– Estos son, Gaudelia -le dijo a su mujer-, los últimos fumes sabrosos, porque en el extranjero solamente se fuman esos otros tabacos perfumados y muy suavecitos.

– De muchas cosas debes irte despidiendo, Basriancito…

– Menos de vos, Gaudelia, porque dicen que primero nos van a llevar a los hombres para ver de tenerles a ustedes casa donde estar…

– Y también tendrán que ver lo de las escuelas para los muchachos… -y cortando una pausa larga interrumpida por las chupeteadas a fondo que Bastían daba a su cigarro de tuza, añadió la Gaudelia -: ¿Te acordás, Bastiancito, de cuando nos venimos de tierra fría a la costa?… ¡Cómo era distinto de ahora que nos vamos!…

– ¿Por la juventud, decís vos?

– Por todo, Bastían, por todo… El dinero es el verdaderamente impautado. A vos, a mí, a los hijos, a todos nos tiene cambiados. Así debe ser cuando se hace pauto con el demonio. ¡Dios sea con nosotros!, y no sé si vos te has puesto a pensar en que ahora sólo decimos quiero tal cosa y allí la tenes a tu disposición. Antes, Bastián, cómo nos costaba, cómo entreveíamos las cosas más sencillas, ambicionándolas, cómo nos las conversábamos, cómo soñábamos con tener algún día nuestra comodidad, y los hijos con tierras propias sembradas con buen guineo.

– Es mejor no pensar en nada de eso, mujer…

– Si se pudiera contrapensar, Bastián. Antes, cuando mi madre que de Dios haya contaba lo de los impautados, yo creía que eran exageraciones de señora crédula y anciana, chocheras… Pero a la larga me vengo a convencer carne propia que era muy verdad, cierto, puro cierto aquello de que el impautado no tiene más que decir: «¡Quiero esto, Satán!», y al pronto, en menos de lo que parpadea, lo tiene. Desde que les comunicaron a ustedes lo de la bendita herencia no hay cosa que yo no desee que no se me dé… Esto quiero, dicen mis hijos, y allí lo tienen, y vos ya no sabes qué pedir: antojos, caprichos… Lo malo es que a los ricos, ricos, se les muere el deseo…

– Por eso, Gaudelia, no me entra en la cabeza, no me explico la actitud de los Lucero… Esto de seguir de pobres en sus trabajos como si no hubieran heredado, cerrar sus puertas a la caridad y disgustarse, disgustarse con nosotros porque nos vamos a viajar al extranjero y a que nuestros hijos queden en colegios de por allá…

– Es raro que estén así… Salvo que a ellos, debido a quién sabe qué fuerza -hay tanta brujería y no debes olvidarte que la Sara Jobalda es madrina de Lino-, que a ellos no les hubiera agarrado el maleficio, y sólo nosotros fuéramos los impautados…

– No hay maleficio que valga, Gaudelia, lo que hay es que ésos son negados. Asimismo se comportaron tus hermanos cuando nosotros arrancamos para la costa. Hace tantos años que allá lejos me acuerdo. Ser joven es no tener recuerdos, y por eso ya somos viejos, muy viejos. La verdad es que no tendríamos cómo agradecer al señor Cucho, mi padrino, que con su voz de dañado nos aconsejó bajar a la costa… «¡No seas animal, Bastiandto! -me decía el pobre que en gloria esté-. Estar trabajando aquí donde la tierra no da… El porvenir de ustedes está en la costa.» Y tuvo visión el hombre… Diz que los tísicos oyen más que nosotros, pero también deben tener aguzado el sentido de la vista… ¡Si el padrino nos viera ahora millonarios!…

– Tenes sobrada razón. Entonces, mis padres, mis hermanos, mis gentes, veían al señor Cucho tu padrino, como la encarnación del diablo, y estas tierras verdes, como lugares de perdición del alma…

– Hasta el habla me quitaron tus hermanos, y Juan Sostenes pensó hasta puyarme con tal que no te trajera a malaventurar… Y pensar, Gaudelia, que ahora a ellos también, por habernos hecho caso de venirse a la costa, también les alcanzan los millones…

– No digas así sólo «los millones» porque luego pienso en lo de «los millones del diablo», y se me espeluca el cuero…

– Volviendo a los Lucero, ellos ahora están en el papel de tus hermanos. No quieren que arranquemos de aquí para el extranjero, no sienten ambición, la ambición de mejorar…

– ¿Otro cigarro es ése o es el mismo?

– Otro. Quién sabe la porciúncula de tiempo que voy a pasar sin uno de éstos, aunque vos procurarás mandarme mis ataditos para que no me falte el gusto, y cuando te vayas cuidado se te olvida una piedra de alujar y algunas buenas tusas. El tabaco cernido se puede llevar en frasco. Donde las Domingas lo compras, y que te lo den bien curado, picante y dulce. A mí me gusta curado con miel de panal…

– Luego te vas a acostumbrar a fumar lo que ellos fuman…

– ¡Eso de acostumbrarme a lo que uno no quiere es de pobre: vos sí que seguís siendo infeliz!…

– Esa… Bastían, ya te lo dije ayer y esta mañana también te lo hice ver: desde que te platearon has empezado a tratarme desconsideramente, y eso no me gusta ni tantito. ¡Groserías de rico, no! Todos los ricos tratan mal a sus mujeres, porque les cuestan sus pesos, son mujeres para ellos darse el gusto; pero entre nosotros no hubo nada de eso nunca, dado que yo te ayudé a trabajar, y por ese camino del menosprecio no vamos a llegar muy lejos: yo te conocí pobre y te quiero como eras, sin palabrotas, sin ínfulas, sin bestialidades. Si te caigo mal, yo no soy como las ricas que con tal que los hombres les den, les aguantan todo: yo tengo mis manos y aunque vieja… a mí nadie me ha mantenido…

– ¡Perdóname, Gaudelia… -se acercó a acariciar a la mujer que sollozaba-, es que estoy nervioso, con la cabeza en cien cosas, y vos que no sé por qué te has puesto resuceptible!

