– Bueno, licenciado… -dijo la Sabina al volver a su casa-, te conseguí el tepezcuintle. Me costó, pero lo conseguí. Por eso me tardé tanto. Yo ni sé a qué sabe el animalito. Como el sabor del armado será. Ahora me tenes que decir cómo te gusta, porque ya se va al fuego, para que no vaya a salir duro.

– Cocelo como la última vez, que te salió muy sabroso.

– La sobrina me hizo el favor de leerme el diario. Se lo dejé prestado. ¿No te iba a servir? Allí estás vos, tu nombrote, pero no está tu fotografía. Sólo publicaron los retratos de los abogados que son cuaches; curioso que estudiaran los dos la misma cañeta; de los siete herederos, indios ferósticos como yo, con el «pisto» los van a ver lindos, y de ese señorón, abuelo del que le dicen el Gringo, que juega con Fluvio tu sobrina. El otro día vos, como que me estabas contando que ese viejo mi compañero es padre de una perdida…

– Las malas lenguas así dicen, a mí no me consta.

– Será escritura para que te conste. Si te constara estaría en tu protocolo, donde ahora sólo reina «La princesa del dólar». ¿Y esa perdida es de aquí?

– ¿Quién? ¿La princesa del dólar?

– Anda por allá. Sólo eso quisieras que yo también te endulzara el oído hablándote de esa otra gran perdida. Me refiero a la hija del señorón ése.

– Nació en Bananera, pero como su padre es norteamericano y ella ha vivido siempre en Nueva Orleáns, es más gringa que otra cosa.

– Y como los gringos no andan viendo que la mujer sea buena o mala, hizo bien en quedarse por allá. Son al contrario de los de aquí. Para los de aquí no hay mujer buena.

– No es verdad. La prueba: el viejo se decepcionó de la hija y se vino con el nieto a esconder aquí. Y cómo sería el desencanto que abandonó la compañía en vísperas de que lo eligieran presidente. Eso te prueba que sí les importa.

– Fluvio tu sobrino me contó que el Gringo, el nieto del señorón ese que vos tanto ponderas, hablaba de que a su abuelo una noche lo habían asaltado en las calles de Nueva Orleáns…

– Pero Maker Thompson es valientazo y siempre anda armado; no se iba a venir por eso.

– Déjame hablar, deja que te cuente, oíme primero. Lo asaltó un montón de muertos, cadáveres a medio podrirse, gente que ya no era de esta vida.

– Por eso no iba a renunciar a ser presidente, oílo bien, presidente de la Compañía, y en Nueva Orleáns cada vez que hay inundación los muertos salen a pasear.

– Así será, pero el hombre se asustó, porque aunque parece que no mata una mosca, debe sus buenos ayotes, gente que mató cuando estuvo formando las fincas en Bananera, donde fueron tantos los que se ahogaron y se los comió el tigre -él los mandaba a echar al agua, ingrato, y a que los devoraran las fieras, maldito-, que ya mero los bananales no daban guineos, sino dedos de muertos. Yo por eso habrás visto que nunca como banano… ¿Quién te dice que no es dedo de ultimado el que te estás comiendo?

– Mira, Sabina, deja de exageraciones…

– ¿Exageraciones, las verdades? Ese tu gran señorón, no es más que un masonote, grado treinta y tres. Por eso le hacen tantos acatamientos y le apodan el Papa. Papa de los masones, será. Pero, mejor me voy a poner al fuego el tacuatzín… ¿Qué es eso? Yo, ya dándote tacuatzín en lugar de tepezcuintle… Aunque a saber si es tacuatzín y se lo encajan a uno por tepezcuintle; ya seca la carne toda es igual y hay tanto engaño en estos tiempos… Y era como yo le decía a mi sobrina hoy en la tienda. Vieras que la tiene bien surtida y vende bonito. Yo le hacía ver que en lo del ventarrón que barrió todo lo de la costa y en el que murieron esos esposos, hay misterio…

– Vos, Sabina, en todo ves misterio…

– Peor sería que sólo viera la materialidad de las cosas, que me conformara como ustedes, los modernos, con el interés en lugar de la amistad, de todo lo más sagrado; el amor lo vuelven tanto más cuanto y más cuanto, y más cuanto; entre más sea, más amor…

– El tepezcuintle es el que yo quiero ver si se cuece…

– Vieja habladora que no hace lo que tiene que hacer, dirás vos; pero es que puede que todo lo vuelvan dos más dos son cuatro.

