– A preguntarle iba yo, señorón, de dónde sacaron este par de colegas Karamazov…

– ¡Mil dólares por minuto!

– Y tan exactamente iguales. ¿Cómo es que se llaman?

– Alfredo y Roberto Doswell.

Los mellizos reían, sin entender, igual que dos sordos.

Al entrar el licenciado Vidal Mota, de quien explicó Fluvio Lima que era su tío, hermano de su mamá, se despidieron los muchachos del equipo reunidos esa tarde en casa de Boby Thompson para conocer a los «licenciados cuaches» que habían ofrecido guantes, bats, pelotas, caretas, pecheras y todo lo mejor y más moderno, en baseball, para el «B. T. Indian», o simplemente «Indian».

El Chelón Mancilla y la Parlama Juárez se quedaron con el Gringo a ver batir mezcla frente a un edificio en construcción, cerca de la iglesia de San Agustín. En la arena, después de formar un como volcán, se cavaba un cráter.

– Así, muchachos, se ve arriba del volcán de Agua -dijo Boby.

– ¿Subiste, pues?

– Siempre le gusta hacerse el baboso a este Chelón, vos, Parlama. Las veces que habré contado de cuando subí al cráter del volcán con unos excursionistas de Nueva Orleáns que vinieron a dar a casa.

– ¿Y hay algo allí?, vos, Gringo.

– ¡No me tomes el pelo vos, Chelón! ¡ La Parlama se hace el baboso y vos me tomas el pelo!

Los ayudantes de la obra, aprendices de albañil, dejaban caer sacos de cal viva en el cráter abierto en el volcán de arena, polvorientos, sudorosos, con el pelo, las cejas, las pestañas y las caras de cobre blanquiscas.

– ¿Quién de ustedes quisiera ser chunero, mucha?

– Las preguntas de este Gringo, me sacan franco… -acotó Mancilla.

– ¡Yo… -dijo Juárez-… no!

– Me tomaste el pelo -confesó el Gringo -, creí que decías que sí querías ser chunero. Como contestaste «¡Yo!», e hiciste una pausa antes de decir «¡No!».

Después de llenar el cráter de cal, en grandes cubos de agua fueron trayendo agua, y como llamarada blanca sin fuego, sólo calor y humo, alzóse un resplandor cegante de la cal que fundía sus terrenos en el líquido lanzado contra ella, no para apagarla, sino para encenderla y provocar su incendio. Y ya fue a batir, y batir, y batir con azadones la mezcla de arena y cal que se iba formando, para formar la argamasa que otros chuneros esperaban con las bateas en la mano, para llevar por los andamios a lo alto de la obra.

Fluvio Lima, el Negro Lemus y otros se encaminaron hacia el «Llano del Cuadro».

– Acompáñenme, mucha, al campo -les pidió Fluvio-: quiero ver si por allí perdí mi sacapuntas.

Marchaban a desgana uno tras otro. Se juntaban a veces al cruzar las esquinas.

– El Gringo no tiene papá, sólo abuelo tiene -masculló Lemus, como si hablara para él sólo, pero para que lo oyeran todos. Así hablaba muchas veces, hablaba solo, era medio chiflado. Los compañeros le oían y le contestaban con el temor de entrometerse en la conversación de dos personas.

– La mamá del Gringo vive en Nueva Orleáns y viene a verlo -apuróse a decir Lima, antes de cruzar la bocacalle, donde los autos bocinaban, reclamando paso-. La otra vez vino su mamá, yo lo vi con ella. «¡Adiós, 'vos', Gringo!», le grité, y él me contestó: «¡Adiós, Lima, voy con mi mamá!»

– Tiene mamá de lujo -dijo Chito Mayen, que iba con ellos-, lo viene a ver de Nueva Orleáns; la mía, cuando me ve, viene de la cocina.

Al asomar la pandilla al «Llano del Cuadro», los detuvo el Negro Lemus, y les anunció que tenía en la cabeza compuesto un verso para cantárselo al Gringo.

– Échalo, vos, Negro -exigió el Chito Mayen.

– Sí, hombre, vamos a oírlo. Lo aprendemos y se lo cantamos a Boby en la próxima práctica.

– Pero cuidado quién se raja… -exclamó Lemus, y recapacitando, soltó la estrofa:

Donde el Papa apache

nació el cambalache

y noche con noche

van cuache con cuache;

el uno es tipache,

el otro mapache,

y el otro…

bésamelo cuando me agache

que todos los gringos

me lo besan de hache.

– Vos eso lo sacaste, Negro, de «A la noche, con tamal de coche, y marimba cuache…»

– Lo saqué de mi cabeza y se lo vamos a cantar al Gringo, por aquello de que el Papa apache, es su abuelo; su casa con esos business parece un cambalache; y el cuache con cuache, los abogados de Nueva York, uno con cara de mujer o tipache, y el otro con cara de mapache…

– Y vos me lo besas, Negro, cuando me agache…

– No seas malcriado, vos, Chito -gritó el Negro Lemus-, y si se lo vamos a cantar a Boby, hay que repasarlo.

– Repásenlo mientras yo busco mi sacapuntas.

– ¡Señores, ya es ley la voluntad de Lester Stoner o Lester Mead y Leland Foster! -exclamó, primero en español y después en inglés, el viejo Maker Thompson, al cerrar el protocolo el licenciado Vidal Mota.

Juambo, el sirviente mulato, trajo una primera bandeja de copas de vinos generosos servidos hasta los bordes y highballs en vasos altos, como flautas.

