– ¿Y por cuenta de quién obraba?

– Ese es el misterio…

La carta del suicida tronaba en su guerrera, igual que si dentro del sobre lacrado y sellado con el sello más grande de la Comandancia, fueran sus huesos.

– En fin -siguió Lucero-, que el gobierno debe estar en un lío padre. Más ahora que se nos amenaza del otro lado de la frontera, y que naturalmente necesitamos el apoyo de los gringos. ¡Cualquier día nos apoyan sabiendo que estamos en connivencias con submarinos japoneses!

– ¡Qué fregado está eso! Bien dicen que cuando el pobre lava su cobija ese día llueve.

– Además cuentan que Camey dejó una carta, carta que el juez tuvo en su escritorio y que desapareció. ¡Imbécil, por andar de embelequero en lo del cabildo abierto!

– ¿Y qué cree usted, señor Lucero?

– Lo que todo el mundo cree; que esa carta la desapareció un alto empleado de la «Tropicaltanera», aunque para mí también esa explicación tiene sus peros…

Y se iba a levantar en busca de su hijo, pero lo vio venir y arrellanándose nuevamente en el asiento, para rematar lo que decía, golpeando con la mano abierta la rodilla del joven militar.

– Tiene sus peros, porque si el juez está a sueldo de ellos no había necesidad que la sustrajeran. Es más. Sin sustraerla, dejándola en poder del juez, caso de no convenirles, la habrían podido sustituir por otra para lavarse las culpas. Imagine que Camey hubiera dicho que había recibido fuertes sumas de la «Tropicaltanera» a cambio de dar aquellos mensajes…

– Pero son norteamericanos los de la Compañía…

– No son de ninguna parte… El dinero no tiene patria… ¿Y si los mensajes eran erróneos, sólo para hacer caer a un empleado del gobierno en tan gravísima falta?

El teniente Salomé, en cuyo pecho iba la carta, se sintió orgulloso de haber evitado que cayera aquel documento al parecer tan importante en manos de algún empleado de la Compañía, y del mismo juez. En los labios se paladeaba el aire dulce de la meseta; dejaban las masas salobres de la costa y entraban en una atmósfera de azúcar.

Pío Adelaido vino a decir a su padre encarándose con él:

– Papá, yo quiero ser aviador…

Lino le acarició la mano, dándole golpecitos al compás del desplazarse del ferrocarril, sin responderle.

– Papá…

– Sí, ya veremos…

– ¿Por negocios viene? -preguntó el teniente.

– Por negocios. Necesito un poco de maquinaria agrícola para intensificar mis cultivos. Quizá oyó hablar usted de Lester Mead.

– Lo que se cuenta en las plantaciones, señor Lucero. Ese sí que es un gran hombre.

– Para mí es el hombre con más corazón que he visto en mi vida y soñaba con un grupo de cultivadores de bananos que mediante cooperación del trabajo y el capital libraran nuestras tierras de la siniestra explotación a que están sometidas. Si no se muere, otro gallo nos cantara.

– Y usted, por lo que veo, piensa seguir en el plan…

– Sí, y por eso no acepté ir a vivir en las grandes ciudades, como Cojubul y los Ayuc Gaitán.

– Esos se dejaron encandilar, y les entró la deliradera…

– Cada cual piensa con su cabeza.

– Muchos habrá que lo secunden. Si a mí me dieran la baja yo me iría a trabajar con usted a ojos cerrados.

– Habrá o no habrá… Muchas gracias por la confianza… Creí que mi obligación moral, al recibir la herencia, era aceptar con el frío metal, el fuego, la pasión de vida que animaba a Lester Mead y a doña Leland.

El nombre le quedó sonando en los labios: Leland… y vio el mechón de sus cabellos color de oro verde, cuando el tren se fue despacito, rodando, sin hacer mucho ruido por un cementerio de bananales tumbados, ya ella muerta…

– Papá, esta noche me lleva al cine…

– Si hay tiempo…

– Y me tiene que comprar mi bicicleta, y me tiene que comprar mis patines…

Frío, hambre y sueño sentían los viajeros, molidos por el viaje y silenciosos, que largo se hacía el tiempo cuando ya iban llegando.

– ¿Papá, me lleva al cine…?

– ¿Y qué va ir a ver al cine? -interrogó el teniente.

– ¿Cómo qué? Lo que den. Las vistas.

La luz baja y poco clara de las lámparas borraba a los pasajeros. Se miraban los bultos. Los bultos sobre los asientos. Esa sensación de no llegar nunca. De consultar la hora a cada momento.

– ¿Papá, me lleva al cine…?

– Para qué quieres que te lleve al cine si aquí, viendo pasar las calles iluminadas, las gentes, los autos, es como si estuvieras en el cine…

Y la visión era exacta, la visión cinematográfica de la ciudad por donde pasaba el tren rápidamente.

El Norte barría la ciudad, golfo de las más negras intenciones heladas, la ciudad desierta expuesta al viento y al silencio, amurallada en sus casas bajas y en su sueño hondo. El cielo lila. Esas noches lilas que hacía más infinita la orfandad de las estrellas. Y hacia poniente los volcanes de tierra ausente de lo que pasa entre los hombres, volcados a la suma grandeza de las nubes.

