– ¿Hay cigarrillos? -preguntó desde el umbral.

– ¿De qué manera se le ofrece? -preguntó una cuarentona que despachaba a dos manos, una garrafa de aguardiente en cada mano, copas y más copas a un grupo de clientes silenciosos.

– Déme «Chipanes» y fósforos…

– ¿También quiere fósforos?

– También quiero fósforos…

– ¿Y salivita?… -ronqueó la mujer, vivaracha y sonriente, seguía en lo que estaba, una garrafa en cada mano, llenando las copas-. Acerqúese el cristal… -se dirigió a uno de los parroquianos que casi de un tic nervioso sacó la mano del bolsillo y le aproximó su copa, y volviéndose de nuevo al militar, exclamó-: ¡A dos garrafas, jefe, no hay «bolo» valiente!…

A la vista de muchas cosas ricas de comer, alineadas en el mostrador bajo mosqueras -más que la vista el olor-, Salomé sintió hambre y como había una enramada con mesas y sillas en un medio patiecito, se fue a sentar. Además de los cigarrillos y los fósforos que le llevaran una cerveza y un pan con curtido y sardina.

– ¿No se le ofrece otra cosa? -preguntó una muchacha que dormitaba y se levantó a servirle, tetuda, trigueña, potrancona; vino contoneándose con la cerveza y el pan relleno de encurtidos y sardina.

– ¿Y todavía me lo pregunta, con el olorcito que tengo aquí cerca?

– Vea… -se volvió agresiva-, no le doy una gaznata porque me hago de delito.

– Entonces, chula, ya sabe lo que se me ofrece, y no pregunte. Como me preguntó mientras yo comía mi pan con sardina, le dije.

– ¡Repesado!

– Acerqúese, me quiero ir repitiendo el nombre del establecimiento: «¡Dichosofuí!… «¡Dichosofuí!»…

– ¿Y para dónde va?

– ¿Verdad que voy a ser dichoso?

– ¿Para dónde va? Se le va a hacer tarde… Ni la cerveza se ha bebido.

– ¿Quieres tomarla tú?

– Ya es de «tú» la cosa… La mitad… Hasta aquí voy a tomar… ¿No me tiene asco?… Tengo muchas enfermedades…

– ¿Cómo te llamas?

– Adivine y le digo…

Se empinó el vaso. El teniente entreabrióse el capote para buscar su reloj. Ya era hora. El tiempo de que le trajera otro pan y otro vaso de cerveza.

– ¿Pan con chorizo? ¡Al fin va a comer algo decente!…

– El chorizo será decente para ti, pero para mí, no.

Contoneándose se alejó con el quepis sobre la cabellera prieta. El teniente se levantó de la silla para gritarle: «¡Dos cervezas en vez de una!», y no perder de vista aquel juego de fandango que hacía al andar. ¡Qué culebreo!

– No me dijiste cómo te llamabas…

– Antes dígame usted su gracia…

– Bueno, a tu salud…

– Cuando venga más despacio le voy a decir mi nombre… A su salud, teniente, que tenga mucha suerte…

– Bueno, me iré diciendo «Dichosofuí»…

– Dos cervezas no es para tanto. Cerveza y media, mejor dicho, porque le robé tanto así del otro vaso. Pero otra vez viene, se zampa unos veinte tragos dobles, y entonces, aunque sea a gatas, le aseguro que se va diciendo, como el pajarito: «Dichosofuí».

Diez dedos electrizados sobre una máquina de escribir teclean en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Copia de la carta de Polo Camey y su traducción al inglés. Mañana habrá que sacar copias fotográficas. En el despacho ministerial conversaban el canciller, esqueleto de un país muerto, el ministro americano, prototipo del carpet-bagger, y el ministro de la Guerra, doblado por los años, sin habla, haciendo ronrón como los gatos.

El ministro de los Estados Unidos se puso del color de su camisa amarilla al leer la carta de Camey, y la traducción en inglés. Era una forma confidencial y amigable de prevenirle del contenido de aquel documento, antes de nacerlo en forma oficial.

– Fácil será establecer -dijo el ministro de Relaciones, moviendo la mandíbula; se le veían los músculos bajo la piel como resortes de calavera de estudiar anatomía -la verosimilitud del aserto, en cuanto a las sumas cuantiosas que recibió el telegrafista. Tenemos los billetes y se investiga para establecer si los números corresponden a las series con que en esos días hizo otros pagos la Compañía…

Los anuncios luminosos encendiéndose y apagándose en lo alto de los edificios de las calles céntricas, vestían y desvestían de colores al teniente Pedro Domingo Salomé, luces de colores que él sólo había visto en las quemas de fuegos artificiales. Se detuvo a contemplar el rutilante ir y venir de la luz, sus escaramuzas, sus correrías, sus choques, juego reflejado en su capote, ya rojo, ya morado, ya verdoso, y luego en negro al apagarse todo el anuncio. Se borraba él y se borraba todo, como si una descarga lo hubiera bañado de oscuridad eterna. Recobró el paso para salvar la Plaza de Armas y presentarse en el Ministerio de la Guerra.

Esta vez el subsecretario mostróse más amable y por hablar de algo le preguntó si ya estaba lloviendo en la costa.

– Sus chaparrones han caído, pero no se ha entablado el invierno. Por allá abajo cuando llueve es cosa seria.

