– Bueno, Tomasita, explícame: porque a una, de vieja, se le pone la cabeza que ya dialtiro no le sirve para nada. Esos señores norteamericanos vivían allí enmontados con todo y eran muchas veces millonarios y habían hecho sociedad con esos otros…

– Sí, tía Sabina, y aquí están los nombres: «Lino Lucero, Juan Lucero, Rosalío Cándido Lucero, Bastían Cojubul…»

– Ese es el que tu vecina conoce…

– «Y Macario, Juan Sostenes y Lisandro Ayuc Gaitán.»

– Los siete heredaron la fortuna; pero seguí leyendo…

– «Ayer, en la residencia del señor Geo Maker Thompson, ampliamente conocido en nuestros círculos sociales, se llevó a cabo la lectura del testamento, por el cual Lester Stoner instituyó única y universal heredera de todos sus bienes a su esposa Leland Foster, y en su defecto…»

– ¿Qué quieren decir con eso? A mí me parece una grosería. Decir que si la señora tenía algún defecto, y no debe ser defecto-defecto, mi hija, sino alguna su alegría, y eso en un testamento sólo a los extranjeros se les puede ocurrir.

– No, tía Sabina. Quiere decir, ya usted no me dejó leer, que en defecto, es decir, a falta de la señora que era la heredera entran a heredar los otros, los socios.

– Ahora sí, así sí. Como ellos dos murieron, Dios los haya perdonado, ¿verdad?, los favorecidos son los fueranos ésos. Lo que no me has leído es si hablan algo de Rehinaldo, para decírselo.

– Sí, aquí explica que el testamento quedó en el protocolo del licenciado Reginaldo Vidal Mota.

– ¡Eh, pues, con razón que amaneció que no cabía en la cama de tan ancho! Y en resumidas cuentas, Tomasita, lo que se saca en cuenta es que en la costa vivían esos señores muy, muy ricos; testó él que era el dueño de todo a favor de su esposa, con el conque de que si ella moría su herencia pasaba a los paisanos. El huracán los mató a los dos y ahora esos abogados que dice Rehinaldo que son cuaches vinieron a que los herederos apercoyaran lo que ellos tal vez ni sabían. Lo que es la vida…

Una señora entró preguntando por franela, y después de ver y tentar la que Tomasita le mostró, en una pieza, dijo que iba a ver si no encontraba dobleancho.

– No hay franela dobleancho, no va a encontrar; mejor llévesela…

– Si no encuentro vuelvo. Es un encargo que tengo. No es para mí.

La visita tuvo tiempo para recapacitar y decir al marcharse la compradora que no compró nada:

– ¿De dónde saqué yo, Tomasita, que en este asunto había un gran misterio? Por eso vine. Pero como no te molesto nunca, una vez se perdona. Y como te iba yo diciendo, y me vas a dar permiso de fumar, para mí era algo así como un sueño revuelto con espantos y brujos, lo que no está en el periódico, y que es lo que debe ser…, algo misterioso… -aspiró profundamente el humo del cigarrillo de tuza-, eso que uno jamás acaba de explicarse cuando suceden las cosas, misterioso como el humo del tabaco que se respira…

Se oía el respirar trabajoso de Tomasita, con las narices tapadas, curvada sobre la máquina, para ensartar la aguja.

– No me pesa ser poca para leer el diario. Una vez allá cada cuando deletreo lo que ponen en letras grandes. Y no me pesa, Tomasita, porque, como te habrás fijado, los periódicos todo te lo explican, lo desentrañan, lo vuelven igual a chicle mascado, es decir, le roban el misterio a las cosas, el misterio de la vida, y le dan otro misterio, el que ellos inventan, artificio de intriga y enredo con el que sólo tratan de fundir al prójimo.

