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– ¿Qué cree usted, Clara?

La pregunta directa de Marta cogió de improviso a Clara. No sabía qué responder. Su abuelo era un hombre temido y poderoso, de manera que tenía un sinfín de enemigos, cualquiera de ellos podía querer verle muerto.

– No lo sé. No sé qué pensar, yo… estoy… estoy agotada… todo esto es horrible.

Un soldado entró en la sala y se acercó a su comandante. Le susurró algo al oído y salió tan rápido como había entrado.

– Bien-dijo el comandante-, mis hombres han empezado a interrogar a los obreros y a la gente del pueblo. Por ahora, nadie parece saber nada. Señor Picot, también interrogaremos a los miembros de su equipo y a usted mismo.

– Lo entiendo; por mi parte estoy dispuesto a colaborar con la investigación.

– Pues cuanto antes empecemos mejor. ¿Tiene inconveniente en ser el primero? -preguntó el comandante a Picot.

– En absoluto. ¿Dónde quiere que hablemos?

– Aquí mismo. Señora, ¿nos permite trabajar aquí?

– No -respondió Clara-, busquen otro lugar. Creo que el señor Picot le puede decir dónde instalarse, quizá en uno de los almacenes.

El comandante salió seguido por Picot, Marta, Fabián y Gian Maria. Serían los primeros en ser interrogados. En la sala quedaron además de Clara, su marido y el capataz, Ayed Sahadi.

– ¿Hay algo que no nos hayas dicho? -preguntó Ahmed a Clara.

– He contado todo lo que recuerdo, pero usted, Ayed, deberá explicar cómo alguien ha podido llegar hasta la habitación de mi abuelo.

– No lo sé. Hemos revisado las puertas y ventanas. No sé por dónde entró ni si fue un solo hombre o varios. Los hombres de la puerta juran que no han visto nada -aseguró el capataz-. Es imposible que alguien entrara sin que lo vieran.

– Pues alguien entró. Y debió de ser una persona de carne y hueso, no un fantasma, porque los fantasmas no disparan a bocajarro, ni estrangulan mujeres indefensas -afirmó Ahmed enfadado.

– Lo sé, lo sé… es que no me explico cómo ha podido suceder. Sólo cabe la posibilidad de que haya sido alguien de dentro de la casa -sugirió Ayed Sahadi.

– En la casa sólo estaban Fátima, Samira y los hombres que guardaban la puerta del cuarto de mi abuelo -apuntó Clara.

– También estaba usted; al fin y al cabo fue usted la que encontró los cadáveres…

Clara dio un respingo y se puso en pie dirigiéndose furiosa a Ayed Sahadi. Le dio una bofetada tan fuerte que le dejó los dedos marcados en la mejilla. Ahmed, de un salto, se puso en pie y agarró a Clara temiendo la reacción de Ayed.

– ¡Basta, Clara! ¡Siéntate! ¿Es que nos hemos vuelto todos locos? Y usted, Ayed, no vuelva a hacer insinuaciones de ningún tipo; le aseguro que no estoy dispuesto a consentirle ninguna falta de respeto ni hacia mi esposa ni hacia mi familia.

– Ha habido tres asesinatos y todos son sospechosos hasta que se encuentre al culpable -afirmó Ayed.

Ahmed Huseini se acercó a él. Parecía que iba a golpearle. Pero no lo hizo, sólo murmuró entre dientes:

– Usted está en la lista de los sospechosos, quizá alguien le ha comprado para acabar con la vida de Tannenberg. No se equivoque, no se equivoque o pagará el error muy caro.

El capataz salió de la sala mientras Clara se derrumbaba sobre el sillón. Su marido se sentó en una silla junto a ella.

– Deberías intentar comportarte, no perder los nervios. Te estás poniendo en evidencia.

– Lo sé, pero es que estoy destrozada, me siento fatal.

– Tu abuelo está muy mal, deberías trasladarle a El Cairo, o al menos a Bagdad.

– ¿Te lo ha dicho el doctor Najeb?

– No hace falta que lo diga nadie, sólo hay que verle para saber que se está muriendo. Admítelo, no intentes engañarnos como si fuéramos estúpidos, no puedes mantener la ficción de que está bien.

– Ha sufrido un shock, por eso le has visto así…

– ¡No seas ridícula! ¿A quién crees que engañas? En el campamento es un clamor que se está muriendo, ¿crees que has logrado ocultarlo?

– ¡Déjame en paz! ¡Te gustaría que mi abuelo se muriera, pero vivirá, ya verás como vivirá y os despedazará a todos por traidores e inútiles!

– Si no puedo razonar contigo, será mejor que me vaya a donde pueda ayudar. Yo que tú intentaría descansar.

– Voy a ver a Fátima.

– Bien, te acompañaré.

No llegaron a salir de la casa porque se encontraron en la puerta al doctor Najeb. El médico parecía agotado.

Les dijo que aún no sabía el alcance de las secuelas del golpe recibido por Fátima. Sin duda la habían golpeado con un objeto pesado, que le había abierto una brecha profunda en la cabeza por la que había perdido mucha sangre.

– El comandante ha colocado hombres armados por toda la tienda.

– Es la única persona que puede decirnos qué pasó, si es que le dio tiempo a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor -afirmó Ahmed.

Alfred Tannenberg respiraba con dificultad y sus constantes vitales parecían alteradas. El doctor Najeb regañó a las mujeres por no haberle avisado. Clara se reprochó no haberse quedado junto a la cabecera de su abuelo, mientras observaba cómo Ahmed evaluaba la situación del enfermo sin ocultar un destello de satisfacción. Su marido odiaba a su abuelo con tal intensidad que no era capaz de ocultarlo.

