En la Alcaldía, mientras tanto, se redactaba el bando convocando al pueblo a suscribir el vibrante documento en que se pediría al gobierno defender con las armas el sacrosanto suelo de la Patria, y se invitaba a todos los municipios de la República a proceder en la misma forma y en el menor tiempo posible.

La Toyana entró en busca del bermejo, rumiando un chicle, alta de pechuga, linda de cara, modosa y chapetona.

– Ve, Corunco -se le prendió del brazo-; si te vas a la guerra yo quiero prepararte ropa y bastimento. ¿Qué necesitas?…

El bermejo le sacó el brazo y le dijo medio indignado:

– ¿Y vos estás creyendo que porque me gusta el trinquis, voy a caer de leva? ¿Sabes cómo es esa guerra? Yo conozco el terreno y por eso hablo. De este lado de la raya, una nalga, y del otro lado, otra nalga, y las dos nalgas son de la compañía, porque a nosotros sólo nos han dejado el culo, para que salgamos como lombrices a pelearles su guerra. No es territorio nuestro; que peleen ellos…

– ¡Vos sí que sos de lo más último! ¡A dónde lleva el licor! ¡Yo, sin tener pantalones, siento que las manos me comen por empuñar un arma! ¡Cobarde! ¡A tipos como vos los debían fusilar!

– Lo que pasa es que está «engasado» -le susurró por lo bajo, a la Toyana, Piedrasanta, multiplicado en atender a los que entraban a beber cerveza, tragos, aguas, mientras su mujer con el ayudante despachaban a las mujeres que venían a la pulpería en busca de víveres, no se fueran a escasear con la bulla.

– ¿Ya tienen la noticia? -entró preguntando el gangoso-. La Compañía ofreció sus líneas para que los trenes circulen libremente, y en el Comisariato están regalando ropa. Ya empezó la guerra…

– ¡No puede ser! -exclamó el oficial, y agregó-: Por fortuna que con estos cinco ases me limpio de todo lo que debo y a la Comandancia -hubo suspenso, movió los dados una y otra vez en el cubilete sudoroso y soltó los dados-. Señores, están servidos… Cinco ases…

– Suerte te dé Dios, hijo… Bueno, teniente, ya sabe que Hipólito Piedrasanta lo espera para la revancha, antes que lo movilicen.

Pedro Domingo Salomé se presentó al cuartel, antes de terminar su franco, pero allí por lo visto no pasaba nada.

– ¿Qué anda haciendo, teniente? -le preguntó Bostezo desde su despacho.

– ¿Da su permiso, mi comandante?

– Pase…

Le informó lo que pasaba en la plaza, el cabildo abierto promovido por el alcalde y el juez…

– Es como si lo hiciera la Compañía… -se le oyó decir entre un bostezo y otro.

También le informó lo de los trenes, puestos a disposición del gobierno por la Compañía, en caso de movilización general y de la distribución de ropas en el Comisariato.

– De paso que el bestia ese del telegrafista intentó suicidarse y sólo se maljodió. Tendré que pedir a uno de los operadores…, pero no, no puede ser de la Compañía ni del Ferrocarril…

– No hay necesidad, jefe; yo estuve en el telégrafo y creo saber tanto como Polo Camey.

Bostezó antes de preguntarle con desconfianza:

– ¿Usted?

– Sí, yo…

– El suplente fue al hospital a ver cómo seguía. Dicen que dejó una carta para las autoridades. Vaya, Salomé, ahora que me cuenta que el juecedto anda por la Municipalidad preparando el cabildo abierto, y en su despacho debe tener esa carta. Si está cerrado éntrese por la ventana. La recoge y me la trae.

Giró el teniente sobre sus talones y fue casi corriendo para llegar antes que el juez volviera a su despacho. Allí bajo el cartapacio, estaba oculta la carta de Polo Camey. No era tinta roja, era sangre lo que la manchaba. Sangre que desde sus venas cortadas salpicó el sobre como lacre humano.

El comandante la arrebató de sus manos y antes de entrar en su despacho para abrir el sobre y enterarse de su contenido, bostezó y le dijo que tomara arresto por andar vestido de paisano.

– ¡ Aaaguacates!

– ¡Las tortillas con queso!

– ¡Los chiles rellenos!

– ¡Limones!

– ¡Los tamalitos de helote!

– ¡Los de loroco!

– ¡Mangos!

A los costados del convoy detenido en la atmósfera de horno de Río Bravo, las indias, limpias como los regatos en que acababan de bañarse, ofrecen sus comestibles a los viajeros.

– Arroz, ¿vas a querer? Arroz con gallina…

– Huevos duros…

– ¿No va a comprar la enchilada? ¡Las enchiladas!…

– ¡Arroz con leche!

– ¡Café! ¡Café con leche! ¡Café caliente!

Y las manos de los viajeros, descolgadas desde las ventanas del tren, recogían de las vendedoras lo que apetecían de aquel mercado que en dos rías pasaba bajo sus ojos de lado y lado de la línea férrea.

– ¡Las cervezas!

– ¡El pan de maíz!

– ¡Los cocos!

En el esplendor metálico de los ramajes, árboles de grandes hojas en forma de corazones verdes, las guacamayas vestidas con los colores del arcoiris tropical, parlotean como si repitieran las voces de las vendedoras de frutas y comestibles y ya no se sabía si eran las guacamayas o las indias de huipiles de sedas de vivísimo matiz, las que seguían las ofertas:

– ¡Horchata… a cinco el vaso!…

– ¡Los rellenitos de plátano!

