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Picot se calló intentando sopesar por el gesto de Ahmed la respuesta de éste, pero fue Clara la que tomó la palabra.

– Profesor Picot, ¿no cree que se olvida de mí?

– En absoluto. Si hemos llegado hasta aquí ha sido con usted. Nada de lo que hemos hecho habría sido posible sin usted. No la queremos sacar de escena, todo lo contrario.

»Estamos aquí por su empeño, Clara. Por eso quiero que acepte interrumpir la excavación y venga con nosotros. Usted es parte fundamental de nuestro proyecto, la necesitamos para preparar la exposición, dar conferencias, participar en seminarios, acompañar a los objetos hallados donde quiera que los llevemos. Pero no podremos hacer nada si su marido no consigue que su Gobierno permita que saquemos de Irak lo que hemos encontrado.

– A lo mejor mi marido no puede hacerlo, pero mi abuelo sí.

La afirmación de Clara no les sorprendió. En realidad, Picot había pensado hablar con Alfred Tannenberg si Ahmed se mostraba demasiado reticente. Los meses pasados en Irak le habían enseñado que no había nada que Tannenberg no pudiera conseguir.

– Sería estupendo que entre Ahmed y su abuelo convencieran al Gobierno para que nos permitan mostrar al mundo el tesoro que el paso del tiempo había ocultado en Safran -dijo Picot.

Ahmed pensó que no era inteligente librar una batalla con Clara, ni siquiera con Picot. Era mejor ganar tiempo asegurando que haría cuanto estuviese en su mano e incluso mostrar entusiasmo. Además, a lo mejor ésa era su oportunidad de escapar de Irak. Picot le estaba brindando una cobertura inesperada. El problema era que muchos de los objetos encontrados no saldrían jamás de Irak ni con él ni con Picot.

– Haré lo que pueda para convencer al ministro -afirmó Ahmed.

– El ministro no es suficiente, hay que hablar con Sadam. Sólo él puede autorizar que salgan objetos artísticos de Irak, y más si son antigüedades -apuntó Clara.

– Entonces, ¿vendrá con nosotros? -le preguntó Marta a Clara.

– No, al menos no por ahora, pero me parece una buena idea que el mundo conozca lo que hemos desenterrado en Safran. Yo me quedaré aquí, sé que puedo encontrar las tablillas. Desde luego, ustedes no sacarán ni un objeto sin que antes se firme un acuerdo en que quede estipulado cómo y quiénes hicieron posible esta expedición-dijo Clara en tono desafiante.

Discutieron un rato más los pormenores para salir de Irak en cuanto fuera posible, y sobre todo cómo imaginaban que debía de ser la exposición.

No se escuchaba ni un ruido en el campamento cuando Clara, acompañada por Gian Maria, se dirigió hacia su alojamiento, segura de que Fátima la esperaría despierta. Ahmed discretamente había entrado en el hospital de campaña donde pasaría la noche.

– ¿Tienes sueño? -le preguntó a Gian Maria.

– No, estoy cansado, pero ahora mismo no sería capaz de dormirme.

– A mí me gusta la noche, disfruto del silencio, es el mejor momento para pensar. ¿Me acompañas a la excavación?

– ¿Ahora? -preguntó Gian Maria sin poder ocultar su sorpresa por la propuesta.

– Sí, ahora. Lo peor es que ya sabes que tengo dos hombres permanentemente detrás de mí, pero estoy acostumbrada a tener escolta desde que era pequeña, de modo que cuando no puedo escaparme de ellos, los olvido.

– Bueno, si quieres te acompaño. ¿Cogemos el coche?

– No, vayamos andando; es un paseo largo, ya lo sé, pero necesito caminar.

Los hombres que escoltaban a Clara permanecían varios pasos detrás de ellos, sin manifestar el fastidio que suponía renunciar a horas de sueño por el deseo de pasear de la nieta de Tannenberg.

