– Vieja mujer, Sabina Gil, virgen y estéril como el esmeril blanco, te seguiré contando lo que hizo el Chama después de ofrecer la pierna de neblina plumosa al Huracán, el dios al que falta una pierna. Yo, el tepezcuintle, te seguiré contando. De la playa de las garzas se fue a la choza en que vivía la familia de Hermenegildo Puac, donde le esperaba el mayor de sus hijos, Pochote Puac. «¿Estás cansado, tata?», le preguntó el muchacho, el sombrero bollonazo sobre la cabeza grande, los ojos dulces como los de su padre. «¿Estás cansado, tata?», repitió su pregunta. «¡Estoy!…», le contestó el Chama. Ya callaron los dos. No hablar era hablar entre ellos dos. Callar era comunicarse entre ellos dos cosas ocultas. Y comunicárselas directamente sin la traición del habla. «¡Yuc!», le dijo el Chama, en ese hablar sin labios del silencio, dándole a entender que iba a darle la investidura de jefe intocable bajo la forma de yuc, el pequeño corzo americano. «Yuc», lo nombró. «Yuc -le explicó después, ya con palabras, después de haberlo nombrado, de haberlo hecho Yuc-, la tierra sólo es una, pero tiene cuatro 'susurros' para los grandes jefes. El 'susurro' es el ruido que hace cada una de las tierras que se frota sobre la piel del elegido. Tendrás majestad única y estarás en todas partes. Ser jefe es ser múltiple. Ser jefe es poder estar en muchas partes.» Callaron sus caras. La cara de Pochote Puac frente a la cara de Rito Perraj. Callaron sus vientres sin alimento. «Yuc, el 'susurro' de la tierra verde que ahora froto sobre tu frente, alrededor de tu cabeza, en el caño de tu nuca, te dará la real voluntad de mando, la esperanza, el vuelo del quetzal, la hondura pétrea de la esmeralda, el espejo de jade y la infinita potencia vegetal. ¡Hombre de cabeza verde!, te llamo entonces.» «Yuc -le anunció después-, el 'susurro' de la tierra amarilla que ahora froto sobre tu corazón, en toda la extensión del pecho, te dará el dorado color de la mazorca de maíz amarillo para que seas siempre humano, y lo froto sobre tu ombligo y bajo tu ombligo, en el sexo! ¡Hombre de testículos amarillos!, te llamo entonces.» Más tarde, tomando tierra colorada para producir el 'susurro' rojo, untósela en los brazos y en las piernas convirtiéndolo en guerrero mayor. «¡Hombre de lucha! te llamo, hombre de las extremidades de fuego color de sangre.» Y, por último, con tierra negra produjo el 'susurro' de la tiniebla con que le frotó los pies, las manos, la espalda, hasta los glúteos. «Tu huella será la del invisible, tu presencia la del que se siente que llega, que está junto a nosotros y no se sabe quién es, y tus asentaderas las del que aguarda sobre la noche, el alba de la esperanza. Esperar a que amanezca es tu papel supremo. Transmitir de generación en generación esta virtud de la esperanza del alba, tu designio. Aprender a estar sentado en la piedra, en el tronco, en la silla, en la silla con respaldo, tu sabiduría…»

– ¡Y este tepezcuintle que no se cuece ni con el tamaño infierno que le he puesto en la olla! ¡Más duro que mi costilla! ¡Tepezcuintle brujo, cocete; mucho que dicen que sos mudo, pero en el hervor has estado que no te callaba el cuerpo! Entender lo que los animales hablan cuando se están cociendo, es ciencia.

