Pero ahora batallaba por ellos y con ellos. Su sable emergía de la masa humana candente, del incontenible empuje de los desharrapados, del pueblo trabajador que reclamaba la tierra, y mandaba volver las armas contra los que ayer defendía.

Sacaba los brazos de la hamaca tratando de asirse a algo que no fuera el vacío.

El revolotear de sus manos. Las atraía la luz de la linterna de querosén que había quedado encendida. Dos, tres veces, pasaron cerca, como las manos de un ciego que percibe la claridad por el calor de la llama. Al golpe del artefacto en el piso, despertó. Aún vio sus manos como mariposas. Al recogerlas, tras sentir que con ellas acababa de botar la luz, tuvo para él que eran dos mariposas. Pero algo había llevado en una de ellas. La espada. Una espada que ahora sólo era un sueño trunco.

Tuvo franco y se fue al pueblo. Le castigaban los zapatos, le dolía un poco la cabeza. En la puerta de su negocio, frente a la plaza, estaba Piedrasanta. Camisa y pantalón blanco, pelo alborotado. Hablaba con las narices aplastadas sobre el bigote que le prensaba el labio superior y la punta de la nariz.

– No vaya a creer que le estaba atalayando los pasos. Lo vi venir y me quedé esperándolo para invitarlo a tomar una cerveza.

– No me tocó servicio y salí a dar una vuelta…

– Así supuse cuando lo vi venir de particular…

– ¿Y qué tal por aquí?

– Bien…

– ¿Bien jo… semaría… o bien del todo?

– Y el señor comandante, ¿cómo siguió de su reuma?

– Lo molesta mucho.

– Aquí vivía antes un curandero que era la mano de Dios para esos dolores, pero se fue a la otra costa. Y en la otra costa, a propósito, mi teniente, como que dicen que va haber bulla.

– Sólo aquí con usted se bebe la cerveza bien fría…

– Siempre procuro que esté helada… Pues sí, teniente, como le venía diciendo, dicen que hay bulla con los vecinos por una cuestión de límites…

– Así dicen… -respondió el teniente, a quien Piedrasanta aclaraba la enigmática conversación del jefe.

– Y si hay guerra va a ser la ruina. Si sin guerra está esto tan mal… El dinero sobra, pero a saber qué se hace. De un negocio como el mío se aprecia bien. La «Tropical-tanera» suelta los miles de dólares entre la gente que trabaja; pero como por arte de magia, al pronto de pagar, igual que si lo recogieran con pala, no queda un peso en alza. Es como si por un lado nos entrara un buey de oro y por otro una bomba más potente lo sacara.

– Y también está planteada la guerra con el Japón… -soltó el oficial, para tirarle la lengua a Piedrasanta.

– ¡La guerra con el Japón! Eso sería lo de menos. El peligro es ahora la guerra con nuestros vecinos. Ya se están reclutando tropas. Tropas y víveres. Amolada la cosa. Sólo falta que se lleven gente de aquí y entonces, ¡adiós, negocios! Por de pronto, con las noticias ya hoy estuvo silencio. La gente se esconde y tiene razón; temen que los agarren para llevarlos a que los maten, porque sólo a eso van los soldaditos, ¡pobres!, a que los maten.

– Nunca faltan líos…

– Cuestión de límites. Así dice el periódico. Parece ser que la línea divisoria que para nosotros pasa bien alto en la montaña, quieren ellos que se retroceda… Lo raro es que tan de repente se hable de eso y en forma tan belicosa… Bien dicen que entre hermanos las dificultades se vuelven más enconadas cuando se llevan por mal…

– Nuestro deber, Piedrasanta, es morir por la patria. Yo pediré que me movilicen en seguida; ya estoy aburrido de la costa; tengo una mi tos mera fea, y quién le dice que de la guerra no vuelvo con un par de ascensos, por lo menos capitán.

– No, si cluecos no van a encontrar; desafío por desafío, desiosos estamos todos de oler la pólvora…, ¡y eso amerita otra cerveza!

– Pero la pago yo -dijo el teniente al despegarse el vaso de la boca.

– Es la primera vez que se deja invitar, mi amigo. Tres son las del soldado, y sólo va la segunda.

– Entonces, la tercera es mía…

– Hablando se entiende la gente. La tercera es la suya. Y ya podían irnos consultando a usted y a mí para arreglar esa cuestión de límites sin que hubiera guerra.

– ¿Y entonces, mi ascenso?

– Pero como ustedes tienen ascenso por la guerra que nos hacen en tiempo de paz…

– ¡Por la vida suya! ¿Y ustedes no tienen ganancia por el negocio que hacen en tiempo de hambre? ¡A su salud! Tomo antes que se le acabe la espumita.

– Déjese el bigote y no andará necesitando que el bigote le haga sobre el labio la cosquilla de un bigote de hombre…

– Échele maíz a la pava, quemado me lleva, sepa que con y sin esa babosada soy muy hombre y le echo riata a cualquiera que me ponga enfrente, ¡sea quién sea!

– ¡Lo que usted quiere es que nos echemos… otra cerveza!

– ¡El que manda no suplica, pero la pago yo!

Piedrasanta llenó los vasos. El líquido ambarino caía como una madeja fría, espumosa. Dijo al ponerlos en el mostrador:

– Y eso que no lo he felicitado por sus millonarios…

– ¡Cállese, qué trote! Por fortuna se fueron, y voy a tocar madera, no sea que regresen. ¡Vaina más grande, mi Dios! Las que más los perseguían eran las mujeres. Como ver chapulín les caían las putas, pero no porque fueran mujeres malas, no, mujeres honradas que querían putear por los pesos. Pero mejor hablemos de otra cosa que me corta el cuerpo. Pensar en esos infelices que se volvieron más infelices siendo ricos. El susto de lo de las tierras los espantó; si no, aquí estuvieran jodiendo la pita.