Si la Sabina Gil, sesenta y siete años en confite de hueso y pellejo, con toda su dentadura, sin una cana, entregada a cocinar el animalito con su sal -no mucha porque ya son carnes con algo de lágrima-, cebolla, ajo y tomate; si la Sabina Gil hubiera podido ir a la costa, hablar con la gente, estar a la hora del calor del día bajo los arbolones, ni dormida ni despierta, poblada de eso que no es sueño ni realidad, habría confirmado todo lo que ella adivinaba en el fondo de su cocina, sin más aleluya que el fuego ni más compañía misteriosa que el gato.

– ¡Vos, tepezcuintle, que vas y venís por el monte, que entras y salís de las cavernas, que paseas por los bosques, que andas con los ríos, que subís y bajas a los palos, sos testigo de todo lo que yo, ellos y el mundo entero ignoramos del gran misterio que encierra un temblor de tierra, un rayo en seco, el caer del granizo y ese huracán que botó en la costa todo lo que había!

Y el tepezcuintle, con los agujeros de los ojos vacíos, llorosos de betún negro, sangre que se volvió laca de ceguera como si le hubieran sacado las pupilas fosforescentes antes de matarlo, y el hocico en punta, y las uñas de las patitas plegadas, habría contestado a la Sabina, si le hubiera sido dable incorporarse y hablar:

– ¡Vieja mujer, Sabina Gil, virgen y estéril, vas a saber lo que ocurrió después del viento fuerte, porque es lo que yo sé, lo que yo vi y de lo único que puedo informarte. Rito Perraj se tendió en un tapexco al fondo de su rancho entre el zumbido de las moscas que lloraban sobre su cuerpo como lloran sobre los muertos. Pero no estaba en la otra vida, sino molido de cansancio, fatigado de no poder moverse, ni abrir los ojos siquiera, después del esfuerzo que hizo para levantar el viento, todo el viento del mar a lo más alto del cielo y volcarlo desde allí huracanado y sin parar por muchos días y muchas noches sobre las plantaciones de la gran compañía, hasta apagar el fuego verde de los bananales, plantas que en lugar de llamas tienen hojas del color de la esmeralda dulce. «Es mucho el perjuicio que has hecho, Chama», me acerqué a decirle, y él me contestó: «Tepezcuintle ciego, ves el perjuicio y no ves la justicia. Hermenegildo Puac me pidió justicia. "Rito Perraj -me dijo Hermenegildo Puac-, clamo justicia contra los que nos matan la esperanza." Le pedí la cabeza, su hermosa cabeza de hombre manso, y se quitó la vida, para que yo tomara su cabeza de la sepultura y desencadenara el vendaval. Apelotoné en lo más alto del cielo todo el aire crudo del mar, antes que pasara y se cociera en los bronquios de los peces, antes que lo templaran y destemplaran los pulmones en movimiento de las olas, aire crudo, y lo dejé allí, apelotonado en el cielo, mientras desenterraba el cuerpo de Hermenegildo Puac, le cercenaba el cráneo, ya era gangrena de muerto su cabeza, para sumergirlo en agua de cal viva, señal de mi poder: cal viva en el agua. Todo lo demás tú lo sabes, tepezcuintle, y debes decírselo a esa vieja que tiene una luna al lado del ombligo entre diez mil arrugas.»

