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Tom Martin abrió el sobre que le acababa de pasar su secretaria. Lo estaba esperando. El director de Photomundi le había llamado para avisarle de que tenía un fax de Doyle.

Leyó la breve línea y rompió el papel. Llamaría de inmediato al misterioso señor Burton. El hombre estaba enfadado. Así se lo había dicho por teléfono hacía un par de días. Había pagado mucho dinero por adelantado, le recordó, y quería resultados. Si el hombre enviado a Irak ya había localizado a Tannenberg y a su nieta, si había logrado infiltrarse entre ellos, ¿por qué no cumplía el contrato?

El presidente de Global Group le explicó que no era fácil la misión en Irak, que si su hombre aún no había cumplido el contrato sería porque realmente era imposible hacerlo y esperaba el momento adecuado; le pidió paciencia, pero el señor Burton le aseguró que la paciencia se le había acabado.

Buscó el último número que le había facilitado el señor Burton y lo marcó. Era un número de móvil británico, pero en realidad no tenía ni idea de dónde estaba el señor Burton.

– Hable.

– ¿Señor Burton?

– Sí, dígame, señor Martin.

– ¡Ah, sabía que era yo!

– Dígame.

– Me aseguran que esta semana estará hecho el encargo.

– ¿Me lo garantiza?

– Le transmito lo que me ha dicho mi hombre.

– ¿Cuándo sabremos si en realidad ha cumplido el encargo?

– Ya le he dicho que esta semana espero darle buenas noticias.

– Quiero pruebas, las noticias no son suficientes.

– Eso, señor Burton, a lo mejor es más difícil, al menos en un primer momento.

– Está estipulado en nuestro contrato.

– Yo cumplo mis contratos, señor Burton.

– Es su obligación, señor Martin.

– Bien, le volveré a llamar.

– Espero sus noticias.

Hans Hausser colgó el teléfono y volvió a mirar el libro que había estado leyendo hasta el momento en que le interrumpió la llamada del presidente de Global Group.

Era tarde, pasadas las siete, pero no podía dejar de llamar a Carlo, a Mercedes y a Bruno. Aguardaban impacientes saber qué estaba pasando en aquel pueblo perdido de Irak donde el monstruo parecía haber anidado junto a su nieta.

Se levantó, cogió la gabardina y se dispuso a salir procurando no hacer ruido para no alertar a su hija Berta, que en ese momento estaba dando de cenar a sus hijos. Pero Berta tenía el oído fino y salió al vestíbulo.

– Papá, ¿dónde vas?

– Necesito estirar las piernas.

– Pero si es muy tarde y está lloviendo.

– ¡Berta, por favor, deja de tratarme como a uno de tus hijos! Llevo todo el día en casa, y tengo ganas de caminar. Voy a dar un paseo y regreso enseguida.

Cerró la puerta sin dar tiempo a que su hija replicara. Sabía que la hacía sufrir, pero no podía evitarlo, no sería leal hacia sus amigos si no les informaba de inmediato.

El profesor Hausser caminó un buen rato alejándose de su casa. Luego subió a un autobús, se bajó cuatro paradas después y buscó una cabina de teléfono.

Carlo Cipriani estaba en la clínica, en el quirófano, asistiendo a la operación de un amigo al que su hijo Antonino le estaba extirpando el riñón. Maria, su secretaria, le aseguró que el doctor Cipriani le llamaría en cuanto regresara al despacho.

El siguiente número que marcó fue el de un móvil del que Bruno Müller no se separaba en los últimos días.

– Bruno…

– Hans…, ¿cómo estás?

– Bien, amigo, bien. Tengo noticias: me aseguran que el encargo se hará esta semana.

– ¿Estás seguro?

– Es lo que me han dicho, y espero que cumplan con su palabra.

– Hemos esperado tantos años que supongo que podemos esperar una semana más…

– Sí, aunque te confieso que siento más impaciencia que nunca. Ojalá terminemos con esto y podamos regresar a la vida normal.

Bruno Müller se quedó unos segundos en silencio. Sentía en el pecho la misma opresión que sabía sentía su amigo. Compartían el mismo deseo violento de saber que Tannenberg era hombre muerto. Ese día, como decía Hans, vivirían, vivirían de una manera distinta a como habían vivido hasta el momento.

– ¿Ya has hablado con Carlo y Mercedes?

– Carlo estaba con su hijo Antonino en el quirófano. A Mercedes le llamo ahora. Siempre temo su impaciencia.

– Cuando hables con Carlo no le preguntes por el pequeño. Sigue sin tener noticias suyas, está destrozado.

– ¿Aún no sabe dónde se ha metido su hijo?

– No, el otro día hablé con él. Me dijo que no les ha escrito ni llamado, y que en su casa sólo le dicen que saben que está bien, pero no le informan de dónde está, salvo que está pasando por una profunda crisis personal. Carlo se siente culpable, no me ha dicho por qué, pero asegura que él es el único responsable.

– Y su amigo el presidente de Investigaciones y Seguros, ¿no puede hacer nada para ayudarle?

– Me temo que el chico ha dejado dicho que si su padre le busca romperá con él para siempre.

– Los hijos son una fuente de alegría, pero también de amargura.

– Sí, lo son, pero no seríamos nada sin ellos.

