– ¡Contra… orden! -gritó el comandante al asomar los citados con el escoltón a la espalda y el séquito de parientes, amigos, conocidos y desconocidos.

– ¿Qué hicieron?…

– ¿Por qué se los llevan?…

– ¿Por qué van presos?…

Así preguntaban los curiosos al verlos pasar en aquella carreta, entre soldados y copia de gente que manoteaba, hablaba, avanzaba para no quedarse atrás, porque ninguno quería ser menos al saber que no eran reos sino herederos y quiénes adelante y quiénes a la par les saludaban, sonreían, felicitaban por el gusto de saberlos ricos.

– La vida del militar se reduce a eso: órdenes -añadió el comandante al hacerlos entrar en su despacho-, dar órdenes, recibir órdenes, cumplir órdenes, y ahora contraordenaron… La notificación se la van a hacer en la oficina de la Compañía con más pompa, y no quieren que vayan con escolta, sino sin: parece que no es cosa de escolta heredar un fortunón, aunque para mí sí lo es; al rico hay que protegerlo, por eso mandé la escolta por ustedes, para protegerlos, si no se los comen, llegan hechos pedazos, y se van a ir con la escolta aunque no les guste a los de la Compañía, pues mi deber es protegerlos contra los que ya deben quererles quitar lo que no han agarrado.

El alcalde hizo su entrada llamándolos «Felices desposados con la Fortuna», y en verdad que eso parecían, cohibidos como recién casados entre tanto agasajo y tanto gusto. Alguien de la comitiva insinuó que se les abasteciera con una copa más de comiteco.

Polo Camey, el telegrafista, vino con un batallón de chicuelos trayendo arrobas de mensajes telegráficos. Ya no hubo tiempo de doblar. Y más que estaban llegando. Dejó el suple, porque a él se le durmió el brazo de tanto escribir.

– Sólo en la Casa Presidencial había visto tanto teletele… -comentó el comandante-, y todos dicen lo mismo. Felicitan y piden limosna. Aquí vienen los mejores, los que se olvidan de felicitarlos, con la soga al cuello, y van al grano.

La Toyana, rodando, rodando, como las personas gordas que ruedan entre la gente, llegóse a Bastiancito Cojubul, y en voz baja le pidió ayuda para librar del empeño el prendedor de chispitas.

– Empeñado… en no andar conmigo… -le repetía y le mostraba el nacimiento de los pechos donde el prendedor ayudaba a reducir el escote.

– Vamos a ver, señora -se defendía Bastiancito-, hasta ahora no sabemos nada.

– ¡Gracias, su palabra me basta, cuando buenamente pueda!

Se perlaban las frentes de abundante sudor. Nadie se atrevía a romper la marcha y ya en la Compañía los estaban esperando. Los favorecidos eran los llamados, pero no se animaban a abandonar el resguardo que para ellos significaba la Comandancia. ¿Quién los ampararía de la turba alebrestada, si ya allí, con ser el jefe militar hombre peligroso por sus reacciones violentas, sin respetar nada ya los tenían cercados, acuñados a la pared?

El gusto de los amigos, la alegría de los primeros momentos, cuando se echaron copas, se cantó con guitarra y todos salieron en carreta con la escolta hacia la Co mandancia, fueron cediendo terreno al interesado querer estar con ellos de desconocidos, estarlos viendo, estarlos tocando, manoseando, hablándoles con familiaridad.

Cojubul, mientras el comandante leía otros mensajes, aproximóse a decirle:

– Si no nos da la escolta, nos matan…

– Matarlos, no; pero se pueden prestar a un escándalo, a un atraco, vaya uno a saber con la gente de otras partes que anda por aquí, mejicanos, cubanos, y que se apoderen de alguno de ustedes y después… ¿quién es el responsable? La autoridad militar, el comandante, que no les dio garantías. Yo sé, amigo, dónde me aprieta el zapato. No sólo se van a ir escoltados, sino que, además, le voy a montar una guardia permanente para que los cuide. Van a estar en sus casas como presos, pero qué se ha de hacer, ya no son los simples mortales que eran antes que les hiciera el favor el gringo que, primero, cuentan que andaba en las plantaciones carcajeándose peor que loco, y loco debe haber estado cuando les testó.

El alcalde, Pascual Díaz, hizo ver la conveniencia de salir hacia las oficinas de la Compañía, donde les estaban esperando el juez, los demás herederos y las personas que llegaron por avión.

– Así es -exclamó el comandante- y contra lo ordenado, va a seguir la escolta con los señores.

Salieron el alcalde, los herederos, la escolta y la multitud que les seguía, unos en la carreta y otros a pie.

El tiempo caliginoso amelcochaba el sudor que les pegaba el polvo a la cara, calor de incendio, de incendio de crepúsculo en la costa, fuego de la atmósfera y fuego de la tierra para completar la sensación de abrasamiento que daba el horizonte enrojecido por los más violentos bermellones, escarlatas, carmines, sangre entre las finas columnas de los bananales, sobre las llanadas, en la extensión agreste hasta el linde del mar, donde en el cielo de agua dulce, perlando la inmensidad salada, se encendían las primeras estrellas.

Y en esa penumbra roja, por vericuetos y extravíos, para ganarle vueltas al camino real, marchaban todos los que deseaban estar presentes en la notificación del testamento a los que hasta esa mañana eran como ellos y seguían siendo… «¡Sólo que no… ches!», gargajeaba un gangoso a una mulata de cara de hoja seca, chata, boca pequeña y ojos atajados por los nuditos de los pómulos.

