– ¿Toba, qué miras? ¿Miras la riqueza de Dios? -musitó él mientras la acariciaba-. ¿Qué miras?

– Suma…

Y jugó sus ojos blancos, manchas de cal caliente entre pestañas duras como crines.

– En este momento somos más felices que los herederos de todos esos millones. Las riquezas del cielo se nos pierden hoy, pero las encontramos mañana, como la dicha, como la esperanza, con sólo alzar la cabeza y volver a ver el cielo. Hay un fluido entre esas riquezas infinitas y nosotros.

El grito un poco áfono de la mulata cruzó entre los escasos arbustos de la pequeña ladera. El dolor. La sangre. Su tristeza única. El engranaje de los cuerpos. Los besos sosegando los espasmos. Suma, suma, suma de dos seres, de dos cuerpos, de dos cantidades infinitas para el amor.

En el espacioso salón de jefes y altos empleados -todas las luces encendidas, todas las ventanas abiertas, llenas las sillas, llenas las mesas con los jugadores de bowling que llegaron a última hora y se treparon en ellas cesosos y sonrientes, llenas las puertas con la peonada y los pasillos llenos con los empleados secundarios- se daba lectura al testamento de Lester Stoner o Lester Mead, otorgado en la ciudad de Nueva York ante los abogados Alfredo y Roberto Dosweil y protocolizado por el licenciado Reginaldo Vidal Mota, allí presentes rodeando la mesa de actuaciones con el juez, su secretario, el alcalde, el vicepresidente y gerentes de la Com pañía.

Lester Stoner instituía única y universal heredera de sus bienes y acciones a su esposa Leland Foster de Stoner y, en su defecto a las siguientes personas: Lino Lucero de León, Juan Lucero de León, Rosalío Cándido Lucero de León, hijos de Adelaido Lucero y Rosalía de León Lucero, ya fallecidos; Sebastián Cojubul San Juan, hijo de Sebastián Cojubul y Nicomedes San Juan de Cojubul, ya fallecidos; y Macario Ayuc Gaitán, Lisandro y Juan Sostenes Ayuc Gaitán, hijos de Timoteo Ayuc Gaitán y Josefa Gaitán de Ayuc Gaitán, ya fallecidos.

– ¡Que se calle esa gente allí -gritó Maker Thompson imponiendo silencio a los asistentes asomados a las puertas y ventanas. Había llegado la víspera en ferrocarril con el licenciado Vidal Mota y Juambo, su criado, para acompañar a los hermanos Doswell en su recorrido a las plantaciones, las playas del Pacífico y los lugares en que Stoner encontró la felicidad y la muerte al lado de su esposa, sin más trato que el de aquellos rústicos ni más ambición que crear un mundo justo.

Los mellizos Doswell, admiración de los asistentes que por verlos se empujaban, entre risas, bisbiseos y aspavientos, desde que llegaron al trópico se abonaron al refresco de guanábana… (¡No more whisky, gua… na… baña!) Se esponjaban las caras sudorosas, era un baño de sudor, con grandes pañuelos blancos que también les servían para darse aire. (¡Tropic!… ¡Tropic!…) Eran tan idénticos que sudaban el mismo número de gotas y al mismo tiempo. (¡No more whisky, gua… na… baña!… ¡Tropic!… ¡Tropic!…)

Leído el testamento por el secretario, el juez actuante llamó a firmar a los herederos nombrados. Pálidos, distantes, huraños. Lino Lucero firmó a la descubierta, la pluma en la mano temblorosa, sin agacharse mucho sobre el papel para que no se le saliera el llanto que se estaba tragando.

El acta de defunción de Lester y Leland se acompañaba al testamento adherida al legajo igual que un insecto plano, un insecto misterioso en cuyo vientre a rayas de papel sellado estaba escrito el final de aquellas dos vidas en lacónica frase, insecto delgado, casi transparente del que se desprendía el alocado mundo de las hojas trémulas, de árboles en erupción de ramas culebreantes antes de ser arrancadas de cuajo, de cegadoras nubes de polvo, de ensordecedores diapasones de huracán, silenciosos, diáfanos y hondas explosiones oceánicas: todo salía de allí, del insecto-papel, del insecto-acta de defunción, sin faltar la presencia de Rito Perraj (sagusán…, sagusán…, sagusán…), ni la carcajada muda de la calavera de Hermenegildo Puac, ni…

Ahora que estaba muerta, Lino Lucero podía hablar a su corazón de su amor por doña Leland; olía a lo que huele la madera de nogal al aserrarla, al olor con brillo que suelta el nogal entre los dientes del serrucho.

– Gracias, Lino… -dijo ella esa vez que la bajó del caballo, clavándole las manos como muletas, en las axilas, para que sus dedos alcanzaran algo del nacimiento de sus senos.

¿Comprendió ella algo?

Lo cierto es que sólo así le dijo: «Gracias, Lino…»

– No es nada, doña Leland… -le respondió él, la voz pastosa, el corazón que no le cabía en el pecho.

– Pero si es un tiburón nadando…

Eso fue otra vez. Doña Leland se bañaba con su esposo en la desembocadura del río. Lino, atraído por su belleza, se tiró al agua y pretextando que ella corría peligro, la palpó toda.

¡Cobarde! ¿Por qué cuando se la llevaron muerta no tuvo valor de besar el mechón de su pelo de oro fúlgido que se escapó de la sábana blanca que cubría sus cadáveres, aquella mañana de zafiros desolados?

