El alba fue tiñendo la ciudad y Maker Thompson, que empezó la noche en una taberna, entre borrachos alegres, viose flotando en un círculo de esqueletos vestidos, tan inanimados como los de cualquier otro club, unos mostraban las calaveras, otros sus rostros apergaminados, cadáveres que la inundación arrancó de algún cementerio.

Le conmovió pensar que una mujer que le pasó rozando, él la tomó por una ramera borracha.

Temperatura de fuego. La evaporación sofocante. En uno de los navios que zarpaba del puerto hacia el Caribe, aterrorizado por aquel club de muertos en que amaneció ese día, refugióse Maker Thompson, y no tuvo paz, hasta desembarcar en la costa de Honduras.

– Geo Maker, ¿aceptas?… -dijo su hija, sacándolo de sus pensamientos-. ¿Aceptas un pacto firmado a ciegas con tu hija?

– Debo saber de qué se trata…

– Si te nombran gobernador de los territorios anexados, perdonas a Ray Salcedo.

Maker Thompson casi le quitó el apoyo del brazo, retirándola de su arrimo; pero Aurelia le retuvo silenciosa y siguieron por las calles, ella mirándose los pies -la gente pasaba, pasaba, transeúntes, vehículos- y él tratando de buscar en algún reloj público la hora exacta.

– Y pongamos por caso que no lo perdone…

Aurelia volvió en sí, levantó la cabeza:

– Pues, entonces, Geo Maker, no me perdones a mí, no me perdones…

– Muy bien, no te perdono; y como se debe hablar de todo, no sé si mis abogados te avisaron que lo que fue de tu madre y de Mayarí, tu hermana, está a tus órdenes, es tuyo, debes entrar en posesión y disponer.

– Ayer me avisaron… Pero no se habla de intereses, sino de algo que no tiene valor, tu perdón; quiero que lo perdones, me parece que en la medida de tu perdón él seguirá valiendo para mí lo que creo que vale; sin tu perdón, Geo Maker, ya no sería igual.

– La ofensa para mí no está en que vayas a ser madre, sino en que se haya marchado sin ponerme una letra comunicándome sus intenciones. Estás semiabandonada. No tienes noticias de él. ¿Cómo voy a perdonarlo? No, de ninguna manera.

– Ya escribirá. Iba para Egipto y los arqueólogos se olvidan de todo ser vivo cuando están junto al mundo del silencio que ellos van descubriendo.

– Si te dejó su dirección lo llamaremos por teléfono a El Cairo…,

– Dijo que me la enviaría…

– ¿Supo tu estado?

– No le dije nada, porque me pareció que era usar el ser que venía para atarlo, y ya estamos demasiado involuntariamente atados en la vida, para que también sirva de atadura y cárcel lo que no ha nacido…

Se apresuraron. Geo Maker tenía una cita importante. El tiempo de vestirse. Pantalón negro, corbata negra, smoking blanco, cigarrillos, perfume y una pequeña escuadra.

No se sabía si agua o silencio pasaba junto a la casa, salvo en los espacios en que el reflejo de las ventanas doraba las aguas del Misisipí. Un negro condujo a Maker Thompson hasta el salón en que se veían viejos tapices, porcelanas, marfiles y muebles de época. Onduló un cortinado y vino a su encuentro el accionista más fuerte de la «Tropical Platanera, S. A.», bajo de cuerpo, ancho de hombros, carotón, enfundados los pies en escarpines charolados.

– ¡Bien venido!… ¡Sólo de referencias le conocía, de referencias y por nuestra correspondencia!

– Muchas gracias, señor Gray… El gusto de estrechar su mano. A mí también me complace conocerle personalmente.

– Un cigarrillo… Vamos a que nos traigan whisky y vamos a sentarnos. Donde le plazca. En ese sillón queda bien.

– Muy amable…

– ¿Agua mineral? ¿Agua simple? ¿Mucho whisky?

– En el trópico, no sé si usted sabe, se toma con agua de coco.

– Dicen que es bueno contra el paludismo.

– Es bueno contra el aburrimiento.

– No dirá por eso que lo inventaron los ingleses. Bueno, vamos a brindar por nuestro encuentro y por su triunfo en la próxima junta de accionistas. Su elección para presidente de la Compañía está asegurada y ese día descorcharemos champagne.

– Por su salud, señor Gray; con un padrino como usted…

– La elección está asegurada: contamos con la mayoría de los accionistas fuertes. Poco podrá un pequeño número de cuáqueros encabezados por Jinger Kind. ¿Lo conoció usted?

– Hace más de quince años. Debe estar muy viejo.

– Es el decano de los accionistas. Pero nada podrá, pobre manco. La mayoría votará por usted, Maker Thompson, hombre probado y que interpreta fielmente el modo de pensar de los hombres de negocios en el sentido que sólo el dinero vale, sólo el dinero da autoridad.

– Recuerdo que Jinger Kind -yo era muy joven y sin duda por eso se me quedó grabado- se despidió gritando que nuestra compañía frutera era el hampa de una nación de muy nobles tradiciones.

– Y lo sigue siendo…

– Tiene razón, señor Gray; sólo el dinero da autoridad y el «hampa», como nos llama Kind, ya está manejando más de doscientos millones de dólares y en nombre de esa majestad podemos anexarnos países que otros conquistaron en nombre de reyes miserables, que empeñaban sus joyas y no tenían segunda camisa, con mesnadas de pordioseros y frailes descalzos.

– Y, amigo, los tiempos cambian…

– La autoridad se originó de Dios, corroborando lo que usted decía hace un momento, señor Gray, después, de la realeza, después, del pueblo, ahora del dinero; sólo el dinero da autoridad.

