– ¡No seas exagerado, Macario! -gritó la señora Ignacia, y luego en tono natural-: Les guste o no, tenemos que acostumbrarnos a vestirnos así, porque si llegamos allá con las trendas naguotas van a creer que somos gitanas.

– Dudo que algunas entren por el aro. Vos, Gaudelia, y la señora Corona, no van a entrar por eso… -expresó Bastían, entre serio y sonriente, buscando los ojos de Macario, esposo de esta última, el cual asintió con la cabeza ya diciendo:

– Mi mujer, la Cotona…, sólo que la hagan de nuevo… Son como los indios que se bañan en los «temaxcales» desnudos. Ahora, porque no las pudo ver bien con el mal de ojo, y porque tal vez de veras creyó que venían en calzoneta…

– No, pero veníamos con un aparato para oír llover -dijo la señora Arsenia, socarrona, para dar a entender que oían como caer la lluvia la insistencia de lo de las calzonetas en boca de Macario. Y remató-: Para la Co rona, todo lo que no es rezar y dormir, es el infierno…

– Cada quien con sus creencias -intervino Juan Sostenes, sin apartar los ojos de la fritanga, y tuvo que escupir para seguir hablando, porque tenía hecha agua la boca de tanto ver el guiso-, pero si por allá la moda es así, mi mujer tiene diez veces razón. ¿Cómo van ir ellas con las naguas como espantos, donde todas andan con la ropa corta?…

Gaudelia, mientras Macario llenaba de nuevo las copas, creyó oportuno devolver a la Arsenia la chifleta que por su modo de ser piadoso le lanzó a la pobre Corona:

– Pero no sólo la ropa habrá que acortarse, también el pelo… El pelo bien tuzado… y los nombres, porque como dicen los Lucero, no son muy apropiados que se diga nuestros nombres para el mundo elegante… Arsenia, por ejemplo, habrá que llamarse Sonia y María Ignacia, Mary…

– ¿Y usted cree, Gaudelia, que con eso nos asusta? -contestó en el acto la señora Ignacia-. Yo seré Mary y Arsenia, Sonia, nombre ruso, como vino en aquella película…

– Bueno, pues ya tendrán ustedes nombre de gente rica, para alternar con la gente bien, y vamos yendo, Bastían, que se me está abriendo el apetito con la fritanga…

– Si es por eso que se queden a comer -se oyó la voz queda de la señora Corona que se había levantado del sillón en que rezaba, para venir a dar una vuelta a la cocina.

– ¡Qué bueno que se animara, Corona, pero no le aconsejo que se quede aquí en la cocina, es mucho el calor y el humo!

– Vine, Gaudelia, porque Macario quedó de ir a casa del doctor, para traerme un colirio.

– Es verdad. ¡Qué cabeza la mía!

– Bueno, pues; salimos con usted, Macario… Donde hay botella a los maridos hay que sacarlos amándolos, Corona…

– Siempre es por una ella… -dijo Juan Sostenes.

– Aunque mal me pague, bella… -agregó Bastián pasando el brazo por la cintura de su esposa, para marcharse con Macario.

Una que otra pringuita de oro en el cielo cubierto de nubes y el calor más fuerte. Siempre pasa así después de los chapuzones. El vaho se alza del suelo como del cuero de una bestia que no se acaba de enfriar nunca. Los ruidos de las máquinas del tren balastrero. Las luces de las casas. El contento de encontrar la hamaca y el sueño. Músicas surgidas del silencio, pequeñas músicas humanas, discos, radios… Nada en medio de la gran orquestación de las especies que al vivir dan sonidos, porque viven de volver música su sangre, música su amor… Sonidos, madejas de sonidos…

Por allí andaba la noticia de las tierras… Las tierras empezaron a andar en las noticias… Y eso enloquece a los hombres… Que las iban a regalar… Que las iban a repartir entre los más pobres… Que las iban a dar arrendadas… Arrendamientos largos y más de apariencia, porque sería muy poco lo que se pagaría por ellas… Que las iban a vender por la tercera y cuarta parte… Parientes, amigotes, allegados, conocidos de Cojubul y los Ayuc Gaitán se paseaban con la noticia en la boca, seguros de salir favorecidos en la repartija de tierras que para qué las querían ellos siendo tan ricos, yéndose a vivir al extranjero. Las van a repartir…, las van a regalar…, sin costo…, así no más… Habrá que pagarle al notario…, pero no será mucho… Y son buenas tierras…, buenas plantaciones en producción…

– Vine a que me deschivara el maistro, pa tener la cara limpia en la puja de las tierras -entró diciendo al Piedrasanta, donde vendían de todo y hasta cantina había, Chacho Domínguez.

