El capitán, ante tamaña boquera, reaccionó:

– Cóbrese lo de la puerta que dice que se gasta de entrar y salir y sírvame un trago doble.

– ¿Decía el caballero?

– Lo que oyó…

– Está servido… ¿Boca de qué va a querer?… ¿Le gustan los rabanitos?… Hay chorizo…, chicharrones…, lo que quiera -y servida la boca de rábano picado, apoyó los brazos desnudos, gordos como piernas de Niño Dios, en el mostrador, y dijo-: ¿Le dieron de alta por aquí?…

Salomé hizo un gesto vago, casi afirmativo, y apuró la copa con la derecha al tiempo de ensartar los dedos juntos en el picado de rábano, para llevarse el picor a los labios detrás del líquido quemante. El trago le sentó como una pena ambulante que sentía.

– Repítalo…

– ¿Doble también lo va a querer?

– Igual…

– Qué de malas pulgas es usted. Tal vez tomó en serio lo que le dije de los moscardones que entran y salen. No fue por usted, sino por el otro, aquel que se metía y se iba, tras buscar a alguien, y es que también ni siquiera saludaba… y yo bien sé a quién buscaba… Voló la prenda, mi amigo, voló la prenda…

– ¿Para dónde voló?

– Para dónde «no sé»… Por allí voló…

– ¿No sabe o sí sabe?

– De veras que no sé…

– Era tan guapa…

– Y no era mala…

– Por ella me voy a zampar otro doble. Sírvalo, y si usted quiere servirse algo, yo invito.

– Voy a agradecerle un anisado.

– ¿Cómo se llamaba?

– ¿Quién?

– Ella…

– Ah, ¡la fulana!… Clara María… La verdad es que le tuve que decir que se fuera, porque era peligrosa. Cuando una de ésas sale buena, hay que esperarse el pero, porque todas tienen algo, ¡qué cosas!, que no hay gente para trabajar. Usted está ansioso de que yo le cuente. Pues es cuestión de trompas, mi amigo, ¿capitán es su grado?…

Salomé asintió con la cabeza.

– No entiendo ni una palabra… Cuestión de trompas…

– Así lo explicó el médico militar de Matamoros,, cuando le conté lo que pasaba con la fulana esa. Parece ser que las mujeres, además de esta trompota con la que estoy hablando -y déjemela remojarla un poco con el santo anisado-, tenemos otras trompas, arriba y abajo…

– ¿Y entonces por qué dijo que era buena?

– Pa… ciencia… Sospeché que la muy desgraciada trabajaba con las dos trompas… Con la de «Ustaquio», aquí en la oreja, volaba pabellón, volaba cartílago, para saber lo que se hablaba entre los militares de los preparativos de guerra con el otro Estado, y con la trompeta de abajo mantenía en brama a más de un personaje… Yo supe que no era de aquí por un maistro, su paisano, que venía a visitarla y tuve la mala espina porque, ¡qué casualidad!, cada vez que el maistro venía, a la pu…ño de tierra le dolía la muela y me pedía licencia para ir donde el dentista… Corté por lo sano. No convenía tenerla donde viene a chupar tanto militar de alta. Ustedes los hombres son tontos, y estas mujeres son muy vivas.

– ¿Y no sospecha para dónde agarró?

– Cuentan que se fue para la costa. El maistro vino el otro día. Estuvo aquí y se bebió una cerveza. Pero no lo he vuelto a ver. Y si quiere un consejo, quítesela de la cabeza.

– No, si yo no la vi más que una vez, pero me interesó tanto…

– Seguro que en lo que usted se bebió algo le echó… Eso también me hizo sobarle la varita con buenas palabras y su paga anticipada… Tenía por costumbre escupir en los vasos de cerveza de los clientes… Así les mandaba un beso líquido, me dijo la vez que la regañé por lo que hacía la muy cochina…, y con usted eso debe suceder, mi capitán; se le regó el beso líquido de Clara María en la sangre… Aquellos lodos traen estos polvos, sólo que en el amor es al revés, los polvos traen los lodos…

– Pues yo también voy para la costa…

– Sólo que ésta donde mero se fue, a la Costa de Honduras…

– Para allá también vamos…

– Tararí… ¡ya Llegaron!… Y ahora yo soy la que obsequio. ¿Doble lo quiere?

– Para no hacerla trabajar dos veces, échele doblete… ¿Cómo se llamaba el profesor ese que trataba con ella?

– Trataba…, trataba… No sé si se trataba con ella… Lo cierto es que la visitaba… Le decía «Moy», cuando yo no estaba presente, y don Moisés, cuando me veían asomar. De segundo nombre, es decir, de apelativo, tenía a Guásper. Moisés Guásper. Una vez salió retratado en el periódico. Parece ser que en los archivos encontró no sé qué papeles famosos para la historia.

– A su salud…

– A su salud, capitán… ¿Capitán qué es usted?

– Capitán Pedro Domingo Salomé…

– De los Salomé, ¿de cuáles Salomé? Yo fui amiga de aquel Salomé que fusilaron.