Cuando llegaron cerca de la excavación Clara buscó un lugar donde sentarse e invitó a Gian Maria a acompañarla.

– Gian Maria, ¿por qué quieres quedarte aquí? Puedes correr peligro si los norteamericanos comienzan a bombardearnos.

– Lo sé, pero no tengo miedo. No creas que soy un temerario, pero ahora mismo no tengo miedo.

– Pero ¿por qué no te marchas? Eres sacerdote, y aquí… bueno, aquí no has podido ejercer tu ministerio. Somos todos casos perdidos, aunque realmente no has intentado catequizarnos, has sido muy respetuoso con nosotros.

– Clara, me gustaría ayudarte a encontrar la Biblia de Barro. Si fuera verdad que Abraham conocía el Génesis… y si lo conocía, ¿sería el mismo Génesis que conocemos nosotros?

– Así que te quedas por curiosidad.

– Me quedo por ayudarte, Clara. Yo…, bueno, no estaría tranquilo dejándote sola.

Clara se rió. Le conmovía que Gian Maria pensara que podía protegerla precisamente a ella, que la guardaban hombres armados de día y de noche. Sin embargo, el sacerdote parecía creer que poseía un poder taumatúrgico que hacía imposible que a ella le sucediera nada.

– ¿Qué te dicen en tu congregación cuando hablas con ellos?

– Mi superior me insta a que ayude a quienes lo necesitan; está al tanto de las penalidades que está viviendo Irak.

– Pero tú, en realidad, no estás ayudando a nadie. Estás aquí con nosotros, trabajando en una misión arqueológica.

Al decirlo, Clara se dio cuenta de lo extraño que resultaba que el sacerdote llevara dos meses entre ellos trabajando como un miembro más del equipo.

– Ya lo saben, pero aun así creen que puedo ser útil a las personas que están aquí.

– ¿No será que la Iglesia está tras la Biblia de Barro ? -preguntó Clara con cierta alarma.

– ¡Por favor, Clara! La Iglesia no tiene nada que ver con mi estancia en Safran. Me duele que puedas desconfiar de mi palabra. Tengo permiso de mi superior para estar aquí, sabe lo que estoy haciendo y no se opone. Muchos sacerdotes trabajan. No soy el único, y por tanto no es extraño que me permitan trabajar en una misión arqueológica. Naturalmente que en algún momento deberé de regresar a Roma, pero te recuerdo que llevo aquí dos meses, no dos años, por más que a ti se te haya hecho muy largo este tiempo.

– No, lo que pasa es que… bueno, si lo pienso resulta extraño que un sacerdote haya terminado en esta expedición.

– No creo haber dado ningún motivo para que juzgues extraño mi comportamiento. No soy capaz de dobleces, Clara.

– ¿Sabes, Gian Maria?, aunque nunca hemos hablado de cosas personales, a veces tengo la impresión de que eres el único amigo que tengo aquí, el único que me ayudaría si tuviera un problema.

Volvieron a quedar en silencio, dejando vagar la mirada por la infinitud del cielo estrellado, saboreando la calma de la noche, sin necesidad de decirse nada.

Así estuvieron un rato, perdidos en sus pensamientos, sin alterarse por los ruidos de la noche ampliados por el silencio.

Luego el frío se apoderó del lugar y decidieron irse a dormir.

Clara entró en la casa procurando no hacer ruido y se dirigió hacia el cuarto de su abuelo, segura de que Samira y Fátima le estarían velando. La casa estaba a oscuras.

Entró con sigilo en la habitación, extrañada de la oscuridad rotunda que la envolvía. Tanteó la pared para no tropezar y susurró el nombre de Samira sin obtener respuesta. En el ambiente flotaba un olor dulce y pastoso. No veía nada, y ni Samira ni Fátima respondían a su llamada. Encontró el interruptor de la luz. Estaba furiosa pensando en que las dos mujeres se habían dormido en vez de mantener su atención en el anciano.

