– ¿Y ustedes qué cuentan? -preguntó el gerente.

– ¡Las bombas… -contestó Maker Thompson-, yo también las he estado contando!

– Pero ¿qué clase de jugadores de poker son ustedes, amigos? -dijo el gerente-; yo cuando juego no oigo, ni veo, ni siento, encerrado entre los cuatro puntos cardinales… ¿De qué quieren el poker?…

– Si ya lo tiene en mano -murmuró uno de los mellizos-, lo queremos de ases…

Hasta la casa del gerente llegaban los ecos de la fiesta en «Semírames». Quedaba en alto y por eso se oía mejor. De vez en vez los jugadores alargaban la mano para servirse whisky, hielo, soda, de una mesita de ruedas que giraba alrededor de ellos. Dos ventiladores mantenían el aire en movimiento. Molestaban un poco el juego, porque hacían volar y revolotear las cartas. Pero, con todo, era mejor la molestia de las cartas danzando en el aire que soportar el calor nocturno, ese calor prieto que hace pensar que la tierra entera se está quemando.

Frases entrecortadas. Ruidos de sillas al mudar de postura los jugadores. Rodar dormido de los ventiladores, como hélices de aviones que no despegan nunca. Barajar, repartir, recoger… Y el conectarse y desconectarse automático de la refrigeradora.

Los serenos se cambiaban a medianoche. Otros pasos de otros hombres en el mismo andar y andar rodando hasta la madrugada. Cuidaban los edificios de la «Tropical Platanera, S. A.» encerrados en alambradas y con puertas de hierro en los accesos.

Acababan de salir los jamaiquinos que trabajaban en la fábrica de hielo. Uno de los perros de los veladores nocturnos se le fue para encima al jamaiquino más viejo y le desgarró el brazo. Este volvióse a la fábrica chorreando sangre y los otros le aplicaron pedazos de hielo sobre la herida. La sangre no coagulaba. Salía más. Cada vez salía más. Alguien se reía. Se oía una risa. De una de las casas, en la sombra, salía la risa que era y no era risa, porque no reían con toda la boca, sino se burlaban. Juambo, el Sambito, se reía de ver la sangre mezclarse con el agua del hielo. Ese color de fresco de frambuesa o granadina. Aquel vaso de sangre que le llevó a la señorita Aurelia, en Bananera, cuando se fue el arqueólogo. Entonces él era joven, joven la hija del patrón, y el patrón no era tan viejo.

La fábrica de hielo trabajaba a toda máquina. Por dentro escuchábase un como aguacero permanente y bajo este aguacero, bajo este llover sordo, pertinaz, por debajo se jugaban unas como bateas con movimiento de telar. El hielo no se hace, sino se teje. Se teje con hilos de lluvia. Hay un instante en que el hilo de agua se cristaliza, paraliza su caer en moléculas rodantes y forma una lágrima de vidrio, y otra, y otra, rejas de bastoncitos que se solidifican para hacer el témpano.

– ¿Vos te estabas riendo? -preguntó uno de los jamaiquinos a Juambo.

– Sí, ¿y qué?

– ¡Sos mal corazón! Al viejo le dolió más tu risa que la mordida del chucho. Se le salieron las lágrimas al oírte reír. ¿Por qué te reías?

– No sé, y ¡maldita sea mi boca esta noche, si no le pido perdón!

– Allí va adelante. Sería bueno…

– ¡Compañero… -se adelantó el Sambito-, perdóneme que me haya reído cuando lo estaban curando! ¿Para dónde van ustedes?…

El viejo jamaiquino soltó y recogió sus ojos anestesiados por el cansancio, el calor y el bienestar de la herida aliviada por el hielo, pero no le contestó.

Siguieron andando. Juambo le preguntó de nuevo adonde iban.

– Vamos a dormir -contestó por el viejo el más joven.

