otro cantar… Hay algunos interesados en vender armas y se aprovecha un poco la ocasión de calentar la pólvora. Se hace bulla, mucha bulla. Los periódicos hablan del asunto todos los días y en todos los tonos, pero por negocio, no por otra cosa. Los tontos son los que dramatizan el problema hablando de morir por la patria, de exhalar el último suspiro al pie de la bandera, defender el suelo sagrado hasta la última gota de sangre… Tonterías… Puras tonterías, porque al fin y al cabo, si hay guerra, se van a matar por matarse, pues no van a defender nada, porque nada es de ellos. Triunfen los de aquí o triunfen los de allá, el territorio en disputa no va a cambiar de dueño; si triunfan los de allá, seguirá siendo nuestro con la «Frutamiel Company», y si al contrario, el ejército victorioso es el de aquí, seguirá siendo nuestro con la «Tropical Platanera».