Cuando pudo ver la habitación ahogó el grito que pugnaba por escapar. Se apoyó contra la pared intentando dominar la náusea que le retorcía la boca del estómago.

Samira estaba tirada en el suelo con los ojos abiertos. Un hilo de sangre parecía haberse quedado inerte en la comisura de sus labios, pálidos por la ausencia de vida.

La enfermera tenía algo en la mano que no alcanzaba a ver porque las lágrimas y el miedo le cegaban la mirada.

No supo cuánto tiempo permaneció allí pegada a la pared sin moverse, pero Clara sintió que había pasado una eternidad cuando por fin se atrevió a acercarse a la cama de su abuelo, temiendo encontrarle muerto al igual que Samira.

Su abuelo tenía la mascarilla de oxígeno colgando a un lado de la cama y estaba sin sentido, blanco como la cera. Clara le acercó los dedos a la boca y sintió el aliento débil del anciano, luego pegó el oído a su corazón y escuchó el latido apagado de quien está a punto de dejar la vida. No supo cómo lo hizo, pero le colocó la mascarilla de oxígeno y a continuación salió corriendo de la habitación, sin ver que en un rincón yacía otro cuerpo.

Al salir se dio cuenta de que los dos hombres que guardaban la puerta de su abuelo estaban tendidos en el suelo, muertos. Volvió a sentir un ataque de pánico. Estaba sola y allí, en aquella casa, había un asesino.

Salió corriendo, y en la puerta de entrada respiró al ver a los hombres que habitualmente guardaban la casa. Los mismos que la habían saludado minutos antes cuando la vieron despedirse de Gian Maria. ¿Cómo era posible que alguien hubiera entrado en la casa sin que esos hombres se dieran cuenta?

– Señora, ¿qué sucede? -le dijo uno de los guardias que se habían acercado al verla aparecer en el umbral con los ojos desorbitados y una expresión de pánico dibujada en el rostro.

Clara hizo un esfuerzo por hablar, por encontrar algún rastro de fuerza para enfrentarse a aquel hombre que lo mismo era un asesino, el asesino de Samira y de los otros guardias.

– ¿Dónde está el doctor Najeb? -preguntó con una voz apenas audible.

– Duerme en su casa, señora -respondió el hombre señalando la casa donde Salam Najeb descansaba.

– Avísele.

– ¿Ahora?

– ¡Ahora! -El grito de Clara dejaba al descubierto su desesperación.

Luego envió a otro de los hombres a buscar a Gian Maria y a Picot. Sabía que debía avisar a Ahmed, pero no quería hacerlo hasta que no llegaran el francés y el sacerdote. Desconfiaba de su marido.

El médico apareció apenas dos minutos después. No le había dado tiempo a peinarse para aparecer presentable porque el guardia no le había dado opción, así que había alcanzado a ponerse un pantalón y una camisa antes de salir a reunirse con Clara.

– ¿Qué sucede? -le preguntó, alarmado por el aspecto de la mujer.

– ¿A qué hora dejó a mi abuelo? -le preguntó Clara sin responder a la pregunta que le acababa de hacer el médico.

– Pasadas las diez. Estaba tranquilo, Samira se ha quedado de guardia. ¿Qué ha pasado?

Clara entró en la casa seguida por el médico y le llevó hasta la habitación de Tannenberg. Salam Najeb se quedo inmóvil en la puerta mientras en su rostro reflejaba el horror que le producía la situación. Con paso decidido, haciendo caso omiso al cuerpo sin vida de Samira, se acercó a la cama de Alfred Tannenberg. Le tomó el pulso, mientras contemplaba cómo surgían en el monitor las débiles constantes vitales del anciano. Le examinó a conciencia hasta asegurarse de que no había sufrido ningún daño y volvió a colocarle la mascarilla de oxígeno. A continuación preparó una inyección, y le cambió la botella de suero y medicamentos en la que apenas quedaban unas gotas de líquido. Durante un rato estuvo luchando para arrancar una señal de vida al cuerpo inerte del anciano.