– Pero tía Sabina -levantó la cara Tomasita, ya había enhebrado la aguja, la cara pálida, con expresión de juventud doliente-, ¿qué misterio puede haber en eso? Ningún secreto, son cosas naturales…

– A vos te parece… A mí, no… Nada de natural tiene ese viento que un día porque sí, acaba con todo lo que se le pone enfrente. Allí está el mal moderno. Creer que porque el periódico lo dice es natural lo que pasa… No, Tomasita, hay muchas, muchas cosas que no son así no más, sino tienen su cabe, y según y cómo. Vos no has vivido. Te falta. Pero es mejor que doble mi papel y me vaya; no te quiero dejar con miedo en éste tu negocio que de tan solo ya mero espanta.

– Podría emprestármelo, tía. En casa no lo recibimos, y está tan bien explicado.

– Bueno, te lo dejo, pero con cuidado lo perdés. ¿Y qué tal por la casa? No te había preguntado. ¿Cómo está mi hermano y la Guadalupe, porque estaba con «reumatís»? Desde que se casó mi hermano con tu señora madre, ella padecía de reuma. Dios quiera que no se herede, mi hija, si no vos vas a parar tiesa, con esta humedad del suelo.

– Todo el mercado es así de húmedo, pero yo tengo éstas mis tablas, y con eso me defiendo un poco.

– Y es que está construido sobre un cementerio. Allí tenes una prueba de lo que te estaba yo diciendo. Vos ves el mercado, la gente, la bulla, lo que se compra, lo que se vende, los que entran, los que salen; pero abajo están los muertos, los huesos de a saber cuántos mil cadáveres. Detrás del ventarrón de la costa que ultimó a esos extranjeros nadie me quita de la cabeza que debe haber una fuerza, una voluntad. Caixtoc, decía mi abuela, aunque otros le llaman Zizimite.

– El Zizimite es el diablo…

– Es un diablo de los montes, pequeño, burlón, trabajoso… -se levantó para despedirse-, me voy sin comprar nada, porque vos no has de tener tepezcuintle.

Tomasita dobló el periódico, lo puso sobre la máquina de coser y salió a la puerta.

– Bueno, tía, hasta aquí la dejo; no la acompaño a buscar el tepezcuintle por no dejar esto solo.

– ¡Dios guarde, mi hija, con el ladrocinio que hay, más rateros que ratas! Pero, decíme una cosa; más o menos, ¿cuánto es lo que esos costeños heredaron en moneda de aquí?…

– El periódico lo dice, tía Sabina; como el cambio está al treinta, treinta de nuestros pesos por un dólar, se les van a volver treinta y seis millones de pesos de aquí…

– ¡Qué barbaridad! Es mucho pisto. Por eso Dios manda esos castigos. Porque ésa es otra. A que el diario no dice que ese gran ventarrón que barrió con todo fue castigo de Dios. Lo explica así, así, como si la naturaleza, como ahora dicen, no fuera simple criada, simple sirvienta de la voluntad de Dios. ¡No, Tomasita, no se puede guardar tanto oro sin provocar esos desgarres brutales, y a éstos de aquí, con todo y que es muy sabroso ser rico, yo no se los «envideo», porque el mucho tener también es fuente de sufrimientos!

– Tía Sabina, no se vaya sin decirme cuándo va a ir por la casa; antes sabía dar sus vueltas.

– Voy a llegar para el cumpleaños de tu señor padre, si Dios nos tiene vivos.

Tomasita vio detenerse a la vieja despaciosa -andaba tomándose su tiempo para cada paso y mirándole la cara a la gente- en el puesto de pescado seco, donde estaba esa fulana que conocía a uno de los herederos, a un tal Cojubul.

El ruido de la máquina de coser y al compás del pedal girando el pensamiento de Tomasita Gil, no sobre lo que decía el periódico, sino alrededor de lo que contaba, rodeada por el olor del pescado seco, la fulanota. ¡Qué buena carne prieta y qué buenos dientes blancos para mascar copal todo el día! Más blanco el copal que sus dientes o más blancos sus dientes que el copal. Una vaca marina rumiante de grandes pechos y grandes nalgas y todo grande, el cuello, los brazos, los muslos; sólo los pies pequeños. Y entre el chaca, chaca, chaca del copal tronante, el cuento de los esposos extranjeros, tal y como se lo había referido ésa su amistad de la costa. Y allí sí que, como diría su tía, puro cuento, puro, puro cuento…