– ¡Vieja mujer, Sabina Gil, virgen y estéril, el Chama Rito Perraj cumplió el pedido, cumplió el pedido de justicia contra los que matan la esperanza que le hizo, antes de quitarse la vida, Hermenegildo Puac! Nada de fingimiento. Todo fue real. Y cuan hermosa salió la cara de hombre manso del Hermenegildo Puac de la cal viva en el agua, señal del poder del Chama, la cal viva en el agua, la vida viva en la muerte. Los labios igual que cáscara de guineo, morado, la nariz achatada, los dientes blancos, secos, huesos para reír con risa de muerto, un ojo cosido entreabierto y el otro con el párpado cosido encima. ¿Te horroriza pensar en ese rostro? Así terminan en los horcamientos y cadalsos todos los que luchan porque no muera la esperanza, con ese gesto de risa, miedo y llanto. Y antes que el chile se pusiera color de hormiga colorada, el Chama hizo las imploraciones, ya para desencadenar el viento fuerte, ya para proferir la palabra que no se dice (sagusán), que no digo yo, ni dices tú, vieja del lunar al lado del ombligo, ni dice nadie (sagusán). Y al golpe de esta palabra pronunciada por Rito Perraj tuvo brazos el que brazos no tenía, porque era sólo cabeza de muerto en cal viva en el agua, brazos con más articulaciones que una cadena, brazos que eran larguísimas cadenas de eslabones unidos por codos que poseían todos los movimientos del viento, y manos de mil, de diez mil, de cien mil dedos para tomar las cosas arrebatadamente, arrancar los bananales, hasta dejarlos prosternados, baldados, hechos inutilidad, basura, abono, inmensa suciedad de desperdicios, y destrozar casas, instalaciones, puentes, torres, postes telegráficos, señales de caminos, árboles, animales y gran parte del pueblo.

»¿Cuánto tiempo estuvo, después del viento fuerte, el Chama Rito Perraj tendido en el tapexco al fondo de su rancho, entre el zumbido de las moscas que lloraban sobre su cuerpo como lloran sobre los muertos? Olor a mar con peces vivos, a mar con peces muertos, a batracios, a grandes aves acuáticas, a peredones de almejas y apeñascados ostiones, que sueltan ríos de sangre negra como hilos de cabellera de gigantes sin rostro hundiéndose en el transparente fulgor del agua profunda. Todo lo abarcaba el idioma rodante de la marea que iba de bajada jugueteando espumas. En los bosques achaparrados no fue menos el destrozo que en el bananal. La vegetación con sentido de araña no desafía al océano sino tras las más intrincadas corazas de telarañas tejidas con lianas, bejucos y obra muerta de viejas ramazones en las que los moluscos van formando rocas. Y allí se estrellan los empujes del titán, sin conseguir nada, porque la vegetación en coladera fragmenta su empuje de masa líquida, brutal. Retiembla todo, las raíces se desnudan, ramas y ramas se descuajan y van como trofeos mínimos en la baba rabiosa del oleaje, una y otra vez, por ser frecuente que el Pacífico Señor monte en cólera. El viento desbarató las defensas, hizo añicos los cordajes y como trompos enloquecidos bailaron troncos que jamás habían podido arrancar el chubasco, la tempestad marina. Brechas descomunales, abiertas para que en ellas quedara patente la revancha justiciera, los restos de todo lo que tierra adentro fue machacado y arrastrado hacia la costa, de todo lo que el huracán en días, en días de soplar furioso levantó en vuelo siniestro, de lo que vino en los ríos. La playa de las garzas, adonde se dirigía el Chama, no quedaba muy lejos. Resplandecía de arena color de rosa junto al jovante verdor del agua, bañada por espumarajos que tomaban todas las formas de la blandura para no interrumpir el sueño de la blanda neblina con ojos que allí dormía. Rito Perraj tenía ofrecida una pierna de neblina plumosa al Dios-Huracán, el de la pierna quebrada, y llegaba a cumplir su promesa, ya casi sin hilo la aguja de su nariz porque le faltaba el aliento.»