El médico preparó una bolsa de plasma y les mandó a descansar, asegurando que no se movería del lado de Tannenberg.

El ruido del helicóptero rasgó el silencio pesado que envolvía el campamento. Picot había convenido con Fabián y Marta el fin de la aventura en que les había embarcado. En cuanto se lo permitieran, comenzarían a desmantelar el campamento para regresar a casa.

No se quedarían ni un día más de lo preciso, aunque Marta era partidaria de que, a pesar de las circunstancias, se tratase de convencer a Ahmed de que hiciera las gestiones para sacar de Irak todos los objetos desenterrados, a fin de hacer la gran exposición que planeaban.

Estaban tan cansados como el resto del campamento, sobre todo porque poco antes del amanecer había llegado un destacamento de la Guardia Republicana, el temido cuerpo de élite de Sadam Husein.

Picot observó a Clara dirigirse junto a su marido hacia el helicóptero. Las aspas del aparato no habían terminado de girar cuando un hombre corpulento, de cabello negro y bigote espeso, que parecía un calco del propio Sadam, saltó con agilidad. Después bajaron otros dos militares y una mujer.

El hombre vestido de militar emanaba autoridad, pero Picot pensó que también había en él algo siniestro.

El Coronel estrechó la mano de Ahmed y dio una palmada en el hombro a Clara, luego caminó junto a ellos en dirección a la casa de Tannenberg, haciendo una indicación a la mujer para que les siguiera.

La mujer parecía impresionada de estar en aquel lugar y un gesto de tensión se reflejaba en la comisura de los labios. Clara se dirigió a ella dándole la bienvenida. El Coronel acababa de decirle que la mujer era enfermera, una enfermera de confianza de un hospital militar. Había creído conveniente llevarla para ayudar al doctor Najeb tras saber que habían asesinado a Samira.

El sol calentaba cuando un soldado fue a buscar a Picot anunciándole que el recién llegado quería hablar con él.

Clara no estaba en la sala y tampoco Ahmed; sólo el hombre al que llamaban el Coronel, fumando un cigarro habano y bebiendo una taza de café.

No le tendió la mano; tampoco él hizo ademán de extender el saludo más allá de una breve inclinación de cabeza. Decidió sentarse, aunque el militar no le había invitado a hacerlo.

– Bien, déme su opinión sobre lo sucedido -le preguntó directamente el Coronel.

– No tengo ni idea.

– Tendrá alguna teoría.

– No. No la tengo. Sólo he visto en una ocasión al señor Tannenberg, de manera que no se puede decir que le conozca. En realidad, no sé nada de él y no puedo aventurar por qué alguien se metió en su habitación y mató a su enfermera y a los guardias que le protegían.

– ¿Sospecha de alguien?

– ¿Yo? En absoluto. Verá, no me hago a la idea de que haya un asesino entre nosotros.

– Pues lo hay, señor Picot. Espero que Fátima pueda hablar. Hay una posibilidad de que ella le haya visto. En fin… mis hombres van a interrogar también a los miembros de su equipo…

– Ya lo han hecho, anoche nos interrogaron.

– Siento las molestias, pero comprenderá que es necesario.

– Sin duda.

– Bueno, quiero que me diga quién es quién; necesito saberlo todo de la gente que hay aquí, sean iraquíes o extranjeros. Con los iraquíes no hay problema, sabré todo lo que se puede saber de ellos, incluso más de lo que ellos mismos saben sobre sí mismos, pero de su gente… Colabore, señor Picot, y cuéntemelo todo.

– Mire, a la mayoría de las personas que están aquí las conozco desde hace mucho tiempo. Son arqueólogos y estudiantes respetables; no encontrará al asesino entre los participantes en esta misión arqueológica.

– Se sorprendería de dónde se puede encontrar a gente dispuesta a asesinar. ¿Les conoce a todos? ¿Hay alguien a quien haya conocido recientemente?

Yves Picot permaneció en silencio. El Coronel le estaba haciendo una pregunta a la que no quería responder, porque si decía que había miembros de la misión a los que no había visto nunca antes de salir hacia Irak, los convertiría en sospechosos, y eso era algo que le repugnaba, sobre todo por las consecuencias que pudiera tener sobre ellos la sombra de la sospecha. En Irak la gente desaparecía para siempre jamás.

– Piense, tómese su tiempo -le dijo el Coronel.

– En realidad, les conozco a todos, son personas recomendadas por amigos cercanos de toda mi confianza.

– Yo, sin embargo, tengo que desconfiar de todo el mundo; sólo así lograremos resultados.

– Señor…

– Llámeme Coronel.

– Coronel, yo soy arqueólogo, no acostumbro a tratar con asesinos, y los miembros de las misiones arqueológicas no suelen dedicarse a matar. Pregunte cuanto quiera, interróguenos lo que haga falta, pero dudo mucho que vaya a encontrar a su asesino entre nosotros.

– ¿Colaborará?

– Contribuiré en lo que pueda, pero me temo que no tengo nada que aportar.

– Estoy seguro de que me ayudará más de lo que imagina. Tengo aquí una relación de los miembros de su equipo. Le iré preguntando por cada uno de ellos, puede que saquemos algo o puede que no. ¿Le parece que comencemos?

Yves Picot asintió. No tenía opción. Aquel hombre siniestro no estaba dispuesto a aceptar una negativa, de manera que hablaría con él, aunque estaba firmemente decidido a no decir más que naderías.