– ¿Y sabe usted quién se va a quedar con esas tierras?…

– No tengo ni idea…

– Lino Lucero, el que era socio de ellos…

– Ese hombre me gusta -dijo el oficial, fijando sus ojos avellanados en los de Piedrasanta, como indagando lo que éste pensaba.

– A mí también. Es un hombre correcto. Las tierras le convienen porque son colindancias en su mayoría. Las compra porque quiere producir en grande. Según dicen va a emplear su fortuna en cultivos que ahora tienen mercado en otras partes. Y la casualidad, allá como que viene.

Lino se apeó del caballo, ató el cabestro al balcón de una de las ventanas del negocio de Piedrasanta y apuróse a entrar porque el sol quemaba como llama.

– ¡Llueve fuego, don Piedra; en esta su tierra llueve fuego! -entró diciendo.

– Y para eso no hay paraguas, don Lino, salvo que se merque una sombrilla donde el chinito…

– Era lo único que me faltaba. Enemigo del gobierno, y con esa sombría, el peligro amarillo.

– Aquí le presento, don Lino, al teniente de la guarnición…

– Pedro Domingo Salomé -dijo el oficial, al estrechar la mano de Lucero.

– Lino Lucero, si usted no dispone de otra cosa, y a su servicio. Vivo en «Semírames», que hasta hace un momento era mi casa, porque ahora ya es la casa de usted.

– ¿Cerveza, don Lino?

– Cerveza revuelta con gaseosa de limón. Es lo único que me quita la sed. Y mi teniente de franco, después de tantos días de fatiga.

– De trote tupido…

– Pero así sería el regalo que le hicieron, a usted y a los de la escolta.

– Ni las gracias nos dieron…

– Tomemos… A su salud, teniente… A su salud, Piedrasanta…

– ¿Y ya tiene la noticia del día? -inquirió el tendero-. Hay barruntos de guerra…

– Así leí en los periódicos que llegaron anoche. Traen grandes encabezados en las primeras páginas, y cada letrero de ésos cuesta muchos pesos oro… AI menos era lo que decía Lester Mead y ese hombre sabía dónde le apretaba el zapato… Pero el teniente Salomé debe saber más que nosotros.

– Sé lo que ustedes están contando.

Tras apurar el vaso de cerveza, poco para la sed que traía, Lucero pidió a Piedrasanta los datos de las tierras de sus ex socios que estaba tratando por interpósita mano. Era lo que venía buscando. Anotó en un papel. Despidióse del teniente y al fuego del día. Piedrasanta salió a darle la mano a la calle.

– Si hay bulla, don Lino, esto se va a poner más que chivado. Por de pronto ya está silencio el comercio…,

– Pues entonces sí va a resultar cierto aquello de «Piedrasanta, moscas espanta»…

– ¡Dios se lo pague, ve qué consuelo!

Salomé, de pie frente a una tilichera, señaló al ayudante del tendero un paquete de cigarros y una caja de fósforos, e iba a pagar, cuando Piedrasanta le tomó la mano, aspavientoso:

– ¡Se hace delito, amigo, aquí se hace delito el que

Salomé se negó violentamente a recibir el obsequio de cigarrillos y fósforos.

– Ningún favor me hace, porque no voy a fumar si no me recibe el importe. ¿O cree que porque soy militar entré a que me diera bebida y cigarros? Si es así, está muy equivocado…

– No se disguste, es una broma…

– Ni en broma lo acepto…

– Juguémoslo a los dados, si quiere…

– Acepto, pero si lo jugamos todo…

– Alcánzate un cuchumbo y los dados -ordenó Piedrasanta al ayudante-, y servite otro par de cerveza, que ya me puso bravo este futuro general.

Un grupo de vecinos, hombres en su mayoría, desembocó en la esquina de la calle por donde se salía a las plantaciones, avanzando hacia el centro de la casa. Lo encabezaba el juez en medio de unos muchachones que portaban una bandera azul y blanca. Pronto dieron cara a las oficinas de la Municipalidad y salió el alcalde, a quien el juez, en vibrante discurso, hizo el pedido de convocar al pueblo a cabildo abierto a fin de patentizar, a los supremos poderes, la solidaridad ciudadana en la emergencia.

– … la Patria está en peligro… El enemigo acecha… Todos como un solo hombre a defender el territorio de nuestros mayores…

Se oyeron las últimas palabras del juez, seguidas de aplausos, de gritos, de vivas.

– Un trago -entró pidiendo el bermejo Corunco; no había vuelto completamente en sí desde que no pudo detener la noche-, un trago de lo mismo para variar -repitió al acercarse al teniente y el tendero que dirimían lo de las cervezas, cigarros y fósforos, con los dados.

– ¿Ron o blanca? -preguntó el ayudante del mostrador.

– Me da igual…

Y frente al mostrador, con la copa en la mano, dejó caer una larguísima escupida que no se cortaba y ya casi llegaba al suelo.

– ¿Quieren que les diga una cosa? -acercóse más a los jugadores, después de beberse el trago y golpearse el pecho con la mano uñada y temblorosa para que le pasara-. El juez de paz, ese mi primo, no es más que un suplecacas de los gringos. Y mal olor tiene la guerra si ésa anda metido allí. Tiene olor a gringo.