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Pensaba que Clara estaba perdida en aquel mundo masculino que era Irak, que era Oriente, y la veía como una víctima de ese mundo que le había impedido ser ella misma, siempre al albur de su abuelo y de su marido.

– De acuerdo -asintió Picot-, trabajaremos al tiempo que organizamos nuestra salida de este país. Pero no quiero quedarme ni un día más de lo preciso. Siento que empiezo a ahogarme aquí. Además, lo de los asesinatos nos ha trastornado a todos, no sé cómo tenéis aún ganas de trabajar.

– La vida sigue -afirmó Clara.

– Porque usted no es la muerta -respondió Picot sin ocultar su enfado por la insensibilidad de Clara.

Gian Maria les escuchaba sin decir palabra. Parecía hundido, desolado, desbordado por la situación.

– Gian Maria, ¿te quedarás conmigo como dijiste? -quiso saber Clara.

– Sí, me quedaré -acertó a decir el sacerdote.

– Pues es una inmensa tontería que lo haga. Lo sensato es que se venga con nosotros, esta aventura está terminada, ¿no se da cuenta?

El sacerdote rechazó con la cabeza la pregunta de Picot. No dejaría a Clara. Había llegado a pensar que la vida de la mujer y de su abuelo no corrían peligro, que nadie intentaría hacerles daño, que el pasado no iba a pasar factura al anciano enfermo y por ende a ella. Pero ahora sabía que no era así, y debía quedarse para protegerla a ella y a su abuelo.

Picot reunió a los miembros del equipo y les anunció que debían de empezar a empaquetar el material, para estar preparados cuando les avisaran de que podían sacarles de Safran. Clara les había asegurado que no estarían más de quince días, por lo que el tiempo apremiaba. Se sorprendieron cuando Picot les dijo que trabajarían hasta el último día. Continuarían excavando, intentando arrancar algún secreto más a la tierra azafranada de aquel lugar.

Hubo alguna protesta que Picot acalló de inmediato, intentando, además, entusiasmarles con el proyecto de la exposición en la que todos ellos participarían.

Clara regresó junto a su abuelo. Aliya le había acostado y el doctor Najeb le había vuelto a monitorizar. El anciano estaba agotado por el esfuerzo.

– Todo está saliendo bien -le aseguró Clara.

– No estoy tan seguro. Mis amigos están jugando sucio y eso pone las cosas aún más difíciles.

– Les ganaremos, abuelo.

– Si encontraras la Biblia de Barro

– La encontraré, abuelo, la encontraré.

Salam Najeb se reunió con Clara y le dijo sin rodeos la verdad: no sabía si Alfred Tannenberg aguantaría muchos días más.

– ¿Me está diciendo que se puede morir en cualquier momento?

– Sí.

Clara estuvo a punto de ponerse a llorar. Se sentía inmensamente cansada y, sobre todo, llevaba días saboreando la hiel de la soledad. Ante su abuelo aparentaba una fortaleza y unos recursos de los que carecía para afrontar una situación como en la que estaban inmersos; y por si fuera poco apenas podía contar con Fátima, ya que la mujer yacía en el hospital de campaña más muerta que viva.

– ¿Si le trasladamos servirá de algo?

El médico se encogió de hombros. En realidad, pensaba que Tannenberg ya estaba sentenciado y que ni en el mejor hospital del mundo lograrían salvarle la vida.

– A mi juicio ha tardado demasiado en considerar esa opción. Se lo he venido diciendo, pero usted no ha querido hacerme caso.

– Respóndame: si mañana le llevamos a El Cairo, ¿vivirá?

– No sé si aguantará el viaje -respondió con sinceridad el médico.

– Sé que mi abuelo le ha pagado con creces por cuidarle, pero yo le daré una cantidad mayor si logra que viva unos días más, y sobre todo si no sufre.

– Yo no soy Alá, no tengo poder sobre la vida.

– Es lo más parecido a un dios que existe, usted conoce los secretos de la vida.

– No, no los conozco, si Alá se lo quiere llevar, de nada servirá lo que yo haga.

– Hágalo de todas formas, y no descarte que en cualquier momento le diga que nos vamos de aquí. Es más, nos iremos de aquí en unos días.

– Me temo que se irá usted sola.

– Eso, como usted dice, sólo Alá lo sabe.

El hijo del alcalde parecía nervioso. Su padre ofrecía dulces a sus huéspedes, Yasir y Ahmed, seguro de estar cumpliendo a la perfección con las leyes de la hospitalidad.

Yasir y Ahmed rechazaron comer más y dejaron pasar el tiempo adecuado para despedirse de su anfitrión sin faltar a la cortesía. El hijo del alcalde se ofreció para acompañarles hasta el campamento, que estaba instalado a unos cientos de metros del pueblo.

Caminaban despacio y en silencio, saboreando el puro con que les había obsequiado el alcalde. Ahmed no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que pasaba cuando, de improviso, tres hombres surgieron de las sombras colocándose a ambos lados, dejando en medio a Yasir y a él. Un minuto más tarde Yasir emitía un grito agudo y caía al suelo con un puñal clavado en las entrañas. Las manos del hijo del alcalde estaban manchadas de sangre, de la sangre de Yasir. Los tres hombres que habían aparecido desaparecieron de inmediato llevándose el cadáver de Yasir, sin que Ahmed hubiera llegado a decir ni una palabra. Lo que el hijo del alcalde no pudo evitar es que Ahmed se detuviera y vomitara. Mientras con un pañuelo se limpiaba los restos de sangre de las manos, aguardaba a que Ahmed terminara de vomitar.