El teniente Salomé tomó un automóvil para dirigirse al Ministerio de la Guerra. El subsecretario le esperaba en su despacho y le hizo pasar en seguida, casi sin saludarlo, a presencia del ministro, a quien Salomé alargó el sobre que contenía la carta del suicida. El ministro ni le contestó el saludo ni le miró. Fuese, al tener el sobre en la mano prieta y menudita -más prieta y menudita saliendo de la bocamanga con los entorchados de general-, fuese con su pasito de indio y sus bigotes canos de vaca marina, por los corredores iluminados y lustrosos, siguiendo el camino de una alfombra roja, entre charpas de ayudantes y carreritas de porteros.

El subsecretario indicó a Salomé que se buscara hotel para pasar la noche y volviese a esperar órdenes. Un hotelito cualquiera, más para dejar su equipaje, porque a saber a qué horas lo iban a despachar.

– La interior catorce… -dijo el dueño del «Hotel del Tren», rabiando en busca de los anteojos, manotazo aquí, manotazo allí, entre papeles y libros de contabilidad, y un criado con la piel vidriosa, como la brea, entró la valija y el maletín de Salomé.

– ¿Vas para la guerra? -le preguntó en voz muy baja.

Al teniente le cayó muy mal lo del «vas», y no le contestó. El sirviente contentóse con sonreír.

La habitación interior catorce… Ni la luz se encendió. Apestaba al sueño interrumpido de los cientos, de los miles de viajeros a quienes despertaban a golpes en las puertas para que no perdieran el tren. Ese sueño sin gastar, mancado, que no es ninguno y que sólo fue un profundo, un inmenso deseo de no despertar, de cerrar los ojos y que no viniera el madrugón.

Esperó que el sirviente, moviéndose en la oscuridad un poco al tacto, pusiera la valija y el maletín al lado de la cama, salió tras él -no hacía ruido con los pies descalzos- y en la puerta se detuvo para echar la llave por cumplir con el reglamento y con el rito de sentirse propietario.

– Oiga, jefe… -le llamó en la oficina de recepción el viejo que al entrar él, hace un momento, buscaba sus anteojos; los había encontrado metidos en la «Guía Telefónica», y se consideraba el hombre más feliz del mundo-. Tiene que llenar este papel con su nombre y apellido, edad, nacionalidad, profesión, lugar de nacimiento, procedencia, destino y citar los documentos de identidad que posee.

– Y eso…, ¿tanta exigencia?

– Siempre ha sido así, pero ahora con lo que va a haber guerra por esa cuestión de límites se ha puesto peor… ¡Puesto, oí, puesto -se dirigió al sirviente, mientras el teniente llenaba la ficha-; puesto, no ponido, como decís vos! El puesto que tiene don fulano… ¿Caso decís el ponido que tiene don fulano?… Y como decís reponido… Gracias a Dios que hay guerra y que allí van a morir todos los que como vos no son Académicos de la Lengua… Reponido… ¡Repuesto!… ¡Repuesto!… ¡Repuesto!… Trajeron el repuesto, el repuesto del automóvil…

El Norte seguía soplando, por momentos casi huracanado, y sólo ladeando el cuerpo lograba el oficial cortar la masa de viento que lo hacía detenerse y bailar hacia atrás cuando regresaba.

– ¡Adiós, teniente, ya va de vuelta!… -alcanzó a oír una voz femenina tras una puerta.

Las personas que venían a favor del viento pasaban cómo exhalaciones. El polvo no dejaba ver. Polvo, papeles, todo volaba hacia los techos entre el bailoteo de los focos eléctricos en las esquinas, igual que si estuviera temblando, y el huir lloroso de los perros callejeros que se pandeaban al cruzar las bocacalles.

Fuera el viento y dentro de las casas, tras los muros, las puertas, las ventanas, el ventarrón de la guerra en noticias que se repetían y repetían sin gastarse, aunque a veces más que hablar era callar, porque la guerra se había callado con callar de muerte. Las familias se iban a la cama y entonces sólo se oía el viento Norte que aullaba con aullido casi humano al llevarse los pedazos de periódicos del día, todos belicistas, significando -los arrastraba por el suelo, golpeaba en las paredes, abandonaba en los basureros, sepultaba en los barrancos, iracundia de gigante fluido-, que nada de lo que en ellos se leía era verdad. El venía del Norte, de los terrenos en disputa y no era cierto lo de la pugna y el odio; allí seguía el idilio de la tierra y el cielo, de la tierra y el hombre, la miel de la vida en los trapiches, el humo de la paz sobre los ranchos, el cencerro, la hamaca y el ordeño, las guitarras, los potros y las hembras, lágrimas en velorios, guirigayes en las fiestas, y la cabalidad en todo. El venía del Norte igual que mensajero y cansado de andar en la ciudad sin que nadie le oyera, enfurecido lo destrozaba todo y de haberla podido arrancar de cuajo la arrancara, sorda como sus muros, como sus noches, ciega.

El teniente Salomé medio se detuvo -un cigarro-, pero sólo encontró virutas de tabaco en sus bolsillos. Más adelante compraría, con tal que hubiera donde, pues todo estaba cerrado. En el centro era lo más probable. Fregado quedarse sin con qué echar humo. Apretó el paso por llegar pronto y porque andando ligero se calentaba. Venir de la costa y caer en una noche así. Sin el capote se habría helado y sin el orgullo de haber sustraído la carta de Polo Camey del despacho del juez. ¿Orgullo de un delito? Sí, señor, de un delito al servicio de la Patria. En la guerra como en la guerra, y en la guerra es un orgullo matar, lo que también es un delito, un delito más grave que sustraer documentos.

Adelante, en una calle transversal, la luz de una cantina abierta, «Cantina Dichosofuí».