– Voy a ir a la policía -dijo a la Sabina -, cerras la puerta con tranca, y que esos muchachos no estén entrando y saliendo.

Esperó que el sargento de guardia atendiera a una señora de muchos «hueles», la manteca del pelo, los polvos de la cara, el perfume del pañuelo, el cuero de los zapatos y lo enmohecido del vestido de seda.

– Perdone, licenciado, que no le atendí antes… Sí, efectivamente, aquí tengo el parte…

– Quería pedirle un favor al comisario. ¿Está él? Si no, usted se lo dice. Que no pasen el parte al Juzgado hoy, que esperen hasta mañana.

– Depende del informe que den en el hospital…

El comisario entraba en ese momento. El grupo de policías de la guardia se puso de pie. Uno de ellos entró a avisarle al sargento que avanzaba el jefe. Este cuadróse y le informó lo sucedido. Al terminar el informe, el comisario se golpeó varias veces la bota del lado derecho con el fuete, echóse la gorra militar hacia atrás, mostrando la frente sudada, y preguntó al licenciado si lo de aquel pleito de muchachos le traía por allí.

No lo dejó hablar, al enterarse por el sargento que, en efecto, el licenciado a eso venía. A pedir que no se pasara al Juzgado el parte, mientras él movía algunas pitas.

– Pues ni hoy ni mañana ni nunca se va a pasar ese parte, porque en él se exageran los hechos. El señor director de la Policía tiene informes de que se trata de un simple pleito de muchachos, en el que desgraciadamente uno perdió pie, cayó y se fracturó el maxilar.

Don dinero, pensó Vidal Mota. Once millones de dólares, cien millones de dólares, quinientos millones de dólares, mil millones de dólares. Y uno, dos, tres, cuatro, cinco, siete policías en la guardia hediendo a creolina y a silencio gastado.

La Sabina se santiguó al abrir la puerta de la casa al día siguiente y encontrarse al puñado de muchachos regados en el plano y más se acoquinó al oír decir a Fluvio que iban a tener un agarrón con los de la Parroquia. De por ese barrio era Pie de Lana. Mira, levántate, levántate -decía al licenciado meneándolo de un lado a otro-, levántate; ahora el pleito es a palos, con los lanas de la Parroquia, y está Fluvio metido; hay que avisarle a tu hermana…

Cuando el togado abrió los ojos, se puso las zapatillas y tiró la bata de la silla, dispuesto a intervenir en el zafarrancho que le anunciaba la Sabina, por el campo se oyó una voz profunda que gritaba:

– ¡Play-ball!…

– ¡Ah, no es nada!… -dijo la Sabina al ver desde la puerta que se disponían a jugar-. Perdona que te desperté, pero es que ya vive uno con el ¡Santo Dios! en la boca.

– Siempre haces lo mismo…

– Gana mil dólares por minuto, mientras dormís, y aunque sea soñando…

– Y eso estaba soñando. Ahí tenes, ¿para qué, digo yo, me despertaste?, que ganaba mil dólares por minuto, como esos abogados de Nueva York, mil dólares por minuto; bueno, a ellos también les debe parecer un sueño, del que por fortuna no hay quien les despierte.

La voz de Boby, que hacía de umpire, resonó de nuevo, metálica, campanuda:

– ¡Three mens out!

– El muchacho ese que le dicen el Gringo vino esta mañana a decir que te daba las gracias. ¡Pobre, se le ve apagadón, tal vez por lo que hizo! Es el que da esos berridos en inglés.

– Caras vemos… -exclamó Vidal Mota, desperezándose.

– Sí, y qué… -en el campo resonó la voz de Boby: «One straight» -… una mujer desnuda sentada en las piernas de un marinero, ¿por qué iba a ser su mamá?… -«¡Ball orte!», resonó la voz de Boby-… Tan a la mano iban a tener la máquina de fotografiar, decíme vos, y tan cabal se iba a dejar retratar la señora. ¡Peores cosas se ven, pero no se retratan!

