– ¡Se fue la runfia de diablos… porque eso son, unos diablos! -exclamó una anciana ocupada en barrer un zaguán que daba al «Llano del Cuadro», al desaparecer de la sabana verde, por las calles, Boby y los jugadores del «B. T. Indian».

– Si a las sirvientas nos fuera dable entender algo que no fuera el oficio y la doctrina cristiana -siguió hablando sola, entre la nube de polvo colorado que se levantaba de los ladrillos-. Algo, entender algo, discernir por nosotras mismas, pues pensaríamos que hoy los muchachos ya no se entretienen con los juegos de antes: bailar trompos, volar barriletes, pasarse de mano en mano la pelota de trapo en lo que llamaban «pajarito», y el «ratón y el gato», y la «tenta», y el «tuerto» y «andares», y «arranca cebolla». Ahora todo es lo que juegan en otras partes. Lo de aquí no sirve. Sólo lo extranjero vale, porque es extranjero. Antes jugaban a los toros. Uno hacía de toro. Otros hacían de caballo cargando a los picadores. Hoy, no. Juegos gringos. Para mejor será, pero a mí no me gusta.

Detuvo la escoba y vio, al través de la cortina de polvo colorado que levantaba al barrer, entrar un perro lanudo.

– ¿Eh, pues, ya venís vos?

El perro presidía siempre la marcha del licenciado Reginaldo Vidal Mota, su patrón.

– Creí que hablabas con alguien -dijo el licenciado apresurando el paso para no respirar el polvo de ladrillo.

– Hablaba con la escoba…

– Eso no es hablar con alguien, sino con algo…

– Da lo mismo, como hablar con el chucho.

– ¡Cómo va a ser lo mismo hablar con una persona que con una cosa!

– Aquí, en tu tierra, ya va siendo lo mismo. Se acabaron las personas, Rehinaldo.

– ¡Reginaldo, Sabina, Reginaldo!

– Se acabaron las personas -repitió la Sabina Gil – y es tal vez más una escoba, esta mi escoba, que una gente. La escoba barre porque vos la pones a barrer. Pero la gente, la gente, la gente de aquí se presta, se ofrece para que barran con ella… Mejor no sigo hablando…

– ¡Sabina -gritó desde su cuarto Vidal Mota-, poneme a calentar un poco de agua, que me tengo que afeitar, y traeme una toalla!…

– Agua caliente hay. Lo que no tengo es toalla limpia; o «espérame», tal vez se orearon las del patio y te la acabo de secar con la plancha. Antes se podía tender ropa en el llano, pero ahora con el puño de muchachos que le vienen a estarle pegando a una pelota con un palo… No sé qué gracia le encuentran. Hasta Fluvio, tu sobrino, anda entre ellos. Yo quiero ver el día en que le den un su buen golpe.

Vidal Mota, en camiseta, desabrochado el pantalón que se abrochaba, el periódico en la mano, salía del retrete cuando la criada entró en su cuarto con el pichel de agua caliente y una toalla recién asentada, todavía tibiona de sol y plancha.

– La ropa planchada con plancha calentada en las brasas huele muy rico, tiene un olor tostado de pino y ceniza. Por eso no me gusta lo de la plancha con electricidad. No huele a nada. El trapo queda como muerto. ¡Y, qué milagro que te vas a rasurar a esta hora; con la fuerza del sol, se te va a irritar! ¿Vas a almorzar o no vas a almorzar?

– Tomaré una cosa muy ligera. Lo que sí sé decirte, Sabina, es que hoy quedará en mi protocolo el testamento más cuantioso de cuantos testamentos se han protocolizado en esta tu tierra. Estoy emocionado.

– Si te tiembla la mano, mejor no te afeites vos mismo, no sea te vayas a hacer un tajo con la navaja. Dios guarde la hora; mejor voy a decirle al barbero, éste de aquí atrás, que te venga a arreglar.

– Creo que tenes razón. Estoy muy nervioso. No es para menos. Miles y miles de dólares.

– Voy a ir, no sea que vayan a ser dolores.

– Sí, Sabina, anda; siempre es mejor que venga el maístro a rasurarme; quedaré mejor, no más mejor, como vos decís, porque no se puede decir más mejor.

– Bueno, yo hablo como me parece.

Un millón de dólares. La cantidad exacta no la sabía. Se saboreó recordando, mientras venía el barbero, los muslos de La Chagua , que cantaba La Princesa del Dólar.

Soy la Princesa del Dólar,

la que no tiene rival…

Soy la que todos prefieren

y la que no sabe amar…

¡Mentira! ¡ La Chagua sí sabe amar! ¡Cobra caro, pero sabe amar! ¡Bandida! Cómo le gustaba que él le cantara:

Un cazador le tiraba a una paloma

Y en vano fue la pólvora que gastó…

Tres balazos le tiró;

dos se fueron por el aire

y el último no salió…

«Por fortuna barrí el zaguán…», se dijo la Sabina Gil, cuando a la puerta de la casa vio detenerse un automóvil tres veces más grande que la urna del Señor Sepultado de San Felipe.

Llegaban en busca del licenciado. El maístro barbero estaba terminando de darle la segunda pasada, para destroncarle la barba.

– Apúrese, maístro -entró a decirle la Sabina -, le va a dejar los cachetes como nalgas, ya ni que se fuera a casar. El automóvil ya está allí por vos. Voy a decir que te esperen. Vale que están bajo techo. Es un automóvil que parece un palacio.