Por la puerta de la cantina entró. Venía con ganas, humeando como chimenea un tabaco de alcurnia que mercó en el Comisariato.

– Pero sin las chivas se te ve el machetazo, vos, Chacho -le dijo Piedrauta, adelantándose por detrás del mostrador, para ver qué le servía.

– De cierto que se me va a ver feo este amaguito… -y se pasó la punta de los dedos por un costurón que le agarraba de medio carrillo al cuello, cicatriz de un machetazo que no lo tendió y si no se meten tiende al otro.

Sí, hombre, las barbas algo mucho le disimulaban…

– ¡Pues qué se ha de hacer, vos, Piedra, fue un amaguito a la vida!… Y por su salud quiero tomarme un cristal de aguardiente… ¿Tenes mangos verdes para darme de boca?…

– Algo habrá, Chacho… ¿No le gusta el queso?…

– Si es de Zacapa, de allá soy yo… y es como darme de boquita mi propia tierra…

Y tomando la copa de licor, antes de echársela al gaznate:

– Hasta el santo guaro se calienta en la costa. Es espíritu…

– ¿Y ahora va a ser lo de las tierras? -preguntó Piedrasanta, mientras aquél se bebía el trago, y al tiempo de alcanzarle una pailita con dos rebanadas de queso blanco, esponjándose de puro rico.

– Pues así dicen. Yo vengo dispuesto a la puja. Si no suben mucho, algo quiero comprar.

Otros parroquianos entraban. Todos, por lo visto, venían al mandado de Chacho. El trago a la barriga, la escupida en el suelo, y un débil suspiro, al tiempo de llevarse la mano a la cintura de donde les colgaban el cincho con tiros y la pistola, para dejar el brazo en jarra antes de pedir el segundo. El segundo es antes que el tercero y el tercero antes que el cuarto y el cuarto antes que el quinto, según explicaron.

– Pero ya cuando uno está bien acelerado, no hay tales cuentas -dijo Chacho-, todos son igualmente iguales… y no hay el último porque se llega al de «Timoteo, no te veo si te veo y si te veo no te veo, Timoteo».

La plaza estaba vidriosa de sol, de sol tieso, de sol almidonado, cortante. Grupos de gente de campo, amplios sombreros, calzón, camisa, y de jinetes que iban llegando, cuidadosos de rienda para no atropellar a los que se movían de un lado a otro, caites, pies descalzos, en espera del reparto de las tierras. Para los labriegos se trataba de una distribución gratuita -así lo oyeron decir y repetir- y como no sabían leer mal podían saber lo que decía el anuncio pegado a la puerta de la Municipalidad que empezaba con estas palabras: «Venta de tierras al mejor postor». Y aun sabiendo leer, no lo habrían creído, porque no les convenía creerlo y lo que está escrito, cuando no conviene leerlo, aunque diga lo que diga, no dice nada.

Los Ayuc Gaitán llegaron en caballos de alzada y Bastían Cojubul en un automóvil largo como una locomotora, capota frista, ruedas blancas, con muchos pedazos plateados. El juez y el alcalde les esperaban. Don Pascual con el bastón de borlas negras y mango de plata.