– ¡Cuidadito!, ¿eh?… -comentó Vidal Mota-, que ley era la voluntad del testador muerto con su esposa en el viento fuerte que asoló las plantaciones del Sur, y expresada en forma indubitable ante mis honorables colegas nuevayorkinos, los ilustres abogados Doswell, a quienes acabo de conocer aquí. Nosotros, apreciable señorón -se había acercado más a Maker Thompson dándole palmaditas en la espalda-, no hemos hecho sino rodear la voluntad de Lester Stoner, el testador, que por sí sola es ley, de los requisitos formales para su cumplimiento legal.

Parte porque los abogados nuevayorkinos no entendían y parte por la avalancha de periodistas, fotógrafos y corresponsales que cayó sobre el whisky y regóse en torno de los mellizos, la perorata del licenciado Vidal Mota no tuvo otra acogida que la que él mismo le dispensó sobándose las manos en un medio aplauso y poniendo el más satisfactorio de los gestos.

– ¿Cómo testó? ¿Cómo testó? ¿A qué horas?… ¿Dónde?… -preguntaban los periodistas a los hermanos Doswell.

Y éstos, sin saberse bien si era Roberto o Alfredo el que hablaba, referían que una mañana en su oficina de Nueva York se presentó Lester Stoner, conocido en las plantaciones por Lester Mead, de quien eran sus abogados hace muchísimos años, a pedirles que redactaran su testamento a favor de su esposa, Leland Foster, y en su defecto, por muerte de ella, de la sociedad «Mead-Lucero-Cojubul-Ayuc Gaitán». La muerte trágica de Stoner y su esposa convertía en millonarios a sus siete herederos.

Lápiz en mano, sin soltar el vaso de whisky que renovaban a cada momento, al ya sentirlo cadáver lo cambiaban por otro más lleno, los reporteros interrogaban por el monto de la herencia y anotaban once millones de dólares, lo que hacía que a cada heredero, siete dichosos mortales, correspondiera alrededor de un millón quinientos mil dólares.

Otras preguntas. ¿Presentían Lester y Leland su próximo fin? ¿No hablaron de morir como murieron abrazados en medio del más espantoso huracán? ¿Es verdad que una gitana les predijo que morirían así, víctimas del viento fuerte y Stoner interpretó que morirían cuando se alzaran los peones contra ellos y por eso se adelantó a contrarrestar el mal augurio con la formación de la sociedad «Mead-Lucero-Cojubul-Ayuc Gaitán y Cía»?

Maker Thompson, que servía de intérprete, tradujo a los periodistas que los abogados nada sabían de esos pormenores y que daban por concluida la entrevista.

El licenciado Vidal Mota, acercándose a los periodistas, llamó a los conocidos y les dijo:

– Yo les puedo informar…, dar los nombres de los herederos… Pero antes, ¿saben ustedes que estos abogados con cara de serafines de mezcla ganan mil dólares por minuto?… -repitió despacio, sílaba por sílaba-…Mil dó-la-res por mi-nu-to… Miren el reloj… Vean la aguja fijamente… Ha pasado un minuto… Mil dolaritos para los dos angelitos…; y del viejo Thompson… ¿saben la historia?… ¡Ah, pero esto no es para publicar! Es sólo para ustedes, muchachos; los chicos de la prensa me son simpáticos. El viejo Maker Thompson se retiró de la Compañía cuando lo iban a elegir presidente, en Chicago, porque tuvo una decepción muy grande… Su única hija, Aurelia, le resultó de la vida airada… A ésa no se la llevó el viento fuerte, sino el ventarrón… Por eso le dicen de apodo el Papa, al viejo Thompson, porque iba a ser el Papa Verde… Y el muchacho, que no es su hijo sino su nieto, debía llamarse como su padre Ray Salcedo, un arqueólogo que se hizo humo tras armarle a la niña un bajorrelieve en el vientre…

– Bueno, licenciado, los nombres de los herederos…

– Aquí están en mi protocolo… Ya se los voy a dar… Pero, no por nada, sino porque a uno siempre le gusta salir en letras de molde, quiero que digan que fui yo, el licenciado Reginaldo Vidal Mota, el llamado a protocolizar un testamento de once millones de dólares… Los herederos son… Aquí los tienen ustedes… Lino Lucero, Juan Lucero, Rosalío Cándido Lucero, Sebastián Cojubul, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán…, herederos de ese otro gringo bestia que no sabiendo qué hacer con el dinero, lo único que se le pasó por el magín fue testarlo en favor de unos analfabetos, clinudos y palúdicos de la costa. ¿Qué van a hacer ésos con tanta plata? ¡Bebérsela! ¡Morirse de borrachos! ¡En aguardiente se van a bañar los condenados! Y cambiar de mujeres… Las que ahora tienen les van a parecer horribles, tishudas, malolientes, con la piel ladrillosa, para ellos que con millón y medio de dólares cada uno, millón quinientos mil dólares, querrán otra cosa, piel tersa, cabello blondo y registro completo.

En el grupo de norteamericanos, el hablar estrepitoso no dejaba lugar ni siquiera a oír. Se arrebataban la palabra. Hablaron dos y tres al mismo tiempo, como echando parejas o apuestas a quien llegara primero al fin, al fin de lo que decía, que nunca era el fin, porque otro arrancaba de allí, o el mismo que llevaba la palabra proseguía. Formaban el grupo el viejo Maker Thompson, los abogados Doswell, el vicepresidente de la Compañía y el gerente del Distrito del Pacífico, así como otros altos empleados de la Gerencia local.