– No digo que sea retrato… -«¡Ball two!», resonó el eco del grito de Boby-…, pero era una forma de aludir a muchas cosas…

– Vos cómo lo sabes, digo yo.

– Soy amigo de muchos de la compañía…

– ¡Ah, es verdad!… -«¡Straigh two! -… y ahora que me acuerdo: decíme si es cierto que unos de por allí por la costa, toda gente pobre, heredaron no sé cuantos miles de pesos oro…

– Como lo estás diciendo…

Fluvio entró glorioso, jadeante, sucio de sudor y polvo, igual que si se hubiera revolcado en el suelo, como le dijo la Sabina al verlo entrar, y le comunicó al tío que acababa de hacer un homeround.

– ¿Y qué dice el Gringo? -preguntó el tío.

– Está feliz, si yo soy de su equipo; lo estamos ganando al «Pie de Lana»; yo vine a beber agua.

– Agua quitada del hielo le voy a dar; así, caliente como está le hace mal beber agua helada; es para que se tisiqueye de una vez.

– Está muy tibia… -escupió Fluvio al querer tomar el trago.

– Bueno, se la voy a enfriar un poquito más, pero no mucho. Helada le hace mal, se le abodoca la sangre.

El juego degeneró en una batalla campal, puñetazos, palos, piedras. Vidal Mota medio detuvo a Fluvio a instancia de la Sabina.

– ¿Cómo lo vas a dejar ir? Le pueden sacar un ojo. Los de la Parroquia son mala gente; le destripan un ojo, le dan una mala pedrada… ¿Quién paga las consecuencias?

El muchacho temblaba, pálido, vidriosos los ojos, sin saber si quedarse o salir. De pronto, determinó lo que debía hacer. Esquivando la cabeza y el cuerpo de las piedras que llovían logró llegar hasta los suyos, que contestaban con igual número de proyectiles.

– No parece que fuera tu sobrino, que fuera tu sangre, para dejarlo ir así…

– Peor es que sus compañeros crean que se vino a esconder a la casa de su tío, y lo llamen cobarde.

– ¡Qué cosas, Dios mío! ¿Por qué juegan como gringos, si aquí eso no se puede, porque a nosotros nos hierve la sangre y todo lo volvemos pleito?

A lo lejos, en uno de los extremos del «Llano del Cuadro», pasada la batalla, se oía a los del equipo de Boby gritar formando un pequeño círculo, apiñados unos sobre otros:

«¡Hurra, hurra, rá, rá, rá!… ¡Hurra, hurra, rá, rá, rá!…

¡Indian!… ¡Indian!… ¡Indian!… Rá, rá, rá…»

Y en el otro extremo, los del equipo de la Parroquia, también hechos una pina, gritaban:

«¡Pie de Lana! ¡Pie de Lana!

¡Pie de Lana…, rá, rá, rá…!

¡Bola-vá… bola-vá… bola-vá… vá… vá.…»

X

– Por leer el diario no voy a ser yo quien se condene, Rehinaldo.

– Reginaldo, Sabina, Reginaldo.

– Perdóname, es que yo siempre me confundo con rehilete. Tu nombre viene de reguilete.

– Tampoco, Sabina…

– Pues, como te iba diciendo, por leer el periódico no me voy yo a condenar. Nunca lo leo. Pero ahora con todo eso que dicen que pasó en la costa hace más de un año y eso de la herencia de los millones que es la actualidad, quiero saber bien y como no sé leer, muy, muy de corrido, voy a ir en busca de una mi sobrina para que me lo lea. Es esa que tiene una venta de ropa hecha en el Mercado Central, y de una vez veo qué compro para la comida, para variar. A vos no te gustan las verduras, pero debías probar, porque esta's muy colorado de comer carne y de veme el gusto… -e hizo la seña de empinar el codo.

– Busca si hay tepezcuintle; quién quita consigas.