Al concluir de firmar, la escolta despejó para que salieran los herederos y los señores hacia el comedor de empleados, donde se les agasajó con whisky, licores, vinos y sandwichs. Los jerarcas de la Compañía abrazaban a los nuevos millonarios, como a potrillos que de repente hubieran dejado de andar en cuatro patas, para volverse bimanos.

Terminado el agasajo salieron a la luz de las «yardas» y de allí a la oscuridad de los caminos. Gente y luciérnaga. El avión posado sobre la pista de aterrizaje, muy bien iluminada, parecía un gran pájaro de papel de plata.

XII

El gentío por grupos se encaminó a «Semírames», propiedad de los Lucero, situada donde Adelaido, padre, la construyó hace tantos años como edad tienen Lino y Juan, y no obstante los años, igual que acabadita de estrenar siempre; tantas mudas y renovaciones se le hacían para mantenerla en pie, ampliarla un poco y renovar sus materiales, no porque envejecieran, porque en la costa nada envejece, dado que todo se gasta rápidamente, y pasa como las personas, casi sin edad, de los años mozos a la muerte.

De la casa que en «Semírames» construyó con sus manos el propio Adelaido Lucero, pintando las paredes de rosado y el zócalo de amarillo, como iba vestida la Ro salía de León el día que la conoció -blusa rosada, enagua amarilla-, no quedaba sino el lugar. Se amplió al crecer la familia; le dieron más de alto al renovarle los techos, las vigas madres, todo hubo que cambiar, y «ultimada-mente», como decía Juancho, tuvieron que hacerle dos lados para que cupieran las dos familias, la de él y la de Lino -Rosalío Cándido era soltero y se avenía a vivir allí con ellos-; aunque esto, que fue como echar la casa por tierra, sólo pudo hacerse fallecida la madre, que lloraba cada vez que se hablaba de botar y levantar los techos, aumentar las habitaciones, ampliar los corredores, subir la cocina…

Por grupos, notificado el testamento, el gentío se arrancó hacia «Semírames». Unos alumbraban el camino con lámparas eléctricas de mano, otros con faroles y otros con hermosas y alocadas teas de ocote. La escolta acompañaba a los herederos, encabezados por Lino Lucero, que desapareció, así como sus hermanos, y los otros, entre nudos de abrazos al solo llegar a la puerta de la casa, donde las gradas para subir al corredor, eran una cascada de gentes esperándolos.

– Esos señores gringos son lo más sin gracia que hay -hablaba el comandante con la Toyana – por eso no quise moverme de mi despacho; imagínese usted que debían haber rodeado la notificación del testamento de alguna solemnidad, pero como ellos todo es «allá va la vaca, nana».

– Rumbo quería mi comandante…

– Lo de «mi» te lo vas guardando, Toyana, porque yo no soy propiedad de nadie.

– Pues el señor comandante…

– Tampoco. Lo del «señor» también guárdatelo, porque el Señor está en los cielos sentado a la diestra de Dios Padre.

– Pues el comandante.

– Así mero me gusta. Nada de «mi», ni de «señor». Y no quería rumbo, sino ceremonia. Para hacer lo que ellos hicieron, yo se lo hubiera notificado en la Coman dancia. Pero ya se sabe. El juececito ese que se desvive por quedar bien con ellos debe haberles metido en la cabeza que lo hicieran allí. Y ni siquiera como se debe. Haber pedido un minuto de silencio por los señores que les dejaron la herencia…

El comandante estrechó la mano de Lino Lucero, mientras la Toyana salía al encuentro de Bastiancito, a quien habló en la Comandancia del guaje que tenía empeñado.

Las guitarras de los Samueles, una marimba que se trajeron del pueblo, y la media banda de un circo ambulante, se alternaban para no dejar lugar al silencio. Con la banda llegaron tres volatinas y dos payasos; las volatinas con peines españoles y mantiñas, sólo soportables por ellas en aquel calor de infierno y los payasos, «Banano» y «Bananito», con las caras blancas, las cejas coloradas, los labios morados y las orejas amarillas.

– El alcalde se trajo a las cirqueras… -comentó un muchacho subido en un cocal para gozar del espectáculo de la fiesta.

– Esa que está hablando con él es la desgonzada… -dijo otro.

– Allí andan el gangoso y la Toba… -apuntó una voz más alto.

– ¿Se ve mejor allá arriba? -preguntó alguien-. Yo quedé muy abajo, ya mero me estoy yendo a otro palo.

– Y este baboso que se está tirando pedos…

En las ramas de los cocales, como si a los cocos les hubieran salido ojos, se enracimaban las cabezas de los «mirones», primero en sombras, luego iluminados por las fogatas que se encendieron alrededor de la casa, y más tarde por los relámpagos de los petardos que empezaron a estallar en la profunda noche celeste.

Polo Camey, el telegrafista, les daba viaje a las bombas voladoras con la brasa de una tagarnina más grande que él, y al estallar la bomba se quedaba oyendo, oyendo, oyendo, para descifrar lo que las detonaciones transmitían al infinito en telegrama.

– ¡Cargas de alfabeto morse! -gritaba en dejando caer la bomba al fondo del mortero hediondo, humeante, caliente-. Así les comunicamos a los colegas de Marte que estos muchachos se volvieron millonarios…

– ¡Multi, si me hace favor, don Polito, multimillonarios!… -le corregía el que le alcanzaba las bombas, parte de la fiesta.

– ¡Thirteen!… -exclamó Roberto Doswell.

– ¡Yes, thirteen! -profirió Alfredo, el otro mellizo.