Y levantando la mano como garra de dedos flacos y uñas de habas secas, la Sabina se rascó la cabeza. Ya empezaba la resmolición de los muchachos jugando en el llano con ese palo y esa pelota. De repente se van a dar un mal golpe. «A qué hora irán a la escuela», es lo que yo pregunto. Vidal Mota salió. Pero regresará a la hora de comer el tepezcuintle. Debe andar en las embelequerías de irse a la costa con los que van a que los herederos apercoyen lo heredado. Lo que me hace falta es café molido. Café molido y candelas. Café molido, candelas y pan. De paso que el reloj tan apurado que anda siempre. Es como el almanaque. Quita que te alcanzo, quita que te alcanzo. Dan ganas de decirles: ¡No corre prisa, ustedes! ¿Por qué van tan ligero? Horas y días se van… ¿Quién les estará pagando para envejecerlo a uno? Días y horas se van… Pero también, para que esto fuera eterno… No, mejor que tengan cuerda…

XI

El aire olía a miel de flores. El aire caliente. El sol parecía estar en el cénit desde las cinco de la mañana. Aroma embriagador, alucinante. Estrellas en el calor de la madrugada. Sin dormir. Desvelo de las cosas vivas, adormecidas a fuerza de cansancio, pero sin encontrar el sueño. Por todos lados el espacio, no el sueño. Sudor. Sudor en lagos, en ríos. El peso de los miembros y el sudor en ríos, en mares. Luz de ojos semidespiertos. Modorra de mediodía en la madrugada. Respiración ansiosa. Al fin allá, allá donde el pensamiento alcanza a pensar en el zacate que comen las vacas, para recrearse en algo fresco. Quema el suelo de ladrillo. Quema la hamaca desargollada bajo el cuerpo, húmeda de transpiración sin trapos, del pellejo contra el tejido de la hamaca. Hamacarse, ligeramente, para hacer aire, aire e ir despegando los miembros adoloridos, flojos. Las caras. Se pintaban las caras con la luz violácea. Bestias oscuras, cabezas oscuras, pieles oscuras. ¿Para qué abrir los ojos? ¿Para descubrir las mismas cosas? ¿Ver el mismo panorama? ¿Saber de nuevo que están vivos? ¿Tomar conciencia de lo que durante la modorra del cansancio nocturno olvidaban a medias? Pero, día de trabajo, tenían que abrir los ojos, tenían que abrir los ojos, tenían que abrir los ojos. Por fuerza tenían que abrir los ojos. Quisieran o no quisieran tenían que abrir los ojos. No querían, no. Pero tenían que abrirlos. Ya pintaba el día, ya los gallos cantaban, ya alguna de las mujeres andaba despierta, rascándose, paladeándose el mal sabor de la boca, sin ganas, casi como una condenada a encender el fuego para hacer el café. Y en medio del calor de las cuatro de la mañana, el frío de los palúdicos. Barbas ralas, caras sin peso, codos salientes en ángulo agudo por entre los hilos de las hamacas. ¡Cuánta fuerza tenían que hacer para no colarse entre las cuerdas y caer al suelo convertidos en polvo seco! Amanecer profundo. Superficie fúlgida y hondura de sombra mezclada con harina azul, neblina ya aclarando, ya llovizna de sol sobre los bananales cubiertos de relámpagos de telarañas que se contraían electrizadas al primer brochazo del sol. Mar, mar inmenso, mar del zumbido de las moscas, ensordecedor, fastidioso, lento, monocorde. Moscas pequeñas, moscardones pegajosos. Ríos, ríos ondulantes de gusanos que trepaban, oro y ébano, plata y azabache, sangre y azulinas, a ver dónde terminaba el verde relumbrante de la hoja y empezaba el azul del espacio infinito, los bananales empapados de un cielo más fino que el cielo. Abrir, abrir los ojos, andar, andar por los mismos sitios, por el corredor de la casa, por las habitaciones, por la cocina, por los patios encuadrados en el sueño de los aleros que les alcanzaba en penumbra. ¡Qué desagradable mojarse en las hierbas charcosas para ir en busca de los animales, bueyes, mulas, que tampoco mostrábanse ganosos de abrir los ojos! Había que golpearlos para que revivieran. A palos y gritos salían de su torpeza pesada. Se sacaban la vida de dentro y la ponían en juego al menor movimiento. ¡Buenos días! ¡Buenos días!… No habrá otras palabras. Siempre las mismas. ¡Buenos días! ¡Buenos días!… ¿Y de qué servían que hubiese otras, si siempre sería lo mismo el día caluroso, ahogador? Lo de emprender la tarea con gusto son historias. Se arranca a disgusto, se sigue a disgusto y se termina a disgusto. Mejor sería quedarse en la hamaca y allá que el trabajo se hiciera solo, sin los hombres, sin ellos, alucinados borrachos, extraviados de buena mañana por el fragante hervor de la costa. En mala hora vinieron. Si se pudieran ir. Si se pudieran escapar ese día que empezaba como todos los días. O escapar otro día, mañana, pasado mañana, o algún día, con tal de salir de aquel infierno. Ah, con cuánto gusto se levantarían para marcharse, cómo abrirían los ojos felices de ver que era la hora de abandonar el nido hediendo a sudor en que habían dormido, mal dormido, no dormido la última vez, porque ya se iban liberados! Rápidamente harían los preparativos. Todo les parecería hermoso. Darían con gusto nuevo los «buenos días». Pero ¿quién piensa en eso? La costa es mujer que no suelta al que agarra; lo hace como sentir que se puede escapar, pero lo aprieta entre sus muslos. La costa es sólo muslos y por eso nadie se sacia en ella ni se hostiga, porque incita a la búsqueda de algo más que los muslos, pero ese algo no lo tiene; muslos y nada más. Los que se empeñan en conquistarla al fin caen vencidos, sin más ser que el bagazo, bagazo que se quema, se seca, húmeda costra de tierra que se hunde en el mar.

