– Lo he dejado con Boby para que se hagan amigos -volvió diciendo Maker Thompson-, pero por atender a su chico ni siquiera le he dado la mano… ¿Cómo le va, don Lino?… ¿Cómo le va?… Hay que sentarse… Tome asiento… No sé si usted fuma…

Boby y Pío Adelaido se presentaron cuando Lucero y Maker Thompson, antes de sentarse, encendían un cigarrillo; más bien Maker Thompson, con un llameante encendedor de oro, le encendió el pitillo, en la boca, a su visitante.

Boby saludó a Lino y en seguida aproximóse a la oreja del abuelo y cuchicheó algo que éste repitió en voz alta, a medida que lo oía, no sin advertirle que secretos en reunión son mala educación.

– Me está diciendo que le pida permiso para llevar a su muchacho de paseo -explicó el abuelo, aunque inútilmente, porque al repetir las palabras que su nieto soltaba en el pabellón de su oreja, ya lo había hecho saber a Lucero.

– La única dificultad -expuso Lino- es que yo no me voy a quedar mucho tiempo, tengo otras cosas que hacer.

– Si es por eso no hay cuidado; que los chicos se vayan de paseo y cuando vuelvan le mando dejar a su chico en el hotel…

– Será mucha molestia…

– Ninguna… El chófer está todo el día de haragán… Pero, sí, Boby, ten cuidado con él.

– ¿Llevas pañuelo? -preguntó Lucero a Pío Adelaido, aproximándose a darle un pañuelo y algunos pesos.

– ¡Edad feliz! -exclamó Maker Thompson cuando salían-. Para ellos y para nosotros. Mi vida, amigo Lucero, no tendría ninguna razón de ser sin este nieto. Pero dejemos la cuerda sentimental y abordemos de lleno el asunto que me indujo a invitarle a venir por esta su casa.

Las canas se le regaban al viejo Maker como una luz de luciérnaga más blanca entre el pelo rubio, cobrizo. Levantó la diestra con el pulgar y el índice abiertos en forma de pinza al tiempo de agobiar la frente para clavarse los dedos en los párpados cerrados, correrlos sobre las pepitas de los ojos y juntarlos en la ternilla de la nariz.

Luego alzó la cabeza con decisión. Sus pupilas sin brillo, empañadas por el tiempo, se detuvieron con simpatía en el rostro tostado del visitante, a quién llamó señor Lucero, y no don Lino. «Señor Lucero» era casi «Míster Lucero»; lo de «don Lino», era tan aldeano y local…

– El propósito de continuar la obra de los esposos Stoner o Mead, como se les conocía entre ustedes, señor Lucero, criterio que ha privado en la conducta de usted y sus hermanos, es muy respetable… Formar cooperativas agrícolas de producción…

Lino se mostró anuente con el gesto, aunque guardaba la más profunda desconfianza para el viejo y todo lo que decía.

– Desgraciadamente, señor Lucero, una fortuna es una madeja de sueños de codicia, una madeja asquerosa e innoble, aislable en la medida en que de una cabellera aisla usted, con un peine, un mechón de pelos. Superficialmente lo aparta, pero en el fondo queda unido al resto, sigue participando de todo lo que lo nutre en el cuero cabelludo, de cuanto hay de bueno y de malo bajo sus raíces. Las acciones que usted, señor Lucero, y sus hermanos poseen en la «Tropical Platanera», han tratado de apartarlas con generoso impulso, al seguir las huellas de Lester Mead, pero sólo en apariencia, porque dentro, en el fondo, han quedado nutriéndose de lo que alimenta a todas las demás acciones.

Hizo pausa y siguió:

– Y debajo de ellas, en estos momentos, señor Lucero, se libra una lucha a muerte que está a punto de provocar la guerra entre su país y el país vecino, de lanzarlos fríamente a la lucha armada.

