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Cuando terminó se volvió hacia Clara, que aguardaba en silencio.

– No parece haber sufrido ningún daño.

– Pero está inconsciente -balbuceó Clara.

– Sí, pero espero que empiece a reaccionar.

El médico echó una mirada por la habitación y se acercó a Samira. Se arrodilló y examinó cuidadosamente el cadáver de la mujer.

– La han estrangulado. Debió de intentar defenderse o defenderle a él -dijo señalando a Alfred Tannenberg.

Luego se levantó y se dirigió a un rincón del cuarto donde, tirada en medio de un charco de sangre, estaba Fátima. Hasta ese momento Clara no se había fijado en el cuerpo de la mujer y no pudo evitar gritar.

– Cálmese, está viva, respira, aunque tiene un golpe muy fuerte en la cabeza. Ayúdeme a levantarla, la llevaremos al hospital de campaña, aquí no la puedo atender. Voy a ver a los hombres de fuera.

Clara se arrodilló, llorando, junto a Fátima, intentando levantarla. Dos de los guardias que contemplaban la escena esperando instrucciones se acercaron y cogieron a la mujer llevándola hacia el hospital tal y como había ordenado el médico.

Cuando Clara vio entrar a Yves Picot y a Gian Maria sintió un alivio inmediato, y rompió a llorar.

Gian Maria se acercó y la abrazó mientras Picot intentaba que respondiera a sus preguntas.

– Tranquilícese, ¿está bien? ¿Qué ha sucedido? ¡Dios mío! -exclamó al ver el cadáver de Samira.

– Diga a los guardias que lleven el cadáver al hospital -le pidió el doctor Najeb a Clara-. A los hombres de fuera les mataron de un disparo. Creo que su asesino les disparó muy de cerca. Debió utilizar una pistola con silenciador. Ya he dicho que se los lleven al hospital.

– ¿Y mi abuelo? -gritó Clara.

– Ya he hecho lo que podía hacer. Alguien debería quedarse con él, no moverse de su lado y llamarme si pasa algo. Pero ahora tengo que atender a esa mujer, y usted tendría que llamar a las autoridades para que investiguen qué ha pasado aquí. A Samira la han asesinado.

Salam Najeb les dio la espalda. No quería que le vieran llorar y estaba llorando. Lloraba por Samira, y lloraba por él, por haber accedido a viajar a Safran para cuidar al anciano Tannenberg. Lo había hecho por dinero. Alfred Tannenberg le había ofrecido el sueldo de cinco años por cuidarle, además de prometerle que le regalaría un apartamento en alguna zona residencial de El Cairo.

Ayed Sahadi se cruzó con el médico en el umbral de la casa. El capataz parecía alterado, estaba pálido, sabiendo que Tannenberg le haría responsable de cualquier desgracia y que su jefe, el Coronel, sería capaz de torturarle personalmente si el sistema de seguridad del que era responsable había fallado.

Cuando entró en el cuarto de Tannenberg dos de sus hombres salían con el cadáver de Samira. Clara seguía llorando y Picot estaba ordenando a uno de sus hombres que fuera a buscar al alcalde del pueblo y encontrara a alguna mujer capaz de cuidar del enfermo.

– ¿Dónde estaba usted? -gritó Clara a Ayed Sahadi cuando le vio entrar.

– Durmiendo -respondió éste airado.

– Le costará caro lo que ha pasado -le amenazó Clara.

El capataz no le respondió, ni siquiera la miró. Empezó a examinar la habitación, la ventana, el suelo, la disposición de los objetos. Los hombres que le acompañaban permanecían expectantes sin atreverse a moverse sin su permiso.

Unos minutos más tarde llegó el comandante del contingente de soldados encargados de la protección de Safran y del sitio arqueológico.

El comandante hizo caso omiso de Clara y de Picot, y se enzarzó en una discusión con Ayed Sahadi. Ambos tenían miedo, el miedo de saber que sus superiores eran aún más crueles que ellos mismos y sobre todo que eran los dueños de sus vidas.

Clara observaba las señales que aparecían en los monitores a los que estaba conectado su abuelo. Creyó percibir que éste movía los párpados, pero supuso que era fruto de su imaginación.

Cuando llegó el alcalde acompañado de su mujer y dos de sus hijas Clara les explicó lo que esperaba de ellas. Se harían cargo de la casa, y las dos jóvenes no se separarían del lecho de Alfred Tannenberg.

Ayed Sahadi y el comandante de la guarnición parecían de acuerdo en que sus hombres irrumpieran en todas las casas y tiendas en busca de algún indicio que les llevara al sospechoso del asesinato de Samira, pero sobre todo de quien había sido capaz de llegar hasta el mismísimo lecho de Alfred Tannenberg. Además, todos los miembros del campamento, no importa quiénes fueran, serían cacheados e interrogados por los soldados. La decisión que más les costó tomar fue la de llamar al Coronel. Cada uno le informaría por su cuenta.

Alfred Tannenberg se movía inquieto y Clara temió que estuviera empeorando, por lo que envió a una de las hijas del alcalde en busca del doctor Najeb. La muchacha regresó, pero acompañada de Ahmed Huseini.

– Lo siento, no he venido antes porque estaba con el doctor. Me ha explicado lo que ha pasado y le he ayudado con Fátima. Está inconsciente, ha perdido mucha sangre. La golpearon en la cabeza con algo contundente. En realidad, no creo que pueda decirnos nada hasta mañana, porque además está sedada.

– ¿Vivirá? -preguntó Clara.