Y en trenza se mezclaban las voces: ¡melón!, ¡papaya!, ¡chicos!, ¡guayabas!, ¡guanábana!, ¡anonas!, ¡caimitos!, ¡jocote marañón!, ¡zapotes!, ¡guineos!, ¡guineo morado!, ¡guineítos de oro!…

Y otros refrescos:

– ¡Tiste!

– ¡El chian!…

Unos bajaban, otros subían a los vagones que pronto iban a reanudar la marcha, dando colazos en las vueltas de aquella peregrina trocha angosta que trepaba igual que una escalera de caracol de la costa hasta las cumbres.

– ¡El loro!

– ¡Periquitas!

– ¡Los cangrejos!

En bejucos verdes ofrecían rosarios de cangrejos con los ojos inmóviles y las tenazas en movimiento.

Tosidas de basca. Otras más secas. Más toses. Risotadas. Dicharachos. Chencas de puros. Cigarrillos finos. Escupitajos. El tren a la espera de la campanada que anunciaría el momento de seguir.

Si se tarda más no llega.

– ¡Muy buenas, mi teniente! -saludó un pasajero a Salomé.

– ¡Muy buenas! -contestó éste a tiempo de trepar al estribo.

– ¡Apúrese, apúrese, que si no se va a ir… quedando!

– ¡Me agarró el tiempo!

– Quedan unos minutos para que enganchen… Ya engancharon…

Bajo los carros se oyó pasar por los tubos el resoplido del vapor de agua.

– ¿Se lo llevan de por estos lados, teniente?

– ¡Ojalá!

El tren cabalgaba por la planicie que de lado y lado se extendía hasta el infinito. Nubes con suavidad de peso blanco bajaban a ramonear el pasto. El cruce de un río, por un puente, interrumpía la monótona marcha del convoy al aguacalarse el eco de los redondos mundos metálicos y concéntricos en que avanzaba a toda velocidad.

Pedro Domingo Salomé, teniente de infantería, llevaba sobre su persona, en un sobre lacrado y sellado con el sello más grande de la Comandancia, la carta que escribió Polo Camey, antes de cortarse las venas.

– Dicen que va haber bulla… -se acercó a decirle el que le saludó al llegar al tren-. Allá abajo es la voz que anda, que ya la guerra está… Yo me vine porque tengo a mi familia en la otra costa y mejor estar cerca, no lo agarren a uno con la familia desperdigada los acontecimientos, ¿no le parece? Y si hay buruca que sea de una vez por todas, hay que pararles las patas a esos asoleados.

Salomé vio a lo lejos, en la plataforma del carro en que iba, a Pío Adelaido Lucero. El muchacho, asomado a la vía, el sombrero en la mano y el cabello al viento, no se dio cuenta cuando aquél acercósele e hizo como que le empujaba al mismo tiempo de agarrarlo.

– Los hombres no se asustan…

– ¡Yo sí me asusté! -confesó el muchacho, pálido y con el corazón saltándole, que no le cabía en el pecho.

– ¿Y el papá?

– Va dos carros adelante…

– Déle mis saludos, y nada de estar sacando la cabeza a la vía porque es muy peligroso. Puede haber un peñasco o el travesaño de un poste y se mata.

El teniente Salomé volvió a su asiento. Un cigarrillo para pensar. El tren llega a las seis y media de la tarde. De la estación al Ministerio de la Guerra. Sólo a entregar y de allí al hotel. Sólo a dormir, para volver mañana. Esa era la orden. El sobre lacrado bajo el paño de su guerrera tronaba igual que si llevase una tempestad adentro.

Seguido de su hijo venía Lino Lucero. Dejó que se acercaran para levantarse a saludar.

– Mucho gusto… -Se iba a poner de pie, mientras Lino le apoyaba en el hombro la mano izquierda, para impedir que se levantara, y con la diestra le estrechaba la mano calurosamente.

– ¿Para dónde la tira? -preguntó Lino, al tiempo que el teniente se corría en el asiento, para dejarle lugar al lado suyo.

– A la capital; ¿y ustedes?

– ¿Va en comisión?

– Así dicen…

Pío Adelaido, aprovechando que ellos conversaban, escabullóse hasta la plataforma, para recibir en la cara el golpe del viento. Por lo menos ser aviador. Ir así, así como él iba, pero entre dos alas. Se le cerraban los ojos con el ardor del golpe del aire y tras cubrírselos con los párpados unos segundos volvía a abrirlos. No debía cerrar los ojos si quería ser aviador. Luchaba por sostener las pupilas expuestas al viento, al polvo, al humo. El olor del viento cuando salía el tren a campo abierto era distinto de cuando se encallejonaba entre túneles de peñas. Un aterrizaje. Sí, el olor de las peñas le daba la sensación de aterrizar. El paisaje se borraba. La pista. Y el convoy fugándose, y de nuevo campo, el convoy sin rieles, volando, sin ruedas, como un gusano que fuera sostenido por pequeñas alas de mariposas de humo…

– En la peluquería lo contaron -decía Lino al teniente Salomé-. Quién no recuerdo, pero allí lo contaron. Habíamos varios. No recuerdo quién lo contó. Con todos sus detalles. El submarino se vio aparecer en alta mar. Esto fue el lunes. Miércoles el submarino volvió a salir a flote. Después se supo desde que le comunicaban datos precisos sobre la situación de las defensas en el Pacífico del Canal de Panamá.

– Eso es muy grave -dijo el teniente- y me parece que si Polo Camey lo hacía…

– Por eso se suicidó…

– Sí, decía yo que si Polo Camey lo hacía obraba por su cuenta, sin autorización del gobierno.

– Desde luego que sin autorización del gobierno, pero no estoy de acuerdo con usted en lo demás. Camey no obraba por su cuenta.