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– ¿Qué quieres, Clara?

– Quiero que ni Ahmed ni Yasir se intenten aprovechar de nuestra situación. Quiero que me digas lo que he de hacer, lo que he de decirles, lo que deseas que se haga.

– Vamos a arrebatar a Irak su pasado.

– Lo sé.

– ¿Y no te importa?

Clara dudó unos momentos antes de responder. Le importaba, sí, pero la lealtad a su abuelo estaba por encima de cualquier otra lealtad, y, además, creía que sería imposible que los hombres de Alfred se pudieran llevar todo. No era fácil vaciar un museo, y, por lo que parecía, iban a desvalijar varios.

– No te voy a mentir, cuando Ahmed me explicó la operación, me hubiera gustado no creerle, que no fuera verdad, pero no puedo cambiar las cosas, ni a ti tampoco, así que cuanto antes termine todo esto mejor. A mí lo que me preocupa es que estás enfermo y que te intenten jugar una mala pasada, eso es lo que me importa de verdad.

– Puesto que lo sabes todo, empieza a asumir responsabilidades. Pero no te equivoques, no soporto los errores.

– ¿Qué quieres que haga?

– No hay cambios en la operación. Ya le dije a Ahmed lo que espero de él, lo mismo que de Yasir y…

El anciano no pudo continuar hablando. Se le velaron los ojos y Clara sintió su mano helada entre las suyas, una mano sin vida. Gritó, y el grito sonó como un aullido.

El doctor Najeb y Samira entraron de inmediato apartándola del lado del enfermo. Fátima les seguía y se abrazó a Clara.

Dos hombres con las pistolas desenfundadas acudieron corriendo al cuarto de Tannenberg. Creían que alguien estaba atacando al anciano.

– ¡Salgan todos! -ordenó el médico-. Usted también -le dijo a Clara.

Fátima fue la primera en recuperarse y se hizo cargo de la situación viendo que Clara parecía conmocionada y que otros se agolpaban en la puerta con las armas en la mano.

– Ha sido un susto, nada más. El señor está bien -decía Fátima intentando ser convincente.

Por fin, Clara pareció reaccionar y se dirigió a los dos hombres que expectantes no sabían qué hacer.

– Todo está bien, ha sido un pequeño accidente, me he caído y me he hecho daño. Lo siento, siento haber causado este alboroto.

Los hombres la miraban sin creerla: el grito desgarrado que habían escuchado no era sólo el de una mujer histérica que se hubiera hecho daño por una caída. Además, Clara no parecía haber sufrido ningún golpe; supieron que estaba mintiendo.

Clara se irguió sabiendo que de lo que pasara en ese momento dependería la reacción posterior de los hombres en otras circunstancias.

– ¡He dicho que no pasa nada! ¡Váyanse a sus trabajos! ¡Ah, y no quiero chismorreos! El que deje suelta la lengua y la imaginación tendrá que atenerse a las consecuencias. Ustedes dos, quédense aquí -ordenó a los dos hombres que habían entrado en la habitación de Tannenberg.

Fátima empujó al resto de los hombres al exterior de la casa y cerró la puerta para evitar que Clara viera la preocupación que manifestaban los guardias de Alfred.

– No quiero que comenten ni una palabra de lo que han visto antes.

– No, señora -respondió uno de los guardias.

– Si lo hacen, lo pagarán caro. Si mantienen la boca cerrada sabré agradecérselo con generosidad.

– Señora, usted sabe que hace muchos años que estamos con el señor, él confía en nosotros -protestó uno de los guardias.

– Sé que la confianza tiene un precio, de manera que no cometan el error de querer vender información sobre lo que pasa en esta casa. Y ahora, quédense en la puerta y no dejen entrar a nadie.

– Sí, señora.

Clara volvió a dirigirse al cuarto de su abuelo y entró procurando no hacer ruido. El doctor Najeb miraba preocupado a su abuelo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Clara.

– Eso es lo que le iba a preguntar yo.

– Se quitó la máscara de oxígeno, estábamos hablando y de repente puso los ojos en blanco y tuvo un espasmo.

– No se lo diré más, pero o nos llevamos a su abuelo de aquí o dudo mucho que pueda aguantar.

– Mi abuelo continuará aquí, y ahora dígame en qué estado se encuentra.

– Su situación empieza a ser crítica. Le ha vuelto a fallar el corazón. Tenemos que esperar el resultado de los análisis que le acabo de hacer. La radiografía del hígado nos indica que han salido nuevos tumores. Pero ahora es su corazón el que me preocupa.

– ¿Está consciente?

– No, no lo está. Debería de dejarme hacer mi trabajo. Váyase, yo la iré informando. No me moveré de su lado.

– Haga todo lo que pueda, pero no le deje morir.

– Es usted la que parece empeñada en no dejarle vivir.

Las palabras de Salam Najeb le dolieron como una bofetada, pero no respondió porque sabía que él no la entendería.

Se encontró a Ahmed en la puerta de la habitación de su abuelo, enfadado porque Fátima le impedía la entrada.