– Lo sé, amigo mío, lo sé. Bien, llamaré a Mercedes, y en cuanto vuelva a saber algo te lo diré de inmediato.

Mercedes Barreda estaba terminando de maquillarse. Esa noche iba a ir al Liceo. Estaba invitada al palco del consejero delegado de uno de los bancos con los que su constructora mantenía abierta una línea de crédito, y no había podido librarse de la invitación.

No le gustaba especialmente la ópera, aunque le apasionaba la música clásica. Sobre todo, rechazaba el espectáculo social, el acudir a un lugar para ser vistos y ver, al margen del interés por el hecho artístico.

La irritaba sobremanera participar de ese espectáculo social, y por eso estaba de pésimo humor.

Escuchó el sonido del móvil y estuvo tentada de no responder. Súbitamente dio un respingo, consciente de que no era el suyo personal el que sonaba, sino el que había comprado días atrás a la espera de la llamada de Hans y cuyo número le había transmitido a través de internet.

– Sí -respondió con un deje de angustia en la voz.

– Pensé que no estabas.

– He confundido el sonido de este móvil con el otro y me he despistado. Dime, ¿cómo van las cosas?

– Bien, parece que se hará esta semana.

– ¿Qué garantías tenemos?

– Es lo que me han asegurado, de manera que sólo nos queda esperar.

– Estoy harta de esperar.

– Vamos, sólo es una semana, no vamos a ponernos nerviosos en el último momento.

– Tienes razón. ¿Cuándo me llamarás?

– En cuanto me avisen.

– Hazlo, por favor.

– Sabes que lo haré, serás la primera a la que llame.

– Gracias.

– Cuídate.

– Tú también.

Hans Hausser salió de la cabina y caminó bajo la lluvia, hasta que, empapado, decidió parar un taxi para regresar a su casa. Estaba helado y empezaba a toser. Su hija Berta le reñiría por haberse constipado.

* * *

Robert Brown abrió la puerta de su casa. Paul Dukais había tocado el timbre varias veces, impaciente, y la impaciencia no era algo característico de la personalidad del presidente de Planet Security.

– ¿Estamos todos? -preguntó Dukais a Brown.

– Sí. Ralph Barry acaba de llegar, y he llamado al Mentor. Iré a verle en cuanto me digas eso tan urgente.

Dukais entró en el salón de Brown y admiró la sencilla elegancia de aquella estancia, que denotaba el buen gusto del presidente de Mundo Antiguo. Ralph Barry estaba sentado con un vaso de whisky. Bien, era mejor que también estuviera Barry, puesto que era parte del negocio como director de la fundación.

Ramón González, el criado de Brown, le preguntó solícito qué deseaba beber.

– Un whisky doble con hielo y sin agua.

Cuando tuvo el vaso en la mano y Ramón hubo salido del salón miró a los dos hombres imaginando el susto que se llevarían cuando les informara sobre el asesinato de Yasir.

– Alfred Tannenberg ha mandado asesinar a Yasir. Pero no se ha conformado con quitarle la vida. Ordenó que le cortaran las manos y los pies y le sacaran los ojos, y todo eso lo metió en una caja, la precintó y nos la ha enviado de regalo. Me acaba de llegar, por eso os he llamado. Tengo también una carta del propio Tannenberg para tu Mentor y sus socios. Y he logrado hablar con uno de mis hombres en El Cairo, que a su vez ha podido hablar con Ahmed, aunque me ha dicho que éste parece haber enloquecido, impresionado por el asesinato de Yasir.

Paul Dukais no les ahorró la visión de los restos de Yasir y abrió una caja de metal de la que a su vez sacó otra caja, que destapó dejando al descubierto un amasijo de carne y huesos mezclado con sangre seca y unos ojos a punto de descomponerse.

El presidente de Mundo Antiguo se puso en pie pálido, demudado, con la boca abierta y los ojos desorbitados por el horror.

Ralph Barry se había quedado igualmente en estado de shock. Ninguno de los dos parecía capaz de decir una palabra. De repente Barry salió corriendo conteniendo un ataque de náuseas.

– ¡Guarda eso! -gritó histérico Robert Brown.

Paul Dukais tapó la caja y la introdujo de nuevo en la de metal. Cerró esta última con una llave, que guardó en el bolsillo, y clavó la mirada en Robert Brown al que, pensó, se le había puesto cara de loco ante la visión de los restos de Yasir.

– ¡Dios mío, qué horror! ¡Tannenberg es un demonio!

Dukais no respondió. Pensó que Robert Brown no era mejor que él mismo ni que Tannenberg: también participaba del negocio del robo y del asesinato, sólo que desde lejos, evitando que le salpicara el barro. Lo que le diferenciaba de los hombres a los que empleaba como sicarios es que éstos se jugaban la vida en el intento; entretanto él se tomaba un whisky mientras esperaba el resultado del encargo.

Ralph Barry regresó con el rostro descompuesto después del esfuerzo del vómito.

– ¡Eres un hijo de puta! -reprochó a Dukais.

– A mí tampoco me ha gustado ver esto -dijo Dukais, señalando la caja que había depositado en una mesita cercana al sofá-, pero es lo que hay, y no me lo iba a tragar yo solo. Vosotros sois parte del negocio, así que no tengo por qué ahorraros ningún detalle.

Paul Dukais se levantó y se sirvió generosamente de la botella de whisky.