Un caballo entero interrumpió el exordio que hacía el juez sobre los beneficios de la tierra dividida, para acabar con el latifundio. El animal, tras enseñar los dientes, en un relámpago de marfil y espuma, se apelotonó como un trueno en la nube de su hermosa piel brillante, para saltar crinando, bestial como el deseo, sobre una yegua. Gritos, ayes, voces, peones ágiles saltando igual que peces voladores, para arrendar al animal enloquecido…

– Mal empezó la cosa -dijo Piedrasanta a su mujer; ambos estaban parados en la puerta de su negocio que daba a la plaza, no lejos de la Alcaldía -, y va a acabar peor… Oí lo que están gritando…

– Repártanlas…, repartan las tierras… Repártanlas…, repártanlas…, repartan las tierras…, repartan las tierras… Repártanlas…, repártanlas…, repártanlas…

Todo lo que no respondiera a la exigencia campesina fue dejando de existir. Callaron al juez. Se acabó la autoridad del alcalde. Las primeras piedras empezaron a golpear el automóvil de negro y plata, donde esperaba la familia Cojubul.

– … repartan las tierras…, repártanlas…, repártanlas…, repártanlas… Repartan las tierras…, repartan las tierras…, repártanlas…, repártanlas…

El grito unánime se hizo horizonte, plata, techo, casa, suelo, cielo, gente, gente que seguía en la brecha:

– … repártanlas…, repártanlas…, repártanlas…

El zafarrancho duró poco, menos que el salto del caballo entero hacia la yegua, pero cuánto destrozó, entre puños de tierra que eran como nubes de pólvora, piedras, palos, cascaras de cocos vacíos, botellas de cerveza…

– Y es que el caballo sólo dos tenía -dijo Chacho al volver al mostrador de Piedrasanta, alegres los ojos por lo sucedido-, y cada uno de estos paisanos como que anda tres…

– Por fortuna se metió la escolta -exclamó Piedrasanta.

– Por fortuna o por desgracia… Al baboso ese de Cojubul le hicieron cisco el automóvil…

– Pero eso, Chacho, es como quitarle un pelo a un gato…

– Pero algo que saquen… Querer vender la tierra que debían regalar… Atropello más manifiesto nunca se ha visto… Ellos, que son inmensamente ricos, a gente que es inmensamente pobre… Pero es el esquilme… Y dame un trago antes que se me amargue la boca… El guaro es dulce cuando sirve para tragarse las injusticias, vos, Piedra, porque nada es más amargo que la injusticia.

XIV

El comandante estaba aquella noche más enigmático que nunca y más digno de su apodo. Le llamaban Bostezo. Hablaba de la guerra en términos vagos, bien que al parecer esta vez no era con los asiáticos, que avanzaban por el torrente circulatorio del mundo como microbios -millones y millones- y atacaban por sorpresa valiéndose de masas humanas disciplinadas y suicidas. No. Esta vez era una guerra más real, más inmediata, más en la carne.

El teniente se tendió en la hamaca y quiso dormir; el calor lo aplastaba y lo dejaba despierto; dormitar, siquiera dormitar, hallarle postura al cuerpo.

La guerra. Bostezo, siempre que él hablaba de pedir su baja, se salía con lo de la guerra. No, pero esta vez algo más había en sus palabras. Al que solicita la baja en esas condiciones se le fusila por la espalda. Cerró y abrió los ojos. Se le fusila por la espalda. El chubasco se aproximaba. Por eso hacía tanto calor. Cierto como esa guerra que se les venía encima. Cortinas de aguaceros en formación cerrada. Por el techo y las paredes de madera colábase la lluvia en polvo. Alcanzó el capote y se lo echó encima. La guerra. Los asiáticos pueden navegar en la lluvia y caerles como desembarcando del interior de un aguacero. Así como en sus tapicerías se ven dragones entre hilos de oro, dragones y guerreros -no se sabe qué son más grandes: sus bigotes, sus colmillos o sus cuchillos-, así podrían aparecer bordados entre los hilos de la lluvia. Se adormeció. La balanceadora de las gotas golpeando las láminas del techo. Una batalla resonante, lejana, lejana en la medida en que se fue volviendo batalla de su sueño. Soñaba que estaba despierto, que estaba despierto y que se dormía y que dormido combatía contra los que en mala hora defendió de la exigencia campesina, humana, exigencia de raíz sin tierra. ¿Por qué cambio en el compás de los relojes eternos luchaba ahora de parte de los hombres que ayer contuvo, por principio de autoridad, ordenando a los soldados cargar armas? Y habría dado la voz de «¡Fuego!», si aquellos enloquecidos no se detienen ante la boca de los fusiles… «¡Fuego!»…