– Era tío mío…

– Pues si es usted como él, revalientazo era, va a llegar lejos. Lo perdió oír a los amigotes. Bueno, hubiera sido un gran presidente de la República. Me gusta saberlo. Los Salomé son algo dispersos. Con sólo su apellido me lo ha dicho todo. Los Salomé van tras las mujeres, van tras los caballos, van tras los amigos, convertidos ellos por su gusto en sombras de sus propios sueños, y ya ve usted, para usted anda en las mismas, enamorado de un imposible…

– No tan…

– ¡Para un hombre de bien, para un patriota, para un militar digno, esa mujer es más que imposible!…

La fondera, al decir así, enfática, inmovilizó los ojos, pupilonas de aguardiente de cacao, sobre la cara de Salomé tratando de adivinarle el pensamiento, y como otros ojos brillaban algunas gemas en sus sortijas, pendientes y prendedores que la aderezaban. Pobre carne vieja, pobre carne en vísperas de pelar rata bajo tantas preciosuras de joyería; mejor fuera aquella viva piel que enloqueció al fusilado tío carnal de este capitancito tonto, aquella tez de oro mate vivo impecable en el óvalo de su cara, de encaje marino en las orejas, de ánfora en el cuello, de escultura en el hombro, de fruta madura en los senos, de belleza por consumir en el vientre, de azucena amarillenta en los muslos.

De un solo trago se bebió la copa de anisado, pronta a servirse otra.

– ¿Quiere que le cuente?… Su tío… -suspiró-…su tío fue mi pasión… Por él me huí de mi casa…, dejé a mis padres…, me vi en trapos de cucaracha, y no salvé de que mis hermanos me balacearan… Uno de ellos me tiró, porque dijo que me prefería ver muerta que así como vivía y aquí tengo todavía entre el pelo la señal del balazo… Sólo me rozó… Tuve que decir que había sido yo…, tuve que inventar que me había querido suicidar yo…, suicidar yo… Yo estoy soquís… Eso de suicidar yo es albarda sobre aparejo… ¡No, que me iba a suicidar otra!… Bueno, pues después de todo lo que pasó, que él me dejó por casarse con la que fue su señora, yo también tuve mis otros señores; pero quién le va a contar, media vez lo fusilaron a él, renuncié a la carne del demonio humano, que es el hombre, no de al tiro, no de al tiro…, que a veces hay llamados que el corazón entiende… Yo tenía en la cabecera de mí cama, y lo tengo todavía, junto a mi Corazón de Jesús, el retrato de su tío… y quién le dice, cada vez que, después de fusilado, yo le faltaba con otro, el retrato ponía cara brava, me miraba con ojos duros, me fruncía la nariz, como si la hediondera del otro, me la sintiera su fotografía sobre el cuerpo… ¡Pobres de aquellos que creen que esos cartones con caras de gentes que uno conoció o quiso, no viven después de muertas las personas!… Viven…, ansian y sufren… Bueno, pues no lo va a creer; por no verle la cara de furia al retrato dejé de darle al gusto. ¡Ja!, ¡ja!… Tamaña vieja hablando de esas cosas…

Las palabras de la fondera resbalaban de su lengua a la saliva, de la saliva a sus labios, mientras de sus ojos, otros tiempos hermosos, babeaban largos lagrimones…

– ¿Por qué le puso a su fonda «Dichosofuí»?… Lo torció todo. Se torció usted y nos torció a nosotros. «Dichososoy», le debía haber puesto. Ponerle al pasado con el presente.

– «Dichososoy»… No, capitán, nadie se cree dichoso, y nadie hubiera entrado a tomarse un trago, si a mi establecimiento le pongo «Dichososoy»… La verdadera dicha, para nosotros los humanos, siempre es una cosa pasada y por sabido se calla, el alcohol sirve para la nostalgia que nos deje en el alma el huido instante feliz…

Eructó anisado, lentos los ojos, lentas las manos, frotando los zapatos en el piso, antes de dar el paso, toda temor bajo su pelo entrecano, temor de reír, temor de llorar…

– Clara María Suay… -murmuró, mientras el capitán sacaba la cartera para pagar-…un día que se mamó quiso hasta arrancar el rótulo en compañía de unos oficiales de la Guardia de Honor, y gritaba, como usted dice, no hay derecho de que esta babosada se llame «Dichosofuí». Lo escaso que está el vuelto… -agregó cambiando de tono, los ojos puestos en el cajón del dinero, calculando cuánto tenía que darle de cambio a Salomé, sin guardar el «camarón» de cien pesos con que le había pagado para que después no se fuera a hacer dificultad-. Lo escaso que está el vuelto y los clientes. En todo el tiempo que usted ha estado aquí, ni a comprar cigarros y fósforos han entrado que es lo que más se vende, porque la gente primero deja de comer que de fumar…

– Dichoso fui, Clara María Suay… -gritó Salomé-. ¡Y vea, doña, guárdese esa mugre de billete y vuélvalo más guaro con harta plata y con una pena de amor que ahogar en el olvido!

– ¿Usted no es de artillería?

– Infantería pura…

El maestro Moisés Guásper salía como siempre del «Archivo Nacional» cargado de papeles, periódicos, libros, cuadernos, tras andar todo el día afanoso, como rata consultando legajos, haciendo copias y sustrayendo aquellos que le interesaban. De tanto estar en el archivo ya era como parte del personal que no cuidaba de otra cosa que de ver el reloj para marcharse antes de la hora de aquel cementerio de polilla, telarañas y sueño filtrado al través de las claraboyas, por donde en invierno también se colaba la lluvia.

Del «Archivo», el maestro Guásper pasaba a un negocio apenas alumbrado al caer de la tarde y compraba religiosamente tres panes desabridos, dos pedazos de queso fresco, si había, una vela, un atado de cigarrillos de tusa y una caja de fósforos, todo lo cual iba a parar a su chaquetón sin fondo, una especie de americana de género sucio que le llegaba hasta las rodillas.

Alquilaba en el fondo de una casa por el barrio de Capuchinas un altillo. La escalera daba directamente a la puerta que cerraba con un candado. Escalón por escalón escuchaban los moradores de la casa, gente trabajadora y honesta, subir a don Moisés hasta su cuarto todos los días a la misma hora. Era un reloj el hombre para llegar, comerse sus panes y acostarse.