– ¡Ya, va, siempre la carne! Voy a llevarme el periódico, vale que vos ya lo leíste. A mí no es que me importe lo que pasó en la costa, pero quiero saber quiénes fueron esos fueranos que heredaron y por qué heredaron. Montón de mentiras el que han de contar en todo esto que ponen aquí, sólo para rellenar el papel, porque así lo hacen siempre. Digo yo, ¿por qué no se dan el trabajo de sacar los diarios así en pequeño para no tener que inventar tanto? En la iglesia, los diarios que reparten a la hora de la misa, son chiquitos, y allí sí que todo lo que dice es la pura verdad de Dios.

En el interior del puesto de ropa, en el Mercado Central, olía a carrizo de hilo y a incienso, a agua de flores viejas y almidón de géneros nuevos.

– ¡Qué silencio está! -entró diciendo la Sabina al asomar el óvalo de su cara cobriza en el negocio, recibir los agasajos de la más pequeña de las hijas de su hermano, Tomasita Gil, e instalarse en una silla de visitas, por lo cómoda, al lado de la sobrina que untaba con un cabito de estearina el doblez de una costura, para repasarla en la máquina.

– ¡Y qué milagros, tía Sabina, qué años que no se dejaba ver por aquí! De paso la he visto haciendo compras, pero con esta vida carredeada que una lleva, no hay lugar para nada.

– Ni para leer el periódico, mi hija, y por eso me di una escurrida para que me leas… -y sacó de entre el rebozo el papel doblado en tres.

– ¿Hay algo que le interesa, tía?

– Sí, lo de esos fueranos de la costa que heredaron no sé cuantos millones.

– ¿Qué le parece?

– Sí estás ocupada…

– No, tía; con mucho gusto y así me entero yo también de lo que dice, porque sólo oído lo tengo. Aquí en el mercado no se habla de otra cosa. Con lo noveleras que son. La fulana de al lado, esa que vende pescado seco, dice que los conoce. Conoce a un tal Bastiancito, que es de los favorecidos.

– Lee qué dice… No me leas los letreros grandes, porque yo la letra grande la veo. Allí donde empieza la letrita.

– «La llegada al país de los eminentes abogados Roberto y Alfredo Doswell epiloga uno de los sucesos más apasionados de los últimos tiempos. Los abogados Doswell arribaron con el objeto de poner en posesión de la herencia del multimillonario, Lester Stoner, a los connacionales que ahora se ven dueños de un capital no menor de un millón y medio cada uno. De palique con los abogados Doswell…»

– Criatura, eso saltéatelo, porque a mí nunca me gustó el «pulique». Léeme donde sea lo de la herencia.

– Palique, tía; palique es conversación…

– Y «pulique» también: «pulique» es conversación de especias. Léeme donde esté la muerte de esos señorones y lo de la herencia.

– Sí, aquí sigue… «Según nuestras informaciones de hace meses, entre el saldo penoso que dejó el "viento fuerte", huracán que asoló las plantaciones de la "Tropical Platanera, S. A.", sembrando la desolación y ruina, se encontraron los cadáveres de los esposos Lester Stoner, más conocido por Lester Mead, y Leland Foster, ciudadanos norteamericanos que habían hecho del país su segunda patria…»

– Bueno, ahí sí ya está lo interesante…

– «Los esposos Stoner volvían de Nueva York, donde estuvieron por asuntos de negocios y se proponían ensanchar las instalaciones de una fábrica para producir harina de plátano, y otra de bananopasa, e iniciar cultivos de planta que producen aceites esenciales, para lo cual habían formado una sociedad que giraba bajo el nombre de "Mead-Lucero-Cojubul-Ayuc Gaitán y Compañía Limitada". El terrible huracán costeño los sorprendió en su casa -vivían en un bungalow cerca del mar- y cuando trataban de acercarse a la población, después de ver volar su casa en pedazos, murieron en un bosque en medio de la tormenta. El descubrimiento de los cadáveres conmovió a los vecinos, entre los que se contaban sus socios, hoy herederos de la cuantiosa fortuna de los esposos desaparecidos trágicamente…»