Estaba extenuado, tremante, lívido hasta los labios. Juan Lucero y Rosalío Cándido junto a él.

Juan Sostenes Ayuc Gaitán, irguiéndose en sus piernas de horqueta intentó hablar, pero apenas dijo:

– Este Lino, nunca fue cuerdo… Le faltó siempre un tornillo… Memoren lo de su pasión por la Sirena, aquella mujer-pescado que veía cuando despertaba abrazado a los bananales… Decía que los bananales eran mujeres…

Un corro de risotadas. Habría corrido sangre, si no corre la risa. Un paréntesis. Las piernas, en forma de paréntesis, de Juan Sostenes, dejaron pasar un respiro de mofa alegre, en medio de la tensa atmósfera.

– De todas maneras, el juez debía estar aquí, para levantar el «Por cuanto…».

– Otro protector… -dijo Juan Lucero, encarándose al comandante.

Este hizo oídos sordos y descendió seguido del subteniente, a sabiendas de la pelotera que se iba a armar y que se armó. Los de la marimba salvaron el instrumento sacándolo por la puerta de atrás. Los Samueles libraron las guitarras y los de la banda del circo, con los instrumentos destemplados, calientes de soplido y saliva, buscaban al alcalde para cobrarle, pero éste desapareció con las cirqueras, porque al producirse el escándalo fracasó el plan de Polo Camey, el telegrafista, y la que andaba con el supuesto millonario, Juventino Rodríguez, se volvió a «Semírames», temerosa por su hermana.

– Adiós, Juambo… -murmuró Toba a la puerta de las «yardas», donde estaban las viviendas, oficinas y dependencias de los empleados de más categoría.

– Adiós, Toba, hermana…

– Madre viva, padre enterrado aquí, decir Anastasia; tú no perdido comiera tigre, regalado míster…

Por la puerta del servicio colóse el mulato en busca de los zapatos del amo. Buena saliva traía ahora para lustrarlos. Saliva de haber hablado con su madre, con su hermana, con él mismo, porque él estuvo hablando con él, mientras hablaba con ellas. El primer zapato listo. Un espejo. El otro ya iba quedando igual. En el baño se oía la ducha. Patrón ya levantado. Muy temprano. ¿Qué pasaría?

– Buen día, jefe…

– Buen día, Juambo. ¿Anduviste por allí?

– Sí, fui a ver bailar en ese lugar que le llaman «Semírames».

– Alegre se oía. Quemaron muchas bombas…

– Alegre principio; pero las fiestas terminan siempre mal.

– El licor es mal consejero, Juambo…

– No, no fue por eso… Fue por un discurso que dijo un tal mandando al comandante a la misma…, ya sabe usted dónde…

Sonó el teléfono. A galillo abierto se pasó, al dejar el audífono, un vaso de jugo de naranja con huevos crudos, una taza de café negro con crema y media tostada.

Ardían las cosas. Ya ardían. Y no eran las ocho de la mañana. El pasamano de la escalera, el bajar de la casa, quemaba. Las gradas de madera y el cemento de las fajas tendidas entre las casas, también quemaba. En los céspedes bailaban abanicos de agua aspersándolo todo. El avión en que habían llegado esperaba, con su línea de pájaro gigante, dibujado contra el azul profundo.

La opinión del viejo Maker Thompson, a quién seguían apodando El Papa Verde, fue contraria a la del vicepresidente de la Compañía, en aquella reunión matinal celebrada a puertas cerradas con los gerentes y el juez. El vicepresidente se oponía a que la «Tropical Platanera, S. A.», se inmiscuyera en lo que consideraba parte de la vida privada de los accionistas. Nuestro deber quedó cumplido al entregarles la herencia. Lo demás es cuestión de ellos.

– La conducta rectilínea en estos negocios, y creo tener más experiencia que el señor vicepresidente, no da buen resultado en Centroamérica, no sé si es por la geografía, por el paisaje, pues en la América Central, como verán ustedes, domina la línea curva en todo y fracasan los que toman el camino derecho. La adaptación de nuestra mentalidad rectilínea, de nuestra conducta vertical, de nuestras empresas a peso de plomada, ha sido indudablemente una de las conquistas de nuestra Compañía. En Centroamérica, física y moralmente, hay que seguir por el atajo curvo buscando la línea de la conveniencia, ya se trate de construir un camino o seducir a un gobernante. Y en este caso, ya que hay un mal entendido entre los herederos, no queda sino favorecerlo, apoyando a los que están con nosotros.

– El mal entendido -habló el juez- no lo van a provocar ustedes. El disgusto latente ya existe, es eterno entre los herederos. Si lo sabremos los abogados… Lo que la Compañía hará es aprovecharlo, como en escala mayor se aprovecha el mal entendido entre los cinco países que forman la República Federal. La misma herencia y cada cual tirando para su lado.

– Déjelo en mis manos -zanjó el gerente de la Divi sión del Pacífico- y lo que sí aseguro al señor vicepresidente, le aseguramos con el señor juez, es que los herederos que se llaman Ayuc Gaitán y Cojubul marchan a los Estados Unidos y allá se quedan por mucho tiempo…

– Y de esos Lucero -añadió el juez- marche el señor vicepresidente tranquilo, que yo me encargo: no yo, las leyes; ley sobre herencia, impuestos acumulativos, ausentismo -porque si no se ausentan los ausentamos- y contribuciones que siempre hay tiempo de procurar que vote el Congreso. Si un rico quiere ser rico debe portarse como rico, y en ese caso el Estado lo ampara, le dan las autoridades los medios legales para aumentar su capital, pero éstos que sobre ser ricos quieren ser redentores…

– El caso de Mead… -dijo Maker Thompson.