– Pero le decía yo, Maker Thompson, que los tiempos cambian. Las más nobles tradiciones, lo que nos echa en cara Kind, afortunadamente han sido sustituidas por los trusts y como formamos parte de uno de los cien trusts que manejan la política de los Estados Unidos, a qué titubear en anexarse a esos países, para asegurar nuestra riqueza y acabar con los gobiernos que mantenemos en ellos con el fin, imagino, de que se desesperen los habitantes y salgan a gritar a las calles que quieren ser de cualquiera con tal de no seguir de víctimas de sus sanguinarios paisanos.

– Nada más exacto, señor Gray…

– Porque no es necesario ser muy perspicaz para advertir que ése es el objeto que persigue la Casa Blanca al sostener esa clase de regímenes en que los grandes ociosos, los militares, se dedican al pillaje, y a sembrar la muerte y el horror.

– Un protestante no conoce mejor la Biblia.

– Amigo, si Nueva Orleáns es el quejadera de toda esa pobre gente. Pero bebamos. ¿Un poco más de whisky?… En la anexión verán la tranquilidad para sus hogares y la seguridad de sus intereses y personas. Hay que salvar lo que queda, destrozos de pueblos inferiores…

– Nada de salvar, no pertenecemos al ejército de salvación. Kind padece de esas ideas humanitarias. Usted no ha estado en los trópicos, señor Gray. El que como yo ha vivido allá años y años sabe que no hay nada que salvar, ni el polvo de los muertos, porque en esos climas, los que mueren, ni duermen en tumbas a lo egipcio, como aquí, ni flotan por las calles. Ya le contaré lo que me pasó una noche en su hermosa ciudad siendo joven. En los trópicos hasta los muertos, los despojos, son insalvables, desaparecen, se van, no queda nada de ellos; la muerte no es eterna y la vida muy fugaz.

Se interrumpió Maker Thompson, al oír pasos. Otras personas llegaban. Banqueros y fuertes accionistas, según le fue anunciando Gray, de la «Socony-Vacuum Oil Co.», mil cuatrocientos millones de dólares; de la «Gulf Oil Corp.», mil doscientos millones de dólares; de la «Bethle, Steel Corp.», mil millones de dólares; de la «General Electric Co.», mil millones de dólares; de la «Texas Company», mil millones de dólares; de la «General Motors Corp.», dos mil ochocientos millones de dólares; de la «U. S. Steel Corp.», dos mil quinientos millones de dólares; de la «Stand Oil Co.», tres mil ochocientos millones de dólares…

– No quise avisar a los poquiteros -dijo Gray sonriendo, antes de salir al encuentro de sus invitados-, ¡pigmeos, no! Ninguno de menos de mil millones de dólares; todos accionistas poderosos de la Compañía y partidarios de usted.

El perfume de las resedas entraba por las ventanas abiertas sobre la luz sonámbula de la noche cálida, y se fundía con el humo plateado de los tabacos suaves y el aroma de los licores que ayudaban, con el café, la digestión de una comilona acompañada de vinos blancos, secos en hielo y vinos rojos calentados a la temperatura de la yema del dedo.

Montañas de la luna, montañas de oro… Se le enfría el cuerpo… Está agarrado a su cigarro… Lo marca con hambre, con rabia y escupe el tabaco… El es Maker Thompson… ¡Yo soy Maker Thompson!… El Papa Verde… Mi dominio está fuera del tiempo y dentro del tiempo, fuera de la realidad y dentro de la realidad… «Señor Presidente de la Unión Panamericana, el Papa Verde le ordena inscribir entre los países que forman la Unión de las Américas, a uno de los Estados más fuertes de nuestro continente, éste en que yo, pontífice de la Gran Esmeralda, reino secundado por gobiernos y pueblos. El veinticuatro Estado de la familia panamericana posee territorios en el Golfo de México y en el Mar Caribe. Fragmentos verdes de mi poderío se extienden asimismo en el Pacífico. Además del territorio es dueño de centenares, de miles, de cientos de miles de habitantes, sobre los que ejerce gobierno y autoridad suprema. La autoridad que da el dinero. Territorio, habitantes y un gobierno todopoderoso en Chicago, en las oficinas de la "Tropical Platanera, S. A.". Además, el Estado que ahora exijo que se inscriba entre los países de la Unión Panamericana, posee barcos en ambos mares, ferrocarriles, puertos, bancos, representantes en el Congreso de los Estados Unidos, todos los medios informativos de un Estado moderno, ejército y marina movilizables; una moneda: el dólar; un idioma: el americano. Esta veinticuatro República Frutera, es más fuerte que cualquiera de las otras Repúblicas de intereses limitados o canaleras que figuran en la Unión de las Américas, y por eso reclamo que se le dé el lugar que le corresponde en la mesa de deliberaciones y se agregue, a las gloriosas banderas americanas, la no menos gloriosa de nuestro Estado Frutero, consistente en un paño verde, y al centro una calavera corsaria sobre dos ramas de bananal.»

Un barco impulsado por una gran rueda iba dejando sus barbas espumosas en las aguas dormidas del Misisipí. Lo inconmensurable. Se frotó las manos después de despedirse del señor Gray y de los fuertes accionistas que le ofrecieron sus votos para presidente de la Compañía, en la próxima junta anual. Lo inconmensurable. La calle, cruzaba Canal-Street, el automóvil, el chófer uniformado, las campanas de algún templo -debía ser la madrugada-, el estruendo frío de la ciudad, unos como estornudos gigantes en los mercados, y las ambulancias, y la luz de cobre pálido sobre los edificios de ladrillo.