– A la dignidad le llaman ponerse uno suceptible. Como no me dejaba que me ultrajaras, pues así como me decís infeliz…

– ¡Hablen en voz alta, parece que están en rezo de iglesia o confesando sus pecados! -entró diciendo Macario Ayuc Gaitán, con todas las cuerdas bucales en vibrante sonido.

– Si así hemos hablado siempre, ¿por qué vamos a tomar el modo de hablar a gritos? -le contestó Gaudelia, enjugándose las lágrimas con el vello del brazo desnudo que se pasó por los ojos.

– Será necesario, Gaudelia -intervino Bastían, su marido-, porque entre la gente pudiente, aunque sea de aquí del país, se acostumbra a hablar como ellos, vociferando…

– Ese nuestro hablar bajito y como comiendo liendres, se acabó -dijo Macario-. Entre los gringos se hablan como si todos fueran sordos y así hablaremos nosotros… Sólo las razas inferiores hablaban como nosotros, con miedo, como Pedro por los rincones…

– No sé qué decir, Macario -argüyó la Gaudelia -, pero las gentes educadas no levantan la voz nunca…

– Eso era antes, cuando nosotros crecimos: ahora, Gaudelia, hablar es mandar y hacerse obedecer en base a que se puede porque se tiene con qué…

– ¿Cuándo será el viaje, vos, Macario?

– No hay fecha, Bastiancito, pero será luego que se arreglen algunas cosas y entre éstas, lo de las tierras. Y por eso vine. Vamos a juntarnos allá en mi casa, si te parece, para arreglar, de acuerdo con el alcalde y el juez, qué vamos a hacer con las tierras que nos pertenecen. Las que eran nuestras, de nuestra propia propiedad nuestra, desde antes, y las que heredamos, que también son nuestras de nuestra propiedad propiamente propias.

– ¿Y a qué horas se van a juntar?

– Dijeron a las seis de la tarde, pero si llegaras antes y fuera la Gaudelia para que le hiciera un poco la moral a mi mujer.

– ¿Qué le pasa a la Corona?

– La pobre, Bastían, con sus ojos que, como vos con la nube, no hay cacha que se mejore.

– Pero ahora, menos que menos alarmarse por eso, si en Estados Unidos hay grandes médicos para los ojos; yo me pienso operar la catarata, si ya está de punto.

– No muy quiere irse. Vieran ustedes. Se ha enfermado más de llorar que del mal que ya tenía. Llora y llora…

– La considero -dijo la Gaudelia -, porque las que no lloramos, llevamos el pleito de chuchos por dentro.

– Menospreciar lo que la fortuna nos ha ofrecido, es el peor pecado -exclamó Macario.

– No es menosprecio ni cosa que se parezca…

– Allá vamos a llegar, Macario. Es a las seis. Y la Gaudelia procurará consolar a tu costilla, que lo que tiene es que debe estar desmoralizada pensando en saber cómo es allá… Yo le digo a mi mujer, no pensemos cómo es por allá, hay que hacer como cuando uno se muere; cierra los ojos y hasta nunca.

– ¡Lo único malo -dijo Macario- es que vamos viejos y algo estropeados!

– ¡Ve qué grosero! -protestó doña Gaudelia.

Rieron todos, y Macario aproximóse a una alacena buscando un vaso para beber agua. Apuró hasta la última gota y dijo:

– Bueno, allá los espero.

En el comedor, largo como un túnel, de la casa de Macario -al centro una mesa de pino que empezaba aquí y terminaba allá lejos-, se reunieron para hablar de las tierras el alcalde, el juez, los hermanos Ayuc Gaitán y el señor Bastían Cojubul, que fue llegando a lo último.

Venía del cuarto de Corona, esposa de Macario, donde ésta le recibía la visita de Gaudelia, su cuñada; era hermana de los Ayuc Gaitán.

– Está muy en lo oscuro, Corona…

– Prefiero así…

– Pobrecita…

– El mal de ojo, Gaudelia, ya no me deja en paz. Siento como si me estuvieran echando fuego, y tengo peor que ardor de chile en las orillas de los párpados…

– Es que no se ha hecho el agua serenada, Corona, y mejor sería en quizá el agua de malva. Y estar sólo llorando, por ser la lágrima, la sal de la lágrima lo que más inflama, le va hacer mal. Con llorar nada se remedia. Sólo se empeoran las cosas, porque usted enferma para qué sirve.

– Sea por Dios, Gaudelia, sea por Dios…

– El llanto tiene mal pábilo. Por eso enferma llorar mucho. Un rato pasa, pero ya todos los días… ¿Qué es eso?… La pena está en el corazón quemándose y el pábilo es el que sale a los ojos y quema al gotear como si fuera lágrima de candela ardiendo. ¿No vido, mujer, a Nuestra Señora Dolores? ¿No vido que le aparentan las lágrimas con chorretitos de cera?

– Todos estos días, estoy muy apenada. De todo me aflijo, de todo me sacudo, y lloro…, lloro, porque sólo así me alivio la opresión que siento… -calló un momento y siguió en voz muy baja-: Me aflige ver disvariar a Macario, tan acostumbrado a ser cabal en todo, verlo echar por la ventana, no sólo las materialidades, que eso al fin y al cabo, como yo digo siempre, de eso no se lleva uno nada cuando se muere, sino lo que nos representa, nuestra manera de ser humilde, nuestro gusto por el trabajo y hasta nuestras santas creencias…