– Jamás visto -decía la mulata-, ni en l'otro lado… Y eso que allá se vieron obsequiosidades. A padre le dieron, sin herencia, bunita suma… Sí, bastante suma a padre…

– Pero no sería por su linda cara…

– ¡Lindo, padre lindo! Enterrado aquí hace dos años…

– No es eso, quiero decirte que a tu padre no le obsequiaron lo que recibió.

– Suma…

La mulata abría los ojos de par en par -suma-, pero daba la impresión de sacar los ojos para no ver nada, para quedar como colgando del aire.

– La suma que los gringos le dieron en Bananera fue para que desalojara el terreno, para que se fuera…

– Y se fue a la capital, después aquí: Anastasia, hermana mía, quedó allá, capital; yo, hermana Anastasia, nací después, nací aquí.

– ¿Y tu hermana, por qué no quiso venir?

– Y no sé. Anastasia llamarme siempre. Mejor aquí capital, escribe. Madre no le contesta.

– ¿Y a tu padre le darían mucho?

– Suma…

En la arenosa ladera, tinte metálico de tierra suelta empapada en el resplandor de fuego del atardecer, oíase el correr desparramado de animales oscuros. La mulata y el gangoso resbalaban, tomados de la mano, procurando no caer, los pies de lado, el cuerpo tenso hacia atrás.

– ¿Serías feliz con la quinta parte de esa herencia?

– Suma…

El gangoso la olía, sudor y apretada carne dura como amalgama de madera y metal. La olía y la miraba. La miraba y fingiendo perder pie se frotaba contra ella.

– ¡Toba, si yo tuviera el poder de ese brujo que hay por aquí, Rito Perraj, hacía que al leer el testamento, en lugar del nombre de los herederos, estuviera un solo nombre: Toba!

– Tobías… Tengo nombre de hombre. Padre decir que yo persona ser hombre. Persona hombre con cuerpo de mujer.

– ¡Toba heredera de once millones de dólares!

– ¡Suma!

Y se quedó sin ver nada, ciega con los ojos abiertos como dos lagos blancos en su cara amarillosa.

El gangoso ya no olía, mascaba el halo de jalea temblorosa que tremaba alrededor de Toba, bañada por el aire rubí, casi de fuego.

– Toba, ¿a qué vamos allí?… Hay mucha gente… Ya que nos encontramos…, ya que estamos solos…

– Madre no quiso venir. Padre muerto, enterrado aquí.

– Ya que nos encontramos, ya que estamos solos, quedémonos un rato, sentémonos a ver cómo la gente corre; todos corren igual que ínfimos insectos cabezones; sólo las cabezas se les ven y los pies que van dejando atrás. Todos corren. ¿A qué? No es a ellos a los que sonrió la fortuna. ¿A qué? Van porque después de todo, Toba… -le tomó las manos frente a frente, tratando de sentarla, el terreno se desmoronaba bajo sus pies-, no están satisfechos de lo que son y el mundo sin amor es de los insatisfechos: ese mundo de la codicia, del dinero, del renombre, del gozo y el poder: y van, Toba… -le había soltado las manos y rodeado el cuerpo con sus brazos, para acercársele más y hablarle casi en la cara, oliéndola como se huele la profundidad del mar, respirándola entera, tratando de que sus pestañas tocaran las pestañas de ella, para que sus labios quedaran más próximos, y sus respiraciones confluentes para formar un solo respirar anheloso-. Van, además, porque en las personas de los nuevos millonarios se ve cada uno de ellos elevado a categoría de tal, vengado de las miserias sufridas y de las que han de venir, porque son gentes como ellos, Toba; Toba, gentes como ellos, los que sin ser ellos, les representarán en ese festín de las grandezas. ¿Qué importa que despues, una vez consagrados los invictos, ellos sigan de peones, carne para mugre, pelo para piojos, altas de hospital y huesos en la fosa de todos? ¡Qué importa, qué importa!…

– Suma…

Y en los labios de Toba un beso apagó la palabra que repetía abriendo los ojos mucho, mucho.

Sin comprender palabra de lo que parlaba el gangoso, profesor en la escuela del pueblo, la mulata sentía la magia de la palabra buena, porque tenía que ser palabra buena la que la hizo detenerse, dejarse tomar las manos, dejarse abrazar, dejarse besar.

La noche en la tarde. Las estrellas en lo rojo de la tarde. Y el hormiguero de gente moviéndose hacia las «yardas» alumbradas por cientos de focos eléctricos, lago de luz en medio de la tiniebla caliente como raíz recién desenterrada.

– Toba…

Habían quedado solos en el declive de la pequeña ladera, sobre la arena suave. La besó de nuevo y mientras la besaba la olía, la apretaba a su cuerpo, a su corazón, ansioso de que no quedara nada que no fuera suyo de aquel ser delgado, haz de himnos para el placer y la ceniza.

– Vestido se rompe. Único vestido tengo. Único… -murmuraba Toba; en su cara dulce el gusto de complacer bajo la noche infinita, sin saber bien por qué, sin saber bien por qué…-. Hable, hable más, mejor palabra… -trató de defenderse.

– Tienes las rodillas duras, Toba…

– De rezar. Madre reza, yo rezo hincada. Padre estar enterrado aquí.

– Pero tus piernas son finas. Son como troncos de bananal que aún está tierno, recién crecido…

Toba sintió cuando la mano le agarraba la sombra que escondía desde siempre entre sus piernas. Levantó los brazos y se puso en cruz a mirar el cielo.