En las plantaciones apareció un ser extraño, medio loco, medio cuerdo, que respondía como perro al nombre de Cosí. Este vagabundo, que no tenía de cristiano más que la forma, vendía agujas, alfileres, dedales, todo para el costurero, y anunciaba su mercadería con risotadas que eran mezcla de risa y alarido. Una señora casada con uno de los jerarcas de la compañía se fijó en él. Parece ser que le enamoró la forma como el hombre hablaba. El timbre de su voz, lo que decía y cómo lo decía, porque muchas cosas se pueden decir, pero hay que saber decirlas, expresarlas. Doña Leland se divorció del marido que ganaba cientos de dólares, por casarse con aquel pobre ser que no era sino un achimero, y ni siquiera eso, porque los achimeros a veces llevan un capital en lo que venden, y Cosí sólo ofrecía agujas, dedales, todo para el costurero. Pero a partir de esa fecha, el Cosi, que se llamaba Lester Mead, deja sus ventecitas y hace causa común con los cultivadores de banano en pequeño, víctimas de las injusticias, atropellos y abusos de la compañía. Y de este frente de lucha sale la sociedad que encabeza el norteamericano, secundado en un todo por su esposa. El descalabro financiero pinta para los productores del país y entonces va el yanqui, Lester Mead, con su mujer a Chicago, lucha porque se le oiga y se aplaquen los métodos inhumanos de la Bananera, pero no lo consigue. Decepcionado de sus paisanos se traslada a Nueva York, testa ante sus abogados, que son esos cuaches que ahora andan por aquí, toda su fortuna a favor de su esposa, Leland Foster, y al morir ésta dispone que su capital pase íntegro a los costeños que con él forman la sociedad. Pero ¿qué es lo que testa? ¿Sabía ella quién era él? ¿Sabía ella que el desgraciado con quien se había casado era uno de los más fuertes accionistas de la misma empresa a que combatían? Todo se descubre. No se llamaba Lester Mead. Su verdadero nombre es Lester Stoner, un millonario que fastidiado de la vida de millonario se disfraza de pobre, pero pobre de verdad, pobre, pobre, pobre, y recorre las plantaciones en busca de un amor… -aquí la fulanota del puesto de pescado paraba el relato para darle unas seis machacadas seguidas al copal-… y tiene la suerte de encontrarlo. Así pasa con los que desprecian el dinero, encuentran el amor… Tuvo la suerte de encontrarlo, porque la que se enamoró de él, no se enamoró de otra cosa que no fuera él; deja su casa, deja sus cosas buenas, deja a su marido, y se casa con él que no tiene nada, sólo los dedales y las agujas… -y aquí la del puesto de pescado, ya no sólo tronaba el copal entre sus dientes de marfil luminoso por la humedad de la saliva, sino se tronaba los dedos y alzaba las pupilas negras para dejar lucir bajo las dos lunas de azabache el blanco celeste de sus córneas.

El cuento no acaba allí. Al descubrirle su identidad a doña Leland pudieron haberse quedado en Nueva York haciendo vida de gran mundo, pero ninguno de los dos quiso ni pensarlo. Se apresuraron a volver a las plantaciones con el proyecto de ampliar el molino de harina de plátano que dejaron ya instalado, instalar una fábrica de banano-pasa, introducir cultivos de plantas que produjeran aceites esenciales, pero la muerte no les dio lugar; allí donde el amor los encontró, los encontró la muerte. El viento fuerte acabó con ellos. Dos vidas consagradas a la vida misma… Cada vez que lo contaba lloraba la del pescado seco (lo que no le gustaba que le dijeran, porque contestaba: «¡Seco tendrá el pescado su madre.»), la de la venta, o la del puesto de pescado seco -así era como debía decírsele para no disgustarla-, porque su enojo era como la reventazón del mar y hubo vez que peleara con otra placera y como los tumbos le fue aventando los pescados para encima.