– ¿Y cree usted, míster Maker Thompson, que se llegue a tanto? Estuve con mis abogados esta mañana y ellos creen que el asunto de límites se resolverá pacíficamente mediante un arbitraje en Washington.

– Mi temor es ése: que tal y como van las cosas sean ustedes los que en el fallo pierdan la partida y al perder ustedes quedamos en la «Tropical Platanera» bajo la dependencia de la «Frutamiel Company», que en el Caribe es el grupo de la Compañía más terrible y voraz. Es la «Frutamiel Company» la que está agitando todo este asunto de límites, no porque le interesen un comino los intereses territoriales del país vecino. Su propósito es otro, dominar a la «Tropical Platanera», para ser entonces el arbitro de los destinos de la Compañía.

Los ojos castaños del viejo plantador de bananos recobraban el perdido calor y el brillo, cuando en el semblante de Lucero pulsaron el efecto de sus palabras. Continuó:

– Un grupo de accionistas bastante fuerte trata de evitar lo peor y me han pedido, por intermedio de mi hija Aurelia, que yo vuelva a Chicago. Debe maniobrarse hábilmente para que este país no vaya a perder una importante faja de terreno en el arbitraje, y para que nosotros no caigamos bajo el control de la «Frutamiel Company». Eso es todo.

– Vuelve entonces usted a Chicago…

– Depende…, depende… -reunió y apretó sus músculos faciales que al oír hablar de su ciudad natal suavizaba la nostalgia, para que fuera su cara lo que siempre fue, un nudo de energía.

– Señor Lucero -atacó de lleno-; me tomé la libertad de pedirle que viniera urgentemente porque vamos a necesitar de los votos de ustedes, como accionistas, para que yo salga electo de presidente de la Compañía, en la seguridad de que si así fuera trataré de evitar la guerra, ante todo evitar la guerra, y procuraré que el arbitraje salga favorable a su país.

Lucero se levantó a darle la mano; hace un momento desconfiaba, pero ahora era todo fervor.

– Nada de cantar victoria antes de tiempo y menos hablar de esto con sus abogados -dijo el viejo Maker correspondiendo a sus apretones de mano-; cualquier indiscreción de su parte podría ser fatal para nuestro juego, su país perdería una buena faja de terreno y nosotros pasaríamos a depender de la «Frutamiel».

– Desde ahora cuente ya con nuestros votos. ¡Qué fregado! Al no más bajar yo a la costa hablo con mis hermanos y los entero de todo.

– Sí, estas cosas conviene tratarlas personalmente y en la mayor reserva en cuanto a la finalidad, que es ganarle la partida en lo de límites a la «Frutamiel Company», si se resuelve por arbitraje, y evitar la guerra a toda costa. A sus abogados, caso que le pregunten, hágales saber que lo invité a esta su casa a proponerle la compra de sus acciones.

– Era lo que ellos se suponían…

– Pues muy bien…

– ¿Y cuándo sale para Chicago?

– Sólo espero una llamada telefónica; y ya en el plano de la confianza que usted me inspira -se ve que es leal como su mano abierta-, conviene que sepa que el actual presidente de la Compañía es un peligro para nuestra causa. Simpatiza demasiado con el grupo de la «Frutamiel» y no conviene que nos vaya a hacer una trastada. Lo ideal sería que usted también se viniera conmigo a Chicago, pero quién lo arranca de la costa.

– Tiempo no ha de faltar, míster Maker, y si Dios no dispone otra cosa, cuando ganemos el punto, me llego a visitar por allá, me voy a meter con usted al hormiguero, porque esas ciudades deben ser como negrear la tierra cuando se alborota a las hormigas.

– ¿Y qué hay de la costa? ¿Qué me cuenta?

– La única noticia de por allá es lo del telegrafista. Se suicidó. Diz que estaba en connivencia con unos submarinos japoneses. Al menos es lo que quieren hacer aparecer. Y dejó una carta en la que culpaba a la «Tropical Platanera» de haberle pagado para cometer esa tropelía.