– Ya te he dicho que sí, al menos es lo que el doctor Najeb cree -respondió Ahmed.

– ¿Dónde está el doctor? -preguntó Gian Maria.

– Cosiéndole la cabeza a Fátima; en cuanto termine vendrá -fue la respuesta de Ahmed.

Fabián y Marta entraron en el cuarto después de sortear a varios hombres armados que estaban en la entrada. Yves Picot se acercó a ellos y les puso al tanto de lo sucedido. Después de escucharle, Marta se hizo cargo de la situación.

– Creo que deberíamos irnos a la sala, y no continuar hablando aquí dado el estado del señor Tannenberg. Aquí molestamos más que otra cosa. Usted -añadió dirigiéndose a la esposa del alcalde-vaya a preparar café, la noche va a ser muy larga, y cuando lo tenga llévelo a la sala.

Clara la miró agradecida. Confiaba en Marta, sabía que pondría orden en medio del caos.

Marta se dirigió al comandante y a Ayed Sahadi, que seguían discutiendo en un rincón del cuarto.

– ¿Han examinado a fondo la habitación? -les preguntó.

Los dos hombres respondieron ofendidos; sabían hacer su trabajo. Marta pasó por alto su respuesta.

– Entonces lo mejor es que salgan del cuarto y vayan a la sala o donde crean conveniente. Ustedes dos -les dijo a las hijas del alcalde- se quedarán con el señor Tannenberg como les han dicho, y en mi opinión también deberían quedarse un par de hombres en la habitación, pero nadie más. Vámonos a la sala, ¿os parece? -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Salieron todos de la habitación y fueron a la pequeña sala tal y como les había ordenado Marta. Gian Maria no se despegaba del lado de Clara e Yves Picot especulaba con Fabián sobre lo sucedido.

– ¿No sería mejor que Clara nos dijera qué ha pasado? -dijo Marta.

El comandante y Ayed Sahadi cayeron en la cuenta de que no habían preguntado a Clara cómo y cuándo había entrado en la habitación de Tannenberg y se encontró el cadáver de Samira.

La esposa del alcalde entró con una bandeja cargada con el café y las tazas. La mujer también había colocado unas galletas en un plato.

Ayed Sahadi clavó los ojos en Clara y ésta sintió que aquel hombre al que su abuelo le había encargado la seguridad del campamento la miraba con ira.

– Señora Huseini, explíquenos a qué hora entró en el cuarto de su abuelo y por qué. ¿Escuchó algo raro?

Clara, con voz monótona, vencida por el cansancio y el miedo, relató su caminata con Gian Maria, el rato de charla que habían compartido cerca del templo, pero no, no recordaba a qué hora habían regresado. Les dijo que no había notado nada extraño. Los hombres que custodiaban el exterior de la casa estaban en sus puestos, de manera que subió confiada al cuarto de su abuelo en busca de Fátima.

Describió todos los detalles que recordaba de la escena que se había encontrado cuando encendió la luz. Y sí, ahora que se lo decían, recordó que no se había dado cuenta de la ausencia de los dos hombres que guardaban la puerta de su abuelo y que luego encontró muertos.

Durante una hora respondió a las preguntas de Ayed Sahadi y del comandante, que le insistían una y otra vez para que recordara cualquier detalle.

– Bueno, la pregunta que hay que hacerles a ustedes -dijo Picot dirigiéndose al comandante y a Ayed Sahadi- es: ¿cómo es posible que estando la casa rodeada de hombres, alguien haya entrado sin que le vieran y, además, consiguiera llegar hasta la habitación del señor Tannenberg matando previamente a dos guardias, a la enfermera y malhiriendo a Fátima?

– Sí, ésa es una pregunta a la que ambos deberán de responder. El Coronel llegará mañana y les exigirá respuestas.

Los dos hombres se miraron. Ahmed Huseini les había dado la peor noticia: la llegada del Coronel.

– ¿Le has llamado? -preguntó Clara a su marido.

– Sí. Esta noche han asesinado a una mujer y a dos hombres que estaban encargados de la custodia de tu abuelo. No es difícil imaginar que a quien querían matar era a él. De manera que mi obligación era informar a Bagdad. Supongo, comandante, que ya lo sabe, le habrán llamado para comunicárselo, pero si no lo han hecho se lo digo yo: un destacamento de la Guardia Republicana viene hacia aquí para custodiarnos. Está claro que usted no ha sabido o no ha podido hacerlo, y tampoco nuestro amigo Sahadi como capataz ha sido capaz de prever la traición.

– ¿La traición? ¿La traición de quién? -inquirió nervioso Ayed Sahadi.

– La traición de alguien que está aquí, en este campamento, no sé si es iraquí o es extranjero, pero de lo que no tengo dudas es que el asesino está entre nosotros -sentenció Ahmed.

– Incluido tú.

Todos miraron a Clara. Acusar a su marido directamente de estar en la lista de sospechosos dejaba al descubierto la quiebra de su relación, lo que como ella bien sabía era un error.

Ahmed la miró con furia. No le respondió, aunque se notaba el esfuerzo que estaba haciendo por dominarse.

– La pregunta es por qué y para qué -dijo Marta.

– ¿Por qué? -preguntó a su vez Fabián.

– Sí, por qué alguien entró en la habitación del señor Tannenberg, si realmente para asesinarle como cree Ahmed, o simplemente fue un ladrón que quiso robar y se vio sorprendido por Samira y los guardias, o…

– Marta, es difícil que alguien se metiera a robar precisamente en la casa de Tannenberg que está rodeada de hombres armados -le interrumpió Picot.