– Si lo sabré yo, teniente, que me pasé mi juventud quemándome en esos climas. ¡Qué climitas, mi Dios!… Me da frío de sólo acordarme, y eso que el paludismo que tuve fue benigno, y ahora ya las condiciones han cambiado mucho, antes había que ver… -y tras una pausa en que gastó una caja de fósforos en encender una chenca de puro, añadió-: No ha vuelto el señor ministro… De repente usted no se va de mañana… Si no lo despacha se va a tener que quedar…

El tic-tac de los relojes, interrumpido por los chupones que el subsecretario le daba al puro, acompañaba el pensamiento del oficial. «Dichosofuí»… Pensaba en la hembra que servia en la cantina, guapota, fácil, y al oír decir que tal vez no lo despachaban en seguida, que lo dejaban más tiempo, se proponía cambiar de hotel. Buscarse algo más presentable -el bocado de aquella hem-braza lo apetitaba-, algo más céntrico, porque en ése en que había ido a dar de verdad parecía que a todos se los estaba llevando el tren. Por algo se llamaba así, y a la hembra no la iba a invitar al «Hotel del Tren», que era como arrastrarla al «Abecedario», edificio de cuartos con puertas a la calle. En cada puerta una letra y en cada letra un amor que se va y otro que viene.

La llegada del señor ministro inteirumpió el sueño en que despiertos contaban los minutos o no los contaban por estar fuera del tiempo, el subsecretario chupa que chupa el cabo de puro ensalivado y el teniente imaginando dulzuras con la muchacha de la cantina… «Dichosofuí»… El ruido de los sables y espolines de los ayudantes, los pasos y las voces de los porteros anunciaron la llegada del silencioso ministro. El subsecretario pasó en seguida por una puerta de comunicación al despacho ministerial, apenas tuvo tiempo de arrojar la chenca a la escupidera.

Suavemente, como el que sale del cuarto de un enfermo, volvió el subsecretario.

– Dentro de un momento lo va a llamar -dijo al teniente-. Estése parado allí, junto a la puerta; párese allí junto a la puerta. Allí, allí…

El anciano general, titular de la cartera, le felicitó por haber sustraído la carta de Camey, a quien calificaba de «servidor indigno», bien que ante la gravedad de su delito de lesa patria haya optado por suscribir aquel documento y suprimirse.

Le hizo saber que sería promovido al grado de capitán y que se quedara en la capital esperando órdenes. Figuraría en el orden del día por servicios extraordinarios prestados a la Patria en tiempo de guerra.

Al nuevo capitán se le llenó el pecho de todas esas cosas que no son visibles -honor, mérito, gloria- y si la mano del ministro temblaba de senectud, la de él se sacudía de emoción, cuando se estrecharon, en medio de un silencio de mapas, mapas que eran como lenguas saliendo de grandes bostezos. ¿Por qué pensaba en el comandante? Sí, pensó en el comandante al dar las gracias; tal vez lo promovían…

El subsecretario también lo felicitó y lo felicitaron sus compañeros de armas, pero ya en el despacho del subsecretario. La puerta del señor ministro se había vuelto a cerrar.

Apenas la madrugada pasó en el «Hotel del Tren», porque muy temprano se puso en campaña para lograr otro hospedaje.

– Queda libre el interior catorce… -dijo el viejo que atendía la oficina, y luego de llamar al sirviente, para que sacara la valija y el maletín, negóse a recibir el pago del cuarto.

– No, señor oficial -le rechazó el dinero-, de ninguna manera… Si yo fuera más joven y pudiera ir a la guerra… ¡Cómo le voy a andar cobrando!…

El criado tampoco le quiso recibir la propina.

– Pienso irme a presentar esta semana y quién quita que me toque en su compañía. La propina será entonces pelear al lado suyo…

Y le dio la mano, su mano de raíz humilde, recién arrancada de la tierra.

XV

– ¡Salude, no sea mish!… -instó Lucero a su hijo.

– ¿Le comieron la lengua los ratones -se adelantó el señor Maker Thompson hacia Pío Adelaido, con la mano alargada-, y no le dejaron ni un pedacito para saludar?

– ¿Cómo andamos, míster Thompson?

– Como cuando no era accionista, amigo… ¿Y ese muchachón qué dice? Boby debe estar en la calle. Aquí se han cambiado los papeles. Los perros en casa y el niño en la calle. Es un chico callejero, no como tú, que te debes portar muy bien.

– Hasta allí no más, míster Thompson.

– Vamos, dejemos a papá aquí y buscaremos a Boby, mi nieto, para que lo conozcas.

– No se moleste, míster Thompson, que al cabo sólo venimos entrada por salida…

– ¡En esta su casa, amigo Lucero, no se aceptan ni médicos ni visitas de médicos!

Y desapareció con Pío Adelaido por el fondo de la sala, que se veía más espaciosa por la falta de muebles: un sofá y dos sillones de un lado y en la parte que daba a los ventanales del jardín una mesa con periódicos, revistas, libros, cajas de cigarrillos y en marcos de plata los retratos de Mayarí, doña Flora y Aurelia, los mismos que en las plantaciones tuvo siempre sobre su escritorio y que estaban vivos por milagro, pues Boby, con sus pelotazos había acabado con todo lo quebrable y hasta en las paredes se veían huellas de las directas, como impactos de bala.

La luz de la mañana sumía la estancia en una profunda claridad de agua límpida. Qué distinta luz la de la costa, donde, desde el espacio celeste hasta la habitación más pequeña se llenaba cuando alumbraba el sol, y los objetos y uno mismo sentíase prisionero del centelleo radiante de cada partícula, debiendo vencer su densidad para moverse. Aquí, no; aquí en la ciudad, a casi dos mil metros sobre el nivel del mar, salía el sol y no llenaba nada; quedaba el ámbito hueco bañado en su fulgencia como un espejo, y todo era como un sueño, un sueño en el vacío de un sueño, nada tangible, nada real, todo inexistente en la luz que no existía directa sino reflejada.