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A su lado, sentada, Clara sonreía satisfecha. Había convencido al doctor Najeb de que hiciera lo imposible por que su abuelo pudiera recibir al Coronel sentado, aparentando estar mejor.

El médico había preparado una inyección con un cóctel de medicamentos que permitirían a Tannenberg aguantar durante un rato. Las transfusiones de sangre también le habían ayudado a mantenerse erguido. Alfred Tannenberg no perdió el tiempo en cortesías. Precisamente porque de lo que carecía era de tiempo fue directamente al grano.

– Amigo mío -dijo Tannenberg dirigiéndose al Coronel-, quiero pedirte un favor especial. Sé que es difícil y que sólo un hombre como tú puede conseguirlo.

Ahmed Huseini miró intrigado al anciano al tiempo que no se le escapaba la seguridad de la que Clara volvía a hacer gala, como si realmente Tannenberg fuera a vivir eternamente.

– Pídeme lo que quieras, sabes que cuentas conmigo -aseguró el Coronel.

– El profesor Picot y su equipo quieren marcharse; bien, lo entiendo, dadas las circunstancias no les podemos retener.

Clara se quedará unos días más y luego se reunirá con ellos para participar en la preparación de una gran exposición sobre los hallazgos de Safran. Será una exposición importante, que recorrerá varias capitales europeas, incluso intentarán llevarla a Estados Unidos, lo que estoy seguro que nuestro amigo George facilitará a través de la fundación Mundo Antiguo.

– ¿Qué favor quieres que te haga? -preguntó el Coronel.

– Que proporciones los permisos para que Picot pueda llevarse todo lo que ha encontrado en el templo. Ya sé que son piezas muy valiosas y que será difícil convencer a nuestro querido presidente Sadam, pero tú puedes lograrlo.

»Lo que es urgente es que dispongas de los helicópteros y los camiones para que Picot y su gente dejen Irak cuanto antes con su preciosa carga.

– ¿Y en qué nos beneficia eso a nosotros? -planteó sin ambages el Coronel.

– A ti, en que encontrarás en tu cuenta secreta de Suiza medio millón de dólares más si me haces este favor con la misma eficacia con la que has actuado en otras ocasiones.

– ¿Hablarás con Palacio? -quiso saber el Coronel.

– En realidad, ya lo he hecho. Ya están informados los hijos de nuestro líder, que aguardan ansiosos a mi mensajero.

– Entonces, si Bagdad está de acuerdo, llamaré a mi sobrino Karim para que ponga en marcha la operación.

– Clara debería de irse ya -indicó Ahmed.

– Clara se marchará cuando lo estime conveniente, lo mismo que yo, y por lo pronto continuará excavando. Quiero que se reanuden los trabajos arqueológicos mañana, que no se paren por lo que ha pasado -respondió un airado Tannenberg.

– Hay piezas de las encontradas que… en fin, que es delicado dejarlas salir-afirmó Ahmed.

– ¿Ya las han vendido? -preguntó Tannenberg sorprendiendo a Ahmed y a Yasir, que clavaba los ojos en el suelo.

– Siempre desconfías de los que te rodean -protestó Ahmed.

– Es que conozco bien a quienes me rodean. De manera que puede que nuestro flamante presidente de Mundo Antiguo, Robert Brown, haya recibido el encargo de George de ponerse en contacto con nuestros mejores clientes para anunciarles los hallazgos de Safran, y que éstos, ávidos por la novedad, ya hayan desembolsado alguna cantidad a cuenta de los objetos prometidos. ¿Me equivoco, Yasir?

La pregunta directa de Tannenberg descolocó al egipcio, que se vio sorprendido por un ataque de sudor que le empapó su pulcra camisa blanca. No respondió y miró a Ahmed pidiéndole ayuda con la mirada. Temía la reacción de Tannenberg.

Fue el Coronel quien tomó la palabra, preocupado por el cariz de la conversación.

– Así que hay un conflicto de intereses con tus amigos de Washington…

Tannenberg no le dejó continuar. Improvisó una respuesta, sabedor de que el Coronel no querría verse en medio de una guerra de ese tipo.

– No, no hay ningún conflicto de intereses. Si en Washington han decidido vender algunas de las piezas que hemos encontrado, me parece bien, ése es nuestro negocio, pero una cosa no quita a la otra. Las piezas pueden salir de aquí para ser exhibidas en una exposición, sólo que no regresarán a Irak, sino que se las entregaremos a sus nuevos propietarios. Pero éstos deberán de esperar unos cuantos meses, quizá un año largo, antes de tenerlas en su poder, lo que no supondrá ninguna novedad para ellos, están acostumbrados. Desde que piden una pieza hasta que llega a su poder a veces pasan años, de modo que no hay ningún problema. Tendrán lo que han comprado.

– Me encanta hacer negocios contigo; siempre tienes una solución para los problemas -afirmó más tranquilo el Coronel.

– En este caso no hay ningún problema, salvo que no podamos sacar las piezas para la exposición…

– Si ya has hablado con Palacio todo está bien. Déjalo de mi cuenta.

– ¿Qué has averiguado sobre los asesinatos? -quiso saber Tannenberg.

– Nada, y eso me preocupa. El asesino debe de ser un tipo listo y escurridizo que tiene además un buen disfraz y mejor coartada. Lo importante es que estás vivo, viejo amigo -aseguró el Coronel.

– Estoy vivo porque no quiso matarme; por eso estoy vivo, el móvil no era mi muerte.