Boby Thompson invitó a los de su equipo a que fueran al jardín de su casa a volarle anteojo a un par de cuaches llegados de Nueva York.

– ¿Van a trabajar en el circo? -preguntó Plumilla Galicia.

– No seas bruto -le contestó Boby-; son los hermanos Doswell.

– ¿Qué son ellos?

– ¿Cómo qué son? Hermanos…

– Hermanos, pero ¿qué hacen?…

– Son abogados, dos grandes abogados de Nueva York.

La Parlama Juárez empezó a reírse. Detrás de los cristales que daban al jardín, parecían dos muñecos en un escaparate. Vestían trajes de impecable corte. El mismo traje de franela oscura repetido dos veces. La misma camisa blanca repetida dos veces. La misma corbata roja repetida dos veces. Los mismos zapatos. La Parlama soltó la risa, aún contenida, pero irresistible. A Boby le cayó mal oírle reírse de aquellas personas y le aplicó un trastazo en el pabellón de la oreja. Juárez enrojeció al llevarse la mano a la oreja caliente, dolorida, la risa convertida en agua amarga:

– ¡No seas bestia, vos, Gringo, o vos dirés que porque estás en tu casa no te puedo romper la jeta! ¿Qué más tienen esos tus paisanos para que uno no se pueda reír de ellos…, como nos reímos de vos…, de tu tata cuando los muchachos le gritan: «Allí va el Papa»; y se esconden?

El Gringo Thompson le apoyó la mano amistosa en el hombro:

– ¡Perdóname, vos, Varlama, hice mal!

– ¡No hiciste mal -intervino Plumilla Galicia, siempre con la camisa fuera, vendiendo servilletas-, este Varlama es muy abusivo!

– ¡Qué de a chipuste, vos, quién te tiró el hueso! ¡Puño de tierra!

– ¡Bueno, boys, yo no los traje a que pelearan en mi casa!

– Si es que con éstos -intervino el Chito Mayen- nada se puede hacer; Boby nos trajo para que conociéramos a los místeres que le ofrecieron para nosotros un equipo completo de guantes, bats, careta, pechera, todo legítimo.

– Legítimos, pero no mejores al guante del Gato, que tenía las trenzas de la hermana de Plumilla.

No terminó el Chelón Mancilla, porque casi le pega una bofetada Galicia; si le alcanza el brazo, se la pega.

– ¡Baboso, vos, Chelón, que para todo salís con mi hermana!

– ¡Dispensa, no mordás!

– Ese es mi tío -dijo Eluvio Lima, al ver entrar al licenciado Vidal Mota-, el único tío que tengo hermano de mi mamá.

– Bueno, mañana hay práctica. Ya vimos, ya nos vamos. Los que se van. Los que se quedan…

– Quédate vos, Parlama -intervino Boby-, se me hace que te vas bravo conmigo por lo del trastazo.

– Ni me acordaba, y eso que me dejaste ardiendo la oreja. Ya te dije, Gringo, que todo lo de ustedes nos da risa, y nada de lo que nos dicen nos da cólera, porque no los tomamos en cuenta.

Vidal Mota, auxiliado por el viejo Maker Thompson, colocó el cartapacio con la cola del protocolo sobre una mesa de mármol. Al centro un reloj de metal dorado, con la esfera en forma de mundo, media los minutos.

– Los abogados Alfredo y Roberto Doswell, de la ciudad de Nueva York -dijo el viejo Maker Thompson en español, dirigiéndose a los mellizos, agregó-: El señor licenciado Reginaldo Vidal Mota.

Hechas las presentaciones, se procedió a la lectura del testamento de Lester Stoner a favor de su esposa Leland Foster y en su defecto, por muerte de ésta, a favor de Lino Lucero de León, Juan Lucero de León, Rosalío Lucero de León, Sebastián Cojubul San Juan, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán. El testamento original redactado en inglés y la traducción al castellano…

– ¿Eh? ¡Cuidado! -dijo Vidal Mota-. Castellano, castellano… Nuestra Constitución establece que el idioma del país es el español.

– ¿El español o el castellano? -preguntaron los abogados Doswell, en inglés, tradujo Maker Thompson que servía de intérprete.

– Un momento. Es tan cuantiosa la fortuna en juego que no recuerdo bien. ¿Tiene a mano una Constitución?

Los abogados de Nueva York opinaron que era mejor consultar al oír de traducción de lo que proponía Vidal Mota.

– ¿Constitución o Carta Magna? -añadió éste-. ¿Carta Magna o Constitución? Los tratadistas no están de acuerdo en el término que debe emplearse para designar la Ley Fundamental. A mí lo de Carta Magna no me suena bien. Soy demasiado americano. Constitución, me parece el término apropiado. Aunque…

Se interrumpió al ver a un empleado entrar con la Constitución, entregarla a Maker Thompson y éste hojearla, para buscar el artículo referente al idioma que se habla. ¿Castellano o español?

– Recuerdo mi examen de Derecho Constitucional -siguió Vidal Mota, ante los cuatro ojos extáticos de los abogados Doswell que le oían sin entender media palabra-. Un viejo profesor de la materia, un gran abogado, Rudesindo Chaves, sostuvo contra mí, que era el sustentante, y el testo de la tema, que no debía darse categoría de leyes privativas a la Constitución, por los muchos inconvenientes que acarrea. Bastará llamarle «Primera Ley», y nada más, sin que su articulado implique…

– Licenciado, perdone que le interrumpa -le dijo en español el viejo Maker Thompson-, pero estos abogados ganan mil dólares por minuto.