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Lion Doyle deambulaba por el campamento en busca de respuestas. Alguien había entrado en la habitación de Tannenberg y no había sido él, de manera que o bien los clientes que habían contratado sus servicios, impacientes por la falta de resultados, habían enviado a otro hombre, o alguno de los enemigos de Tannenberg había querido probar suerte intentando eliminarle.

Los hombres del Coronel le habían interrogado. Eran más brutos que hábiles. Se les notaba habituados a obtener confesiones con torturas, de manera que les enfurecía tener que conformarse con escuchar sin poder utilizar sus propios métodos para encontrar al asesino de Samira y de los dos guardias.

A Doyle no le había sido difícil sortear el interrogatorio, ni tampoco interpretar su papel de fotógrafo independiente; en realidad, era un actor consumado y muchas veces se había sorprendido de su capacidad para adquirir distintas personalidades y estar a gusto en todas ellas.

Había hablado con Picot y el profesor también tenía más preguntas que respuestas, Fabián y Marta estaban conmocionados pero tampoco sabían nada, ni Gian Maria, que no ocultaba su angustia por lo sucedido.

El único que no demostraba ninguna emoción era el croata. Ante Plaskic, después de haber sido interrogado por los hombres del Coronel, había vuelto a sentarse ante su ordenador para terminar el trabado pendiente del día anterior.

Lion se dijo que siempre había sospechado que Ante Plaskic era más que un informático, de la misma manera que él no era un fotógrafo, o el capataz Ayed Sahadi de repente se había revelado como un militar a las órdenes del Coronel, aunque siguiera vestido de paisano.

Así que Lion Doyle decidió ir a charlar con Ante Plaskic para intentar buscar un resquicio para entrever la verdad de lo sucedido. Sabía que era difícil que pudiera encontrar ese resquicio porque Ante se le antojaba un profesional como él, pero aun así lo intentaría.

Cuando entró en el almacén donde trabajaba el croata le sorprendió encontrar con él al hijo del alcalde del pueblo. No es que fuera extraño encontrarle allí, puesto que era jefe de uno de los equipos de obreros, y habitualmente iba y veía del sitio arqueológico al campamento. Hablaban acaloradamente, pero se quedaron en silencio al verle entrar.

Admiró la sangre fría del croata para dominar la situación. Ante Plaskic exhaló un suspiro y se dirigió a Doyle.

– Lion, los obreros están inquietos; este hombre me pregunta si los trabajos van a proseguir y qué será de ellos cuando nos vayamos. Temen lo que pueda pasar, y que sea a alguno de ellos a quien carguen con los asesinatos. Dice que el profesor Picot no les ha dicho nada. En fin, si tú sabes algo…

– Sé lo mismo que tú, o sea casi nada. Supongo que tendremos que esperar a que se aclare la situación y cojan al asesino o a los asesinos, no sabemos nada. En cuanto a lo de irnos, bueno, parece que aquí queda poco por hacer y que, dadas las circunstancias, sería más prudente que nos fuéramos.

Ante Plaskic se encogió de hombros y no dijo nada. El hijo del alcalde esbozó unas palabras de pesar y se marchó.

Lion Doyle miró fijamente al croata Plaskic. Éste le sostuvo la mirada. Fueron segundos en los que ambos hombres se midieron reconociéndose tal cual eran, y avisándose el uno al otro de que si se enfrentaban el resultado sería mortal para uno de los dos.

– ¿Qué crees que pasó en la casa? -le preguntó Lion Doyle rompiendo el silencio.

– No lo puedo saber.

– Tendrás una opinión.

– No, no la tengo, jamás especulo con lo que no sé.

– Ya… en fin, supongo que pillarán al asesino. Tiene que estar aquí.

– Si tú lo dices…

Volvieron a cruzar las miradas en silencio y Lion le dio la espalda y salió. El croata se sentó ante el ordenador y pareció ensimismarse en la pantalla.

Ante Plaskic estaba seguro de que Lion Doyle sospechaba de él, pero también sabía que el fotógrafo no tenía ningún elemento sobre el que cimentar sus sospechas.

Había sido extremadamente cuidadoso, en ningún momento había bajado la guardia. Nadie se había dado cuenta de su relación con Samira. En realidad, no había pasado nada entre ellos, sólo que la enfermera le dedicaba miradas intensas y procuraba hacerse la encontradiza con él. Hablaban, en realidad hablaba ella, él la escuchaba sin ningún interés. La mujer ansiaba encontrar un hombre que la sacara de Irak, y parecía haber decidido que ese hombre podía ser él, no sabía por qué, pero el caso es que ella no cesaba de insinuarle su disposición a iniciar una relación del alcance que él quisiera.

Nunca la tocó. No le gustaban las musulmanas, ni siquiera las musulmanas rubias y de ojos azules de su tierra; menos por tanto aquella mujer morena de piel y cabello negro, con una nariz ancha que parecía resoplar.

Pero no rechazó su cercanía sabiendo que le era útil. Útil porque le informaba de cuanto sucedía en la casa, del estado de Alfred Tannenberg, de quién le llamaba, quién le visitaba, y de los problemas de Clara y su marido, Ahmed Huseini.

