– Déjese de cuentos, don Bastía -contestó tímidamente el Suple.

– Es que no es Bastía, sino Bestia… -intervino en la lectura de los mensajes un guapote color de cedro, pelo colorado, muy amigo de Cojubul-. Don Bestiancito hay que decirle. Vamos a ver, decile don Bestia…

– Yo no -respondió el Suple-, es falta de respeto.

– ¿Y desde cuándo lo respetas, vos? Desde que supiste que era millonario. ¡Condición humana más desgraciada! Ya porque tiene dólares se le debe respeto. Se cambió. Ya no es el mismo. Es otro. ¡El copón! ¡Un ser intocable! ¡La custodia! ¡Sagrado! ¡Mira, yo lo toco, es carne!

– Lo que pasa es que vos andas bien atarantado -dijo Bastiancito retirando el brazo que le pellizcaba el amigo pelo de fósforo.

– ¿Qué decís? -se le embrocó a preguntarle.

– Que andas bebido…

Hipó y fuese a responder a otro grupo:

– ¡Contento ando!, ¿y qué? ¡Bebido, no! ¡Cabe el distingo!…

Pero allí, en ese grupo que formaban Juan Sostenes Ayuc Gañán, su esposa Dominga, Luz, la mujer de Lino Lucero, y otros, nadie le contestó. Hipó de nuevo. Los pies inseguros.

– Pues no hay que hacerle -siguió Cojubul, al tiempo que se le aproximaba Gaudelia, su mujer y Socorro, su hija mayor-; en todo este colchón de telegramas, ya ustedes ven, no se nos ofrece ni para remedio un rastrillo, una máquina de moler plátanos, un atornillador… Ni siquiera eso, un atornillador para atornillarnos el sentido ahora que… Un gramófono trompetudo, eso quiero yo, con la trompeta del Día del Juicio Final, para que cuando suene todos caigan de culumbrón…

Y mientras doña Gaudelia y Socorro, su hija, leían los telegramas, Bastían insistió con el Suple:

– Ni un arado, ni una despulpadora, ni un molino, ni un rastrillo, ni nada que nos…

– ¡Ni nada que los amengüe! -le salió al paso el suplente, ya cansado de su letanía-. Me está mal opinar, pero para mí que ya no pueden mandarles a ofrecer esas cosas que no les van a servir más, porque ustedes, con la plata heredada no van a seguir cultivando bananos en la costa, frijol, maicito y vacas, y de seguir lo harán como los gringos, que vienen a ver trabajar a los cuadrilleros y se van…

– Se van tras dejar aquí su aburrimiento… -volvió el mamado cabeza de fósforo, entre me caigo y no me caigo-, porque sólo a eso vienen los gringos, a dejarnos su tedio y si no fuera Dios que de vez en cuando manda un viento fuerte, ya nos hubiéramos muerto todos de spleen. Perdón por la palabrita, ¿eh? ¿He dicho algo?… ¡Spleen!…

– Vos sos de esas familias en que cada hermano pertenece a distinto partido, y siempre quedan bien. Vos le tiras a los gringos y tu primo, el juez, los defiende. Ni a la fiesta vino, por miedo a que se fuera a hablar mal de la Tropicaltanera.

– ¡Bastían, callate, no me hables de ese suplecacas!

Doña Gaudelia hizo la que no oía y disimuladamente se fue con su hija, Coquito, y los telegramas -un montón, los que agarraron- y también por ir a darle una vuelta al mamoncito que tenía de meses.

Macario Ayuc Gaitán reía de los «chiles» subidos que le contaba un viejo de bigote blanco, pelado al rape. Opinaba Macario que ya no trabajarían en la costa, en la costa ni en ninguna parte, y que él iba a alquilarse al viejo de bigote blanco, cabeza de tapa de rapadura, para que le hiciera reír contándole chistes.

