Изменить стиль страницы

No había comenzado a hablar cuando Clara entró en la sala. Sonreía, lo que le produjo extrañeza. Con tres cadáveres y un asesino suelto no era como para sonreír.

– Coronel, mi abuelo quiere verle.

– De manera que ha recuperado el conocimiento… -murmuró el militar.

– Sí, y dice sentirse mejor que nunca.

– Iré de inmediato. Señor Picot, hablaremos más tarde…

– Cuando usted quiera.

El Coronel salió de la sala acompañado por Clara. Picot suspiró aliviado. Sabía que no se libraría del interrogatorio pero al menos ganaba tiempo para prepararse, por lo pronto buscaría a Fabián y a Marta para hablar de ello.

El doctor Najeb hizo una señal a Clara y al Coronel para que no se acercaran a la cama de Tannenberg hasta que la enfermera no le cambiara la bolsa de plasma.

La mujer parecía eficiente y un minuto más tarde había terminado su tarea.

Salam Najeb estaba a punto de dormirse de pie; las señales del cansancio eran patentes en su rostro y en su aspecto, también la tensión de la larga vigilia luchando por la vida de Alfred Tannenberg.

– Parece haberse recuperado milagrosamente, pero no deberían cansarle -les dijo a Clara y al Coronel a modo de consejo, aun sabiendo que éstos harían caso omiso de su recomendación.

– Debería descansar, doctor -le respondió Clara.

– Sí, ahora que la señorita Aliya está aquí iré a asearme y a descansar un rato. Pero antes pasaré a ver a Fátima.

– Mis hombres la están interrogando -dijo el Coronel.

– ¡Pedí que no lo hicieran hasta que yo no dijera si estaba en condiciones para hacerlo! -protestó el médico.

– ¡Vamos, no se ponga así! Ha regresado del mundo de los muertos y puede sernos muy útil, sólo el señor Tannenberg y Fátima saben lo que sucedió en esta habitación, así que nuestra obligación es hablar con ellos. Tenemos tres cadáveres, doctor -respondió el Coronel, sin dejar lugar a dudas de que nada ni nadie se interpondría en sus decisiones.

– Esa mujer está muy grave y el señor Tannenberg… -Salam Najeb no siguió hablando: la mirada del Coronel era lo suficientemente explícita como para que un hombre prudente no malgastara ni una palabra más.

La enfermera se hizo a un lado, dejando a Clara y al Coronel situarse junto al enfermo. Clara tomó la mano de su abuelo entre las suyas y se la apretó, reconfortada al sentirle vivo.

– No pueden contigo, viejo amigo -fue el saludo del Coronel.

Alfred Tannenberg tenía los ojos hundidos y la palidez de sus mejillas indicaba que la muerte le seguía rondando, pero la fiereza de su mirada no dejaba lugar a dudas de que batallaría por su vida hasta el final.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó el anciano.

– Eso sólo nos lo puedes decir tú -respondió el Coronel.

– No recuerdo nada preciso, alguien se acercó a mi cama, creí que era la enfermera, alguien me iluminó la cara, luego escuché algunos ruidos secos, intenté incorporarme y… no sé, creo que logré quitarme la máscara de oxígeno. La luz estaba apagada y no veía nada… creo que me empujaron… estoy confuso, no recuerdo bien lo que sucedió, no vi realmente nada. Pero sé que había alguien aquí, alguien que se acercó hasta mí. Podían haberme matado, quiero que castigues a los hombres encargados de guardar la casa. Son unos inútiles, ni mi vida ni este país están seguros en sus manos.

– No te preocupes por eso, ya me he encargado de ellos, llorarán lo que les queda de vida por haber permitido lo que pasó -aseguró el Coronel.

– Supongo que nada de esto habrá alterado el trabajo de la misión, Clara aún puede encontrar lo que buscamos -afirmó Tannenberg.

– Picot se va, abuelo.

– No se lo permitiremos, se quedará aquí -sentenció el anciano.

– No, no podemos hacer eso, sería… sería un error. Es mejor que se vaya, yo me quedaré el tiempo que queda, pero tú deberías salir de aquí. El Coronel está de acuerdo.

– ¡Me quedaré contigo! -gritó Tannenberg.

– Deberías reconsiderarlo, amigo; el doctor Najeb nos insiste en que debemos sacarte de aquí. Te garantizo la seguridad de Clara, me ocuparé de que no suceda nada, pero tú debes irte-dijo el Coronel.

Alfred Tannenberg no replicó. Se sentía agotado y era consciente de la debilidad del hilo del que pendía su vida. Si le llevaban a El Cairo acaso lograría vivir un poco más, pero ¿cuánto? Sentía que no debía dejar a su nieta en vísperas de la guerra, porque una vez que comenzara nadie se ocuparía de ella.

– Ya veremos, tenemos tiempo. Ahora quiero que celebremos una reunión con Yasir y Ahmed, lo que ha pasado no puede repercutir en el negocio.

– Ahmed parece capaz de llevarlo adelante -comentó el Coronel.

– Ahmed es incapaz de hacer nada sin que le digan lo que tiene que hacer. Todavía no me he muerto, y aunque lo haga no será él quien me herede -sentenció Tannenberg.

– Ya conocía vuestras diferencias, pero quizá en este momento deberías de ser más flexible. No te encuentras bien, ¿verdad, Clara?

Clara no respondió a la pregunta del Coronel. Sería leal a su abuelo hasta el último suspiro, y además ella tampoco se fiaba de Ahmed.

– Abuelo, si quieres celebrar una reunión iré a buscar a quien me digas.

– Dile a ese marido tuyo que venga; también quiero ver a Ayed Sahadi y a Yasir. Pero antes me prepararé para recibirles. Dile a la enfermera que me ayude a vestirme.

– ¡Pero no puedes levantarte! -exclamó Clara asustada.

– Puedo. Haz lo que te he dicho.

Los hombres del Coronel no habían conseguido que Fátima les contara nada relevante. La mujer apenas podía hablar, y no dejaba de llorar. Estaba sentada cerca de la cama de Alfred Tannenberg y se había quedado dormida mientras Samira preparaba las bolsas con suero que calculaba que necesitaría el anciano a lo largo de la noche. Escuchó un ruido fuera de la habitación, pero no abrió los ojos; imaginó que algo se les habría caído a los hombres que custodiaban la puerta.

De repente otro ruido, esta vez en la habitación, hizo que se volviera adonde estaba Samira. Vio a alguien vestido de negro, de pies a cabeza, con el rostro tapado, alguien que estaba estrangulando a Samira; no le dio tiempo a gritar, porque la figura se abalanzó sobre ella, le tapó la boca y la golpeó con un objeto que llevaba en la mano. La golpeó varias veces hasta que perdió el sentido. Era todo lo que recordaba.

No, no sabía si era un hombre quien la había atacado, pero debía serlo porque era muy fuerte. Llevaba guantes, porque ella intentó morder la mano que le tapaba la boca y recordaba que estaba cubierta por una tela elástica.

No, no recordaba ningún olor especial, ni que aquella figura dijera una sola palabra, sólo que sintió miedo, un miedo absoluto, profundo, porque sentía que la vida se le escapaba. Por eso daba las gracias a Alá, por haber conservado su vida y la de su señor.