Desde las cercas, donde las flores de girasol alternaban con cadenas de quiebracajetes celestes, mastuerzos, pringuitas de sangre del Señor y margaritones amarillos, sacaron los ojos divagados Bastiancito Cojubul, su costilla que estaba criando, Rosalío Cándido Lucero y el peludo Ayuc Gaitán.

Los tres -para ellos la mujer no contaba- vieron, cuando apenas era una mosca en el cielo, un avión que se fue haciendo abejorro, pronto libélula y más pronto aparato gigante. Quebró la recta que llevaba hacia el mar para dirigirse al campo de aterrizaje de la «Tropical Platanera, S. A.».

– ¡Bueno, pues, muchades, se acaba la mañana y nosotros aquí de haraganes!… -dijo uno de todos.

Se despegaron del cerco mojados de rocío, para salir a sus trabajos, mientras la mujer, olorosa a leche, buscaba al hijo dormido en un canasto, para despertarlo y que mamara. Pero, en despertarlo andaba cuando los hombres que salieron al trabajo asomaron de vuelta, y con ellos, otros hombres más que les metían las manos por la cara, para explicarles quiénes eran ellos.

– ¡Son ustedes!… -les gritaba Mauricio Crespo-…Ni mamados hasta el tope se imaginaron esto… ¡Dejen esos machetes, esas hoces, boten esos mecates, echen a la basura todo lo que tienen!

– ¡Nada de trabajar hoy!… ¡Ir al trabajo, ja!, ya ustedes no volverán al trabajo nunca… -les lanzaba a la cara Braulio Rascón-. ¡Ahora van a vivir, lo que se llama vivir! ¡Nosotros nacimos muertos, muchades, porque nosotros somos pobres y pobres nos quedamos! ¡Estos revivieron, salieron del cementerio de la pobreza!

«Pues no hay duda que se sacaron la lotería», pensaba la mujer de Bastiancito Cojubul, el pezón del seno lleno de leche entre los dedos, ya para dárselo al crío. ¡Pobrecito! Por no ver lo que hacía, acongojada por los tamaños gritos de aquellos hombres que felicitaban a su marido, la Gaudelia le pringó los ojos con leche, lo que no evitó que el crío se prendiera a la teta, sin dejar de seguir con las pupilas los movimientos de Crespo, Rascón y otros que los acompañaban, y otros más que iban llegando. Mamaba y miraba, miraba y mamaba.