– ¿Qué ha pasado? Los hombres están alterados, dicen que gritaste, y creen que le ha pasado algo a tu abuelo.

– Me caí y grité, eso es todo. Mi abuelo está bien, un poco cansado, nada más.

– Tendría que hablar con él, hoy he estado en Basora.

– Tendrás que hacerlo conmigo.

Ahmed la miró intentando entrever en la actitud de Clara un indicio de lo que en realidad hubiera pasado.

– Me voy mañana, y quiero consultarle algunas cosas. Que yo sepa es tu abuelo quien está al mando de la operación, nadie me ha avisado de que hubiera ningún cambio. En cualquier caso nadie aceptaría una orden tuya, tampoco yo.

Clara sopesó las palabras de su marido y decidió no plantar batalla en ese momento, segura de que la perdería. Si se empeñaba en que hablara con ella, Ahmed se daría cuenta del empeoramiento de su abuelo, y no sabía lo que eso podría desencadenar, de manera que decidió comportarse como la Clara que había sido siempre, pero de la que ni ella misma sabía cuánto quedaba.

– Bueno, pues tendrás que esperar a mañana. Eso sí, búscate otro sitio donde dormir. Ya estoy harta de fingir ante los demás.

– ¿Crees inteligente que sepan que nos vamos a separar? Tú llevarías las de perder. Los hombres no te respetarían si saben que te has quedado sin marido, ahora que tu abuelo está a punto de morir.

– Mi abuelo no se va a morir, olvídate de verle muerto -respondió Clara con rabia.

– No tengo interés en dormir en tu cuarto. Si quieres me quedo en la sala, así no te molestaré.

La insistencia de Ahmed la irritaba, sabía que él quería quedarse para averiguar lo que realmente pasaba en la casa. Si se oponía le haría sospechar aún más de lo que sospechaba, pero no podía evitar rechazarle.

– Me molesta dormir bajo el mismo techo que tú porque sé que deseas nuestro mal, el de mi abuelo y el mío, de manera que prefiero que te busques otro lugar.

– No te deseo ningún mal.

– ¿Sabes, Ahmed? No es difícil leer en tu cara. No sé en qué momento ambos hemos cruzado la raya del afecto al desprecio, pero es evidente que lo hemos hecho. No quiero que en mi casa duerman extraños y a ti te siento como un desconocido.

– Bien, dime dónde puedo ir a dormir.

– En el hospital de campaña hay un catre, te servirá.

– ¿A qué hora podré ver mañana a tu abuelo?

– Te avisaré.

– Picot me ha dicho que quiere que hablemos, ¿vendrás?

– Sí, sé que ha convocado una reunión para decidir cuándo pone punto final a la expedición. Te preguntará si tienes un plan previsto para evacuar al equipo en caso de que estalle la guerra. Los periodistas que han estado aquí aseguraban que la guerra era inevitable y que en cualquier momento Bush mandaría atacar.

– Ya sabes la fecha, el 20 de marzo, de manera que no queda mucho tiempo, pero eso no se lo podemos decir a ellos.

– Eso ya lo sé.

– Bueno, voy a recoger mi bolsa para instalarme en el hospital.

– Hazlo.

Clara se dio la media vuelta dirigiéndose de nuevo al cuarto de su abuelo. Abrió la puerta con cuidado y se apoyó en la pared observando al doctor Najeb y a Samira, que en ese momento parecían estar haciendo otro cardiograma a su abuelo. Aguardó a que terminaran para hacer notar su presencia.

– Le he dicho que es mejor que no esté aquí -fueron las palabras del médico al verla.

– Estoy preocupada.

– Tiene razones, está muy mal.

– ¿Podrá hablar? -se atrevió a preguntar temiendo la respuesta del médico.

Pero Salam Najeb parecía haberse rendido ante la evidencia de lo inútil que resultaba que insistiera en la gravedad de la situación del enfermo.

– Ahora mismo no; mañana quizá, si es que supera esta crisis.

– Es preciso que los hombres le vean y… bueno, y que pueda mantener una charla aunque sea breve.

– Lo que usted quiere es un milagro.

– Lo que quiero es que el sueño de mi abuelo no se evapore sin llevarlo a término.

– ¿Y cuál es ese sueño? -le preguntó el médico con un deje de resignación.

– Ya ha oído hablar de lo que hacemos aquí. Buscamos unas tablillas que supondrán una revolución en el mundo de la arqueología y también en la historia de la humanidad. Esas tablillas son una Biblia, una Biblia de Barro .

– Muchos hombres pierden la vida persiguiendo sueños imposibles.

– Mi abuelo lo intentará hasta el final; no se va a rendir ahora, no querría hacerlo.

– No sé cómo estará mañana, ni siquiera sé si vivirá. Ahora déjele descansar. Si hubiera cualquier cambio en su estado la mandaré llamar.

– Pero hágalo con discreción.

– No se preocupe, su abuelo me aleccionó sobre el valor del silencio.