Samira era una inagotable fuente de información, que le permitía a su vez transmitir informes fidedignos a la agencia que le había contratado, Planet Security. En realidad, él escribía sus informes y se los entregaba al hijo del alcalde, un hombre de Yasir, ese egipcio que había sido mano derecha de Alfred Tannenberg, aunque en los últimos tiempos ambos hombres se odiaran. De manera que Yasir hacía llegar sus informes a las manos convenientes, las de quien le había contratado, y a través del mismo recibía instrucciones.

Yasir había llegado al campamento junto a Ahmed y le había pedido un informe fidedigno sobre la salud de Tannenberg. Ni Ahmed ni el propio Yasir habían logrado la confirmación de sus sospechas, que Tannenberg se estaba muriendo. El doctor Najeb se negaba en redondo a darles esa información.

Por eso Plaskic le pidió a Samira una cita y ella aceptó entusiasmada. Al caer la noche, cuando el campamento estuviera dormido, ella le facilitaría la entrada.

Samira le dijo que si él era capaz de deslizarse entre las sombras de la noche y sortear a los guardias, podrían estar juntos. Le explicó que los diez hombres que rodeaban la casa, cinco en la parte delantera y cinco en la trasera, pasada la media noche solían reunirse para fumar un cigarro y tomar café. Sólo tenía que esperar ese momento para deslizarse por la parte de atrás de la casa. Allí había un ventanuco que daba a un cuarto que utilizaban como almacén. Lo dejaría entreabierto; sólo tenía que entrar y esperar a que ella pudiera reunirse con él.

Ante Plaskic aceptó el plan, aunque su intención no era esperarla en el cuarto trasero sino entrar en la habitación del anciano y ver directamente su estado, además de sonsacar la verdad a Samira.

En parte todo transcurrió como habían planeado. Esperó a que Picot terminara la reunión con su grupo de confianza. Luego aguardó a que se apagaran todas las luces del campamento y se hiciera el silencio. Era media noche cuando abandonó el catre y sin hacer ruido fue reptando hacia la parte trasera de la casa de Tannenberg. Aún tuvo que esperar media hora entre las sombras antes de que uno de los guardias de la parte delantera fuera a buscar a sus compañeros para invitarles a café. En realidad, éstos no abandonaban del todo la vigilancia: se quedaban en el costado de la casa en tierra de nadie, pero tenían un ángulo de visión que creían suficiente para garantizar que nadie se acercara por la parte de atrás.

Estaban equivocados. Ante Plaskic consiguió burlarles, acercarse al ventanuco y entrar a la casa. Dos hombres dormitaban en sillas a cada lado de la puerta sentados frente a la habitación de Tannenberg. Ni siquiera le vieron llegar; antes de que se dieran cuenta tenía cada uno una bala en las entrañas. El silenciador de la pistola había funcionado a la perfección. El único ruido fue el de los cuerpos desplomándose al caer al suelo.

Luego empujó la puerta. Samira tenía razón. La vieja criada dormitaba y ni siquiera se enteró de que alguien entraba.

Samira le vio con la pistola en la mano y se asustó. Creyó que iba a matar a Tannenberg e intentó impedirle que se acercara al enfermo. Plaskic le tapó la boca y le pidió que no gritara y se quedara quieta, pero ella no le hizo caso, de manera que tuvo que matarla. La estranguló, pero la culpa, se dijo, había sido de ella por no obedecerle. Si se hubiese quedado callada y quieta aún viviría.

La vieja criada también había decidido ser un problema, pues cuando le vio saltó de la silla donde estaba sentada. Le tuvo que tapar la boca y golpearla con la pistola en la cabeza. Creyó que la había matado, ya que la había dejado en el suelo con la cabeza abierta, sangrando, y con los ojos en blanco. La muy bruja se había salvado. Hubiera preferido saberla muerta, pero tampoco le inquietaba que viviera; no le había visto, llevaba un pasamontañas cubriéndole la cabeza, y la habitación estaba en penumbras, de manera que era imposible que le hubiese visto y mucho menos que le reconociera.

Como en ocasiones anteriores, Ante había informado al hijo del alcalde, el hombre de Yasir, de lo que veía en casa de Tannenberg. Sólo que en esta ocasión no había escrito ni una línea; simplemente le había detallado cómo se encontraba el anciano: monitorizado, con una bolsa de sangre en un brazo y una de suero en el otro.

El hijo del alcalde le había preguntado si había sido él quien mató a la enfermera y a los dos hombres, pero Ante no le había respondido, lo que enfureció al otro, que le reprochó que el Coronel terminara deteniéndoles a todos. Fue en ese momento cuando les interrumpió Lion Doyle. También Ante pensaba que el inglés era más de lo que parecía; en realidad, creía que Doyle estaba allí con una misión similar a la suya.

Al día siguiente el Coronel parecía de peor humor que en otras ocasiones. Ahmed Huseini le escuchaba pacientemente procurando no decir una palabra de más que avivara la ira del militar. Yasir también permanecía en silencio.

– No me iré de aquí hasta que no atrapemos al asesino. Tiene que estar aquí, entre nosotros, y se está riendo de mí; pero le cogeré, y cuando lo haga deseará estar muerto.

Aliya, la enfermera, entró en la sala. Clara la enviaba para avisarles de que su abuelo les esperaba.

Encontraron a Alfred Tannenberg sentado en un sillón, con una manta sobre las piernas, y sin ninguna bolsa de suero conectada a su cuerpo.

Parecía haber empequeñecido, era todo huesos, y la palidez del rostro impresionaba.