– ¿Alquilar? -mostróse aquél ofendido-. ¿Alquilarme a mí, al viejo Larios Pinto? ¿Alquilar?… -sacaba el pecho enjuto y se mesaba los bigotes blancos con su frágil mano de hombre añoso-. Por eso me vine de la capital, huí de la ciudad, después de estudiar muchas cosas, para no alquilarme. Me indignaba ese papel de semoviente, llámese empleado público o profesional; me sublevaba la sola idea de alquilarme. ¡Indumentaria de los libres, es la idea! Y me vine a la costa vendido -¡ay, qué descanso!-, vendido a una compañía extranjera, a la compañía a la que vendieron el país, sin vendernos a nosotros, lo que me parece una injusticia. Larios Pinto no podía ser menos que la patria, y por eso me vine vendido.

Se formó grupo alrededor del viejo.

– No, Macario, mi amigo y camarada; nada de alquilarme; eso me ofende; a mí me compras; las mujeres públicas se alquilan, las demás se compran.

Un coro de carcajadas acogió sus palabras.

– ¡Ser esclavo tuyo, Macario, qué dicha! ¡Dejar de ser esclavo de estos yanquis malditos!… -¡perdón!, mis divinos amos-, los que me encadenaron a sus explotaciones con mis necesidades y vicios, ¡la necesidad de comer y el vicio de dormir! De ellos soy, de ellos seré siempre, si Macario Ayuc Gaitán, no paga lo que valgo, no me merca… ¡Me merca y me marca, qué jodido! ¿Por qué no se ha de hablar alguna vez claro de marcar a los esclavos?

Y cada vez era mayor el número de los que se acercaban a escuchar su perorata graciosa.

– Desde que estoy aquí, nadie me lo va a creer, soy feliz, porque la esclavitud es el estado matrimonial en que el hombre halla el sumun de su felicidad. Pero, eso sí, a condición de que se conforme, de que olvide las leyes que le protegen contra los explotadores, que no sufra porque esas leyes no pasen del papel y que no exija su cumplimiento, porque entonces, además de seguir siendo esclavo, puede pasar cruficado por los más prietos centuriones.

– ¡Vivan los hombres libres! -gritó Polo Camey, a quien el discurso de Larios no le hacía ninguna gracia.

– ¡Vivan los hombres libres! El que haya esclavos no quiere decir que no quede lugar para que vivan los hombres libres. Pero se les verá como a viciosos, como se ve hoy a los alcohólicos, y se dirá de un hombre así: vean, señalándolo, ese que va allí es libre consuetudinario.

Volvieron a estallar las carcajadas. Camey, hombrecito de pocas palabras, se abrió paso hasta Larios.

– ¡Viejo cínico, los que te van a comprar, así como te vendiste a los gringos, son los asiáticos.

– Acepto lo de cínico, peor sería ser embustero.

Camey se le fue para encima.

– No, Polo -intervinieron varios-, si no es pleito…

– ¿El peligro amarillo? -decía Larios-. ¡Prefiero andar con mi coleta de chino!

– ¡No, Polo, si es broma, quién va a querer ser esclavo!

– ¡Este! -refunfuñaba Camey. Agarrado de los brazos lo obligaron a dar «marcha atrás», como se decía en jerga automovilística.

– ¡Es que eso es lo que somos! -gritó Larios.

– ¡Protesto! ¡Suéltenme, le voy a enseñar a éste que no soy esclavo, que Polo Camey no es esclavo!

El borracho cabeza de fósforo se interpuso:

– ¡Esposa te doy y no esclava!

Y luego se excusó:

– ¡Perdonen, perdonen si interrumpí la boda!… ¿Quién es la novia?

Iba de Larios a Camey tratando de guiarse por la indumentaria quién de los dos vestía de novia -apenas veía de tan borracho-, equívoco que los reconcilió a todos, pues hasta los contendientes se echaron a reír.