El Coronel se quedó en silencio reflexionando sobre las palabras de Alfred Tannenberg. El anciano tenía razón: no había querido matarle, pero entonces, ¿qué buscaban en su habitación?

– Encontraremos al hombre; es cuestión de tiempo, por eso quiero retener unos días más a Picot, puede que sea alguien de su equipo.

– Hazlo, pero procura que no se nos eche el tiempo encima, hoy es 25 de febrero.

– Lo sé, lo sé.

– Quiero que Picot esté fuera de aquí como muy tarde el 10 de marzo -ordenó Tannenberg.

– ¿Y Clara y tú cuándo os marcharéis?

– No te preocupes, de eso me encargo yo, pero cuando empiece la guerra no estaremos aquí, te lo aseguro -afirmó el anciano.

El Coronel se despidió de su amigo y le dejó con Ahmed Huseini y Yasir. Clara también salió de la habitación después de dar un beso a su abuelo. Quería hablar con Picot y anunciarle que podían empezar a pensar en la exposición, pero eso sí, antes le exigiría que volvieran al trabajo. El Coronel había asentido a las peticiones de su abuelo. No se detendría la misión arqueológica, los obreros debían continuar trabajando; no había tiempo que perder.

– Así que ya habías perpetrado la traición -aseguró Tannenberg.

Yasir y Ahmed se movieron incómodos en sus sillas. Temían la reacción de aquel hombre, capaz de ordenar en ese mismo instante que les quitaran la vida sin que nadie pudiera impedirlo, ni siquiera el Coronel.

– Nadie te ha traicionado -acertó a decir Ahmed.

– ¿No? Entonces, ¿cómo es que ya se han vendido piezas de Safran sin que yo lo sepa? ¿No debería de haber sido informado? ¿Tan mal me conocen mis amigos que se atreven a intentar estafarme?

– ¡Por favor, Alfred! -se quejó Yasir-. Nadie quiere estafarte…

– Yasir, tú eres un traidor, en realidad ansías el momento de verme muerto y el odio te nubla la inteligencia dejando tus miserias al descubierto.

Yasir bajó la cabeza avergonzado por las palabras del anciano, miró de reojo a Ahmed y lo notó igual de nervioso que lo estaba él.

– Te lo íbamos a decir, por eso hemos venido. George quería que supieras que tenía compradores para las piezas de Safran.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué no me lo dijisteis la otra noche? ¿Cuándo me pensabais dar la sorpresa?

– Apenas te pudimos ver, y no parecía ser el momento… -protestó Ahmed.

– Te faltan agallas, Ahmed, eres sólo un empleado, lo mismo que Yasir, y sólo serás eso el resto de tus días. Los hombres como tú no mandan, sólo obedecen.

Ahmed Huseini enrojeció por la humillación. De buena gana habría abofeteado al viejo, pero no se atrevió a hacerlo, de manera que se calló.

– Bien, ahora hablaré con George, él me explicará en qué consiste el nuevo juego.

– ¡Es una temeridad! -se quejó Yasir-. Los satélites espías recogen todas las llamadas, lo sabes bien; si llamas a George será igual que poner un anuncio en el New York Times.

– Es George el que quiebra las reglas del juego, no yo. Afortunadamente eres un estúpido y me has dicho sin pretenderlo lo que mis amigos estaban tramando. Ahora idos, tengo que trabajar.

Los dos hombres salieron seguros de que Alfred Tannenberg no se quedaría de brazos cruzados. Les había expresado el desprecio que sentía por ellos, y temían las consecuencias de su desprecio.

Cuando Alfred Tannenberg llamó a voces a Aliya, le ordenó que avisara a uno de los guardias, y a éste que buscara a Ayed Sahadi, el falso capataz, uno de los asesinos más eficaces del equipo del Coronel, al que llevaba años pagando sustanciosas cantidades para que le sirviera al margen de su jefe.

Ayed Sahadi se sorprendió al encontrar a Alfred Tannenberg sentado en un sillón y tan furioso como siempre. Y se sorprendió aún más al escuchar lo que esperaba de él. Sopesó los inconvenientes de la misión que le encargaba el viejo Tannenberg, pero el dinero que recibiría despejó todas sus dudas.

A Clara le costó convencer a Picot de que debían reanudar los trabajos.

– No puedes irte dejando desmantelada la misión. Yo me quedo, puede que encuentre las tablillas o puede que no, pero al menos permíteme intentarlo un poco más.

Fabián coincidía con su amigo Picot en que cuanto antes se marcharan mejor. Fue Marta quien intercedió a favor de Clara, convenciendo a los dos hombres de que nada perdían porque continuaran los trabajos arqueológicos.

– Clara tiene razón, para ella sería de gran ayuda que los obreros crean que todo sigue como hasta ahora, y que tú confías en que aún se puede encontrar algo. Además, aún no sabemos cuándo podremos marcharnos; en vez de estar de brazos cruzados, podemos trabajar.

– Tenemos que embalar lo que hemos traído, y eso lleva tiempo -protestó Fabián.

– De acuerdo, pero eso no impide seguir trabajando. No es incompatible. Además, Clara ha conseguido lo que queríamos, que nos dejen llevar las piezas para la exposición… -les recordó Marta.

– ¡Menuda chantajista eres! -dijo Fabián.

– No, no lo soy; trato de ser justa. Sin ella no sería posible esa exposición en la que hemos pensado y que es lo que justifica nuestra estancia aquí. Se lo debemos.

La mirada agradecida de Clara sorprendió a la propia Marta. Había terminado apreciando a Clara aunque era una mujer con la que no tenía ninguna afinidad, más allá de que ambas eran arqueólogas.