– Si alguien le pagó debe haber sido la «Frutamiel Company».

– Pero ésa está en el otro Estado…

– Está en todas partes… Esas compañías son todopoderosas y operan donde menos se piensa. Va a ver cómo resulta cierto que son los de la «Frutamiel».

– Me marcho antes de que me corretee… No fue visita, sino un día de campo… Lo que tiene que dejarme dicho es cómo le mandamos los votos.

– Un simple cable… Y de su hijo no tenga pena, en cuanto regresen del paseo con Boby, se lo mando dejar en mi automóvil con el chófer… Y muchas gracias… Hasta la vista…

Otra de las visitas que Maker Thompson esperaba esa mañana apareció en el jardín. Avanzaba por un sendero de arena blanca, espejeante bajo el sol, entre arbustos ornamentales, flores y alfombras de césped. De cerca se le vio mejor. Un hombre sin sombrero. Alto, fortachón, vestido de gris claro, zapatos de color café, camisa azul, a rayas horizontales en la pechera y cuello blanco, postizo, exageradamente alto, besándose los lóbulos carnosos de las orejas. A causa de los callos andaba como sobre patines de ruedas.

– No se dé prisa, don Herbert, no se dé prisa… -le gritó en broma Geo Maker al saludarlo de lejos, tras encender un cigarrillo con su llameante encendedor de oro.

– Noticias favorables -le anunció don Herbert al entrar. Andaba como sentado, procurando no asentar más que los talones y con un gran movimiento de brazos para guardar equilibrio-. Mi hijo Isidoro volvió con su yate de un largo recorrido por los mares de la China y no solamente él, sino sus amigos y los amigos de sus amigos, es decir, casi todos los principales accionistas de California, votaron por usted.

– Espléndido, don Herbert… ¿No se sienta?…

– Odio estar sentado…

Y en efecto, siempre se le veía de pie y como masticando, ora porque rumiara alguna jugada de bridge, al compás de la cadena del reloj que envolvía y desenvolvía en el índice al hacerlo girar en espiral o porque redujera a pedacitos unas semillas secas que le servían de pretexto para aquel continuo batir de sus mandíbulas.

– El hombre es usted, Geo Maker Thompson, y lo vamos a oponer a los avances de la «Frutamiel Company». Hay que evitar que nos desplacen de la dirección de la Compañía. Y oportunidades estamos perdiendo desde la otra vez, cuando usted renunció a la presidencia.

– Hace tantísimos años, don Herbert, que no vale la pena recordarlo.

– Para mí, como si hubiera sido ayer; y por eso, a pesar de los años, me hago siempre la pregunta de por qué renunció usted. Sé de sobra las razones que tuvo, pero, qué quiere, me complace pensar en que tal vez hubo otra. El amor propio no basta a explicar su renuncia. Será porque para nosotros no existe el amor propio y al que entre nosotros lo tiene gritamos que lo crucifiquen y lo crucifican…

– La única razón, sin embargo…

– No me diga eso, Maker Thompson. Iba a coronar su vertiginosa carrera de capitán de empresa, traía del Caribe el nombre del filibustero que prefirió ser plantador de bananos, el nombre con que los voceadores de los periódicos de Chicago barrieron en esos días su ciudad natal… El Papa Verde… ¡Cómo iba a renunciar por amor propio!… Yo trabajaba en la oficina de unos diamanteros de Borneo, gente con olor a cuerno caliente y vidrio cortado. Lo recuerdo como si fuera hoy. «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!»… «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!»…, gritaban los voceadores y muchas noches me revolqué en la cama helada oyendo hasta dormirme el «¡Banana's King!»… «¡Gree Popel»… sin saber que era la fortuna que me llamaba a voces. Con mis pocos ahorros compré las primeras acciones y no quiera saber usted mi desesperación cuando se dio la noticia de que el fabuloso señor de los trópicos se retiraba a la vida privada. Lo maldije, escupí su retrato, y me di a averiguar el porqué.