– ¡Venga otro trago! -gritó Macario, que tenía abrazados a Larios y a Camey-. ¡Los que están por allí que digan en el comedor que nos manden unos tragos!

Al rato el «boleco» dijo:

– No me opongo…

– ¿A qué no se opone, amigo? -le preguntó Larios.

– A que traigan el trago…

Avanzó hacia atrás, porque más pasos daba hacia atrás que hacia adelante, sin tampoco retroceder, porque retrocedía hacia adelante, dado que en ese teje y maneje, más pasos daba hacia adelante que hacia atrás; y decía:

– Vació la copa…, pensó en su madre…, se echó, a llorar… Pero como yo no tengo ni copa ni madre, ni madre ni copa, ni recuerdo que me ladre, no lloro… Detener la noche es muy difícil… Subo las manos y no las detengo… Y tan suavecita que parece… No la detengo… Voy a salir, haré fuerza para que no amanezca… Sólo hacemos fuerza para cosas estúpidas… ¿Por qué no oponerle a ese rodar celeste de las horas nocturnas una voluntad de hierro?… -y al bajar las gradas hacia la noche, cantaba-: ¡Ay, tirana, tirana, tirana!…

Braserío y ceniza quedaba de las luminarias encendidas en torno de «Semírames». En las ramas de los cocales seguía la peonada, jóvenes y muchachos, gozando la fiesta. ¿Cuáles eran cocos y cuáles cabezas?… Y sobre ellos, las estrellas. ¿Cuáles eran ángeles y cuáles estrellas? La noche inapagable. El lucero del alba. Las mujeres de los guardianes nocturnos rascándose un pie con otro, en espera del hombre que salió enfermo a trabajar. Ardía en fiebre. Respiración pabilosa de esqueleto frío. Un sereno es siempre un cadáver para las cosas del día. ¿Por qué hacen trabajar cadáveres? El grito de la Muer te. ¿Por qué ponen a trabajar cadáveres?… ¡Yo los exijo!… ¡Esos, ésos que tienen los huesos transparentes de hambre, los ojos algodonosos, las bocas con los dientes como parrillas de asar silencios… en espera de un pan!… ¡Devolvedme mis muertos!… Y al través de las plantaciones donde la vida es la exageración de ella misma en un derroche de violencias sin término, ni el eco contesta, nadie contesta a la Muerte, sólo unas máquinas a lo lejos, unas maquinitas minúsculas en manos de los time-kipers, porque cada uno de aquéllos representa un número, un jornal, una cifra…

– ¡Toba!

El nombre sonó solo. Y solo quedó. Un gajo de perla subía de las brumas tibias calentadas a la arena de las playas en que hierve el mar quemante del trópico, bruma que calienta la arena y el viento pasea, bruma que rodea los cuerpos de las mujeres como Toba.

– ¡Toba!

En qué partícula del aire, en qué segundo de tiempo, en qué instante de su eternidad, estaba Juambo, el Sambito, cuando oyó aquel nombre que el gangoso acababa de pronunciar no lejos de la escolta, entre la luz de la fiesta, regada en el patio, y la sombra de un guarumo.

– ¡Toba!

El misterio de ser hermanos. Antes de ser él ya era hermano de la Toba. No la conocía, no la había visto nunca, pero los dos salieron del mismo mundo acuoso, ligeramente dulce, del mismo algodón de carne, como gusanos, sufrimiento que recordaba ahora, al oír el nombre de su hermana. Toba. El misterio de ser hermanos.

Y tembló, como si le fuera a dar la crisis. El gangoso la tenía de la mano, toda ojos blancos y apenas una gabacha echada encima, hasta abajito de las rodillas, y sus pies en zapatos de suela de goma, y sus brazos largos, inconmensurables, perdidos en la sombra que lamía su cuerpo que como él supo de la misma cárcel materna. No la conocía. A él lo dejaron perdido en el monte para que se lo comiera el tigre. Sus padres hicieron eso. Se le empapó la boca de saliva amarga.