– El caso de Mead -repitió el juez-, que si no lo recoge ese piadoso «viento fuerte» acaba crucificado…

– ¿Crucificado por ustedes? -indagó el gerente.

– Por nosotros o por cualquiera, crucificado, fusilado, ahorcado.

– No, amigo… -intervino el vicepresidente-, Stoner ser ciudadano norteamericano… Cristo no ser ciudadano norteamericano, por eso haberlo crucificado…

– ¡Manos a la masa!… -exclamó Maker Thompson-… ¡Y hay que maniobrar con máximo cuidado porque no es harina, sino oro, y el oro se llega a convertir en alto tan delgado, tan infinitamente delgado, que acaba por ser un viento rubio, viento que de aquí va caluroso, pero que en la Casa Blanca y en el Congreso, al llegar a las riberas del Potomac, sopla muy fresco!

XIII

Escobas, sacudidores y agua devolvieron a «Semírames» de buena mañana su ambiente hogareño quitándole el aspecto de zarabanda triste que le quedó de la fiesta. Casi detrás de los invitados, escaparon como pudieron entre el discurso y la que se armó. Empezaron las escobas a bailar por los pisos, regados previamente para que no se alzara mucho polvo, por los patios, por la calle, frente a la casa, y luego los sacudidores a trabazo limpio o sobando muebles, puertas, ventanas, espejos, cuadros, floreros, todo nuevamente en su lugar, devuelto a su ritmo, a la lucha de cada día, por obra de la servidumbre y de las esposas de los nuevos millonarios que ya también andaban, Juancho campeando en la compra de unos bueyes y Lino, con su hijo mayor, Pío Adelaido, cortando un tablón de cedro.

La brisa se llevaba el calor, una brisa con olor a mariposas, y las mujeres poco hablaban, pero hablaban; la niña Lupe, esposa de Juancho, con la cabeza envuelta en un pañuelo amarillo fuego, y la negra Cruz, como llamaban a la esposa de Lino, con la cabeza envuelta en un pañuelo verde perico.

La negra Cruz, espantando con la escoba a una gallina que picoteaba un sembrado de claveles, decía:

– Lo malo, Lupe, es que muchos toman el rábano por las hojas, no porque no entiendan, sino de mala fe, y entre ésos la Gaudelia que además de bruta es criminosa…

– Bruta como el marido, porque el Bastiancito no inventó la pólvora. Esos, Cruz, eran los más ofendidos, como si siempre hubieran sido personajes de cuidar.

– ¡Y el Juan Sostenes, Lupe, el Juan Sostenes!

– ¡Ese dialtiro la chorreó con sus groserías, porque para liso el indio con pisto! ¡Y la mujer dónde me la dejas, parece que la destaparon caliente!

– Y no se enfrió, porque a mí no me den mujer que se sienta con la pierna cruzada y hamaquee el pie. Todos se ahogaban, parecía que Lino les hubiera querido arrebatar algo de lo que les tocó. El más furioso era Macario, y el que más excusas daba al comandante…

– ¡Asqueroso! Ese Macario es asqueroso. Se le figura que no se va a volver extranjero, que sus hijos no van a ser místeres. Pero la culpa, negra, la tuvieron los muchachos. ¡Qué tenían que acarrear con tanta gente!… Haberse venidos unos pocos…

– Lo mismísimo estaba yo pensando, vos, Lupe. Pero más fue por compromiso, y como la gente donde ve trago y comida gratis…

– Y no estuvieron los que debían haber estado. La madrina de Lino, que para nada la hemos visto en estos días…

– En de veras, pues, que la Sara Jobalda no estuvo. Tampoco vi al señor Higinio Piedrasanta…

– No supo, o si supo, diría que era por invitación. ¡La gente es tan difícil!… Y como vino el alcalde y son medio enemigos, ya andará diciendo que preferimos al don Pascual Díaz que a él.

– Y la embelequería de don Pascualito, con traerse a esos músicos de circo, y comprar bombas voladoras… No, si no te digo más, porque no hay para qué… Ya esto va quedando limpio… Aquella maceta la quebraron… Va haber que sacar la begonia y sembrarla en un bote de esos de gas; ésos no se quiebran…

– Aquella silla también está quebrada; trastes hay un montón: copas no se diga… ¡A despenar lo ajeno, dijeron, y ardió Troya!…

El gangoso, sin lavarse la cara, no se había acostado. Después de la fiesta se fue a la oficina del telégrafo de tragos y risotadas con Polo Camey, subió a «Semírames» en busca de alguno de los Lucero y qué mejor que encontrarse con el mismo don Lino.

El serrucho embadurnado de sebo subía y bajaba por la hendidura que iba cortando en el tablón de cedro, al impulso de la mano de Pío Adelaido.

– Desearía hablar dos palabras con usted, don Lino.

Lucero pensó que el gangoso venía a sablearlo. El aliento aguardentoso, los ojos fríos, temblando de la sisea.

– Seguí, hijo… -ordenó Lino a Pío Adelaido, que se detuvo en la faena para dar lugar a que su padre atendiera al gangoso-, seguí, que ya falta poco, seguile parejo, que el señor nos va a decir qué chinche le anda picando. ¡Hable, amigo, mi hijo y yo somos la misma persona!

Una oleada de calor frío bañó la cara sudorosa del muchacho. No supo de momento dónde posar los ojos, si en su padre, de quien estaba orgulloso, si en el visitante, si en la madera hendida, atravesada por el serrucho caliente, si en el aserrín pastoso, olor a cedro, que formaba volcancitos en el suelo.