– ¿Por qué? -le preguntó Ahmed cuando se hubo recuperado.

– El señor Tannenberg no perdona la traición. Quiere que usted lo sepa.

– ¿Cuándo me matará a mí? -se atrevió a preguntar Ahmed.

– No lo sé, no me lo han dicho -respondió con simpleza el hijo del alcalde.

– Déjeme, quiero estar solo.

– Me han ordenado acompañarle.

Ahmed apretó el paso separándose de aquel hombre que había acabado con la vida de Yasir sin inmutarse, pero éste le alcanzó poniéndose a su mismo paso.

– Me han encargado que le diga que el señor Tannenberg le estará vigilando y que aunque él no esté, si le traiciona alguien le arrancará la vida como yo lo he hecho con el señor Yasir.

– Estoy seguro de ello; ahora déjeme.

– No, no puedo, he de acompañarle, podría sufrir algún percance.

Ayed Sahadi se acercó a la caravana. Los camellos descansaban libres de su carga. Un hombre alto le recibió abrazándole.

– Alá te guarde.

– Y Él a ti -respondió Sahadi.

– Ven a compartir una taza de té con nosotros -le invitó el hombre.

– No puedo, he de regresar. Pero quiero que me hagas un favor, te recompensaré.

– Somos amigos.

– Lo sé, por eso te lo pido. Toma -le dijo entregándole un paquete bien envuelto-, procura que llegue cuanto antes a Kuwait.

– ¿A quién se lo he de entregar?

– En este sobre está escrita la dirección; deberás entregarlo junto con el paquete. Toma, y que Alá te acompañe.

El hombre cogió el manojo de billetes de dólar con que Ayed Sahadi le pagaba. No le hizo falta contarlos, sabía que como en otras ocasiones la cantidad sería satisfactoria. Alfred Tannenberg siempre le pagaba bien sus encargos.

El silencio del amanecer fue quebrado por un grito que despertó a todo el campamento.

Picot salió de la casa seguido por Fabián y se quedaron petrificados; otros, al igual que ellos, habían saltado de la cama para ver qué sucedía, y tampoco podían emitir palabra.

Allí, en medio del campamento, atado a un poste, estaba el cuerpo de un hombre. Le habían torturado. Tenía los miembros desgarrados, y le faltaban las manos y los pies. Las cuencas de los ojos estaban vacías y también le habían arrancado las orejas.

Algunos hombres no soportaron la visión del cadáver despedazado y no pudieron evitar la náusea y el vómito; otros se quedaron inertes, sin saber qué hacer, aliviados al ver llegar a los soldados y hacerse cargo de aquel cuerpo mutilado.

– ¡Quiero irme de aquí cuanto antes! ¡Nos van a matar a todos! -gritó Picot entrando furioso en la casa que compartía con Fabián y su secretario Albert Anglade.

– Lo que está pasando aquí no tiene que ver con nosotros -afirmó Fabián.

– Entonces, ¿con qué tiene que ver? -le gritó Picot.

– ¡Cálmate! No conseguiremos nada perdiendo los nervios.

Albert Anglade salió del baño después de haber vomitado, pálido y con los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Qué horror! Esto es demasiado -alcanzó a decir.

Marta Gómez entró en la casa sorprendiendo a los tres hombres; se sentó en una silla, encendió un cigarro y no dijo nada.

– Marta, ¿estás bien? -quiso saber Fabián.

– No, no estoy bien. Estoy destrozada, no sé qué está pasando aquí, pero este lugar se está convirtiendo en un cementerio, yo… creo que debemos irnos ya, a ser posible hoy mismo.

– Tranquilízate -le pidió Fabián-. Tenemos que tranquilizarnos todos antes de tomar decisiones. Y debemos hablar cuanto antes con Clara y Ahmed. Ellos saben lo que está pasando y tienen la obligación de decírnoslo.

– Ese hombre…, ese hombre es el que acompañaba a Ahmed -dijo Marta.

– Sí, ése era el cadáver mutilado de ese tal Yasir, un hombre que según Ahmed trabajaba para el señor Tannenberg -afirmó Fabián.

– Pero… pero ¿quién ha podido hacer una cosa así? -insistió Marta.

– Vamos, tranquilízate -intentó consolarla Fabián.

– Quiero ver a tu abuelo.

El tono de voz de Ahmed era el de un hombre derrotado, con miedo. Clara se sorprendió de verle en ese estado: desaliñado, con los ojos rojos y llorosos, las manos temblorosas.

– ¿Qué ha pasado?

– ¿No te has asomado a verlo? ¿Te has perdido el espectáculo con que nos ha dado los buenos días tu abuelo? Además de matarle, ¿era necesario profanar su cadáver? Es un monstruo…, ese hombre es un monstruo…

– No sé qué estás diciendo -alcanzó a tartamudear Clara.

– Yasir… ha matado a Yasir y ha profanado su cadáver. Lo ha expuesto ahí, en medio del campamento, para que lo veamos todos, para que no olvidemos que es nuestro dios, el señor de todos nosotros…

Ahmed lloraba desesperado, haciendo caso omiso de los guardias, que le miraban sin ocultar su desprecio por esa muestra de debilidad.

Clara tenía ganas de salir corriendo, de gritar, pero supo contenerse, segura de que los hombres no respetarían a su abuelo, ni a ella misma, si se dejaba llevar por el pánico.

– Mi abuelo no te recibirá, está descansando.