– ¿Por qué no vamos a esa fiesta? -sugirió Juambo-. Parece muy alegre; yo voy. ¿No van ustedes?…

– ¡No!

Se apartaron. El viejo iba dejando huella de sangre por donde pasaba. Casi se oía gotear el pesado líquido, gotear, salpicar.

Juambo se palpó la boca, temeroso de que en sus labios hubiese dejado rastro aquella risa infame. Nada. No tenía nada. Tonto. ¿Qué resabio podía dejarle? Se rió y eso fue todo. Y le pidió perdón. Pero está visto. En plena costa, tras el trabajo en la fábrica de hielo, salían helados. ¡Ah, qué sabroso -pensaba Juambo- ser uno mujer y acostarse con uno de éstos, aquí donde los cuerpos queman! Sentir la caricia del frío, del frío de la carne viva, frío de frescor, delicia de piel lavada, de piel de foca. Por eso no quisieron ir a la fiesta. Deben pagarles las gringas porque se acuesten con ellas. Ese lujo del amor helado sólo ellas se lo pueden proporcionar.

Se detuvo frente a «Semírames». La fiesta estaba en lo mejor. Las parejas llenaban los corredores bailando al compás de la marimba. Pascualito Díaz, el alcalde, bailaba amancornado con una de las cirqueras para meterle rodilla a cada vuelta y revuelta. El sombrero echado hacia atrás, al dejar su muslo entre las piernas de la cirquera, le daba con lo alto de la pierna un golpecito en el testuz del sexo.

– ¡Duro contra el testuz de ese torito pinto!… -decíale aquélla a la oreja, contenta de entusiasmarlo más y más.

– ¡Le hago la suerte y no me cacha!

– ¡Échele, don, que para eso se hizo el torito ése, para que lo toree usted!

– ¡Sólo que ese torito tuyo es un animal muy bravo!

– ¡Pues lo amansa!

– ¡Nada de amansamientos, entre más bravo mejor!

– ¡Cánselo entonces!

– ¡Va la pulla!

– ¡Me zafo, sin pulla!

Y volvía Pascualito Díaz a echársela para encima, metiéndole la rodilla, a cada vuelta. La rodilla, la pierna, él, él también se hubiera querido meter bajo el testuz de aquel torito bravo.

– ¡Te quisiera partir en dos!

– ¡Huy, don Pascualito, me mata!

– ¡Partirte en dos y quedamos como una de esas orquídeas que son hembra y macho!

– ¡Déjese de pé… talos de orquídea y dígame si nos va a conseguir o no los pasajes que le pedí para ir a la Feria de Ayutla!

– ¡Prohibidos los monopolios! -gritó el comandante al ver pasar a Pascualito con la cirquera.

– ¡Mira quién habla! -le contestó el alcalde-, ¡el que allí está que parece sanguijuela con la Toyana! ¡Baile, comandante, baile!

– ¡Ya estoy viejo para esos trotes!

– ¡Si así son los viejos, cómo serán los jóvenes!… -dijo la Toyana y alargó el brazo sudoroso, presencia de la axila caliente, para oprimir sus dedos en la manga del militar, como si le quisiera clavar las uñas. Luego añadió, coqueta-: Ahora, que hay muchas personas que no les gusta bailar, sino echarle al converse…

– ¡Soy de ésos, Toyana, de los que no me cuadra bailar, sino volar lengua!

– ¡Qué malo es usted!… -se revolcó la Toyana en su propia carne, casi volcando las frutas de sus senos, al torcer el cuello hacia un lado y volver la cara con los ojos de brasa.

– ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… -cantaban todos al tiempo de bailar-. ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!…

Banano, el payaso más viejo, había cazado un ratoncito y se lo acercaba a un gato. El felino, con ojos de emperador, se preparaba a recibir la ofrenda, mientras el ratoncito hacía lo imposible por escapar de las manos del payaso, uno de cuyos dedos, apoyado en el corazón de la bestiecita, recibía el acelerado golpear de sus palpitaciones en la congoja de la muerte. Cuando el gato ya lo tenía en las fauces, ojos, bigotes y las manos con las uñas fuera, se lo arrebataba riendo como bobo al oírlo maullar exigente y dar saltos tras la presa, moviendo la cola como si con ella llevara el compás de su voraz espera.

– ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… -seguía la fiesta-. ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!…

Juambo se detuvo entre los de la escolta y todos los que desde afuera se divertían viendo bailar. Los soldados ya ni miraban; los más, sentados en el suelo, apretando el arma con las rodillas para descansar las manos. Sólo el oficial no perdía de vista al jefe. De la cocina les llevaron unos guarazos y panes rellenos de carne, queso y curtido. ¡Qué sabroso es el guaro! Los panes se los reservaban para su después.

El gato pasó con el ratón delicadamente prensado entre los dientes y los payasos Banano y Bananito fingiendo llorar detrás.

– ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!…

Los herederos estaban y no estaban. Ocupaban un lugar en el espacio de la fiesta que, lejos de llenar, vaciaban con su aire preocupado, ausente, desinteresados de los sucesos que antes gravitaban en su vida y que ahora, a partir de esta mañana, no tenían importancia.

– ¡Atropelladores! -recalcaba uno de los convidados frente a Juancho Lucero, quejándose de los del Resguardo de Hacienda-. Allanaron mi casa diz que buscando lo que siempre buscan.

– Ese es el pretexto -intervino otro de los bananeros-, porque éstos ya no buscan fábricas clandestinas de aguardiente.

– Pues por supuesto. El pretexto es ése. Lo que buscan son armas. ¿Quién les meterá en la cabeza que hay armas escondidas?…

– ¿Cómo quién?… La culpa en que están. El miedo que tienen. ¿Acaso no saben que hacen mal en despreciar nuestra fruta sin siquiera mirarla? Es que ya ni siquiera la ven. La dejan y nada más. Son unos perros. Y por María Santísima si yo, que soy duro para llorar, el otro día que saqué unos mis racimitos al tren frutero sentí que me corría agua de plomo por la cara, cuando vi al capotero que ni siquiera me dio tiempo a mostrarle… Caca se hizo mi fruta… Por eso yo les digo a mis hijos que se vayan, que abandonen… ¡Ya ustedes, Juancho Lucero, se pueden ir! ¡La vida les proporcionó el viaje con el pasaje más lindo, ese que abre hasta las puertas del cielo, don Dinero!…

– No sé si nos vamos… -contestó Juancho Lucero.

– Pues si ustedes no se van, dénos a nosotros con qué irnos.

– Es que quedándonos aquí, y con plata, vamos a cagar a los gringos.

– El que tiene plata ya no debe pelear, vos, Juancho -se acercó a decir otro que oía en un grupo aparte-: el pleito se hizo para el pobre; el rico, el millonario, no pelea; otros pelean por él; si no, vete a los cuques de la escolta ya peleando por ustedes.

– Será menester dilucidar todo eso después; ahora no hemos venido a tomar la vida en serio, sino en festividad, y basta de amargo -se abrió camino Juancho para ir a decir que trajeran más copas.

Bastiancito Cojubul leía con el Suple (suplente del telegrafista), los telegramas que seguían llegando. Les ofrecían automóviles, cajas de hierro, victrolas, máquinas de escribir, muebles, casas, mansiones, chalets, viajes…

– ¿Pero esa gente qué cree que somos? -dijo al Suple -. Todo nos ofrecen menos arados, herramientas, despulpadoras, semillas… -y rió-. ¡Ja, ja! Ya yo en automóvil, en mansión con caja de hierro… ¡Ja, ja! Si supieran que lo que a mí más me gusta es el gramófono… ¡Eso sí, me voy a mercar uno con la trompeta grande, grande!