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– Debo verle, quiero saber cuándo me matará -gritaba Ahmed.

– ¡Cállate! No vuelvas a decir barbaridades en mi presencia. Márchate. Debes regresar a Bagdad a poner en marcha lo que mi abuelo te ha encargado. Y ahora déjanos en paz.

La llegada del Coronel desconcertó a Clara, aunque procuró no dejarse arredrar por la mirada fría del hombre.

– Quiero ver al señor Tannenberg.

– No sé si estará levantado. Espere aquí.

Clara le dejó con Ahmed en la sala y fue al cuarto de su abuelo. Aliya le acababa de afeitar y el doctor Najeb se disponía a sacarle la aguja de la vena, dejándole sin ninguna bolsa de suero ni de plasma.

– Le he dicho que no debe hacer más esfuerzos -le dijo a Clara a modo de saludo.

– Cállese de una vez; y si cree que estoy listo, déjenos; ya le dije que hoy necesitaba estar bien.

– Pero no lo está y ya no puedo responder más de lo que estoy haciendo…

– Déjenme con mi nieta -ordenó Tannenberg.

La enfermera y el médico salieron del cuarto sin protestar. Temían a Tannenberg. Sabían que era peligroso contrariarle.

– ¿Qué pasa, Clara?

– El Coronel quiere verte. Está muy serio. También ha venido Ahmed… dice que ha aparecido el cuerpo de Yasir… que tú le has mandado matar y mutilar…

– Así es. ¿Te sorprende? Nadie debe dudar de lo que puede pasarle si se enfrenta a mí. Es un aviso a los hombres de aquí y a mis amigos de Washington.

– Pero… pero ¿qué había hecho Yasir?

– Conspirar contra mí, espiarme por cuenta de mis amigos, hacer negocios a mis espaldas.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Qué? ¿Cómo lo sé? Te sorprende que sepa lo que hacía Yasir porque estoy aquí, en esta cama, sin moverme. Pero aun desde aquí tengo ojos y oídos en todas partes.

– ¿Era necesario matarle? -se atrevió a preguntar Clara.

– Lo era, yo nunca hago nada que no sea necesario. Y ahora dile al Coronel que suba, y a esa mierda de marido tuyo que se vaya, ya sabe lo que tiene que hacer.

– ¿Vas a matarle?

– Puede ser, todo depende de lo que pase en los próximos días.

– Por favor…, por favor, no le mates.

– Niña, ni siquiera por ti dejaría de hacer lo que creo necesario para que funcionen mis negocios. Si dudo, si no hago lo que los otros saben que puedo hacer, entonces nos lo harán a nosotros. Ésas son las reglas, y no puedo apartarme de ellas. La muerte de Yasir ha servido para que George, Enrique y Frankie sepan que estoy vivo; también mis socios de aquí, incluido el Coronel, han comprendido el mensaje. Ahora vete y haz lo que te he dicho.

– ¿Qué voy a decir? -murmuró Clara.

– ¿A quién?

– A Picot, a Marta…, querrán saber qué está pasando…

– No les digas nada. Que excaven y procuren encontrar la Biblia antes de marcharse, o terminaré por impedir que se vayan.

Dos horas más tarde el campamento había vuelto a la normalidad. A una falsa normalidad. Clara no sabía de dónde sacaba las fuerzas, pero se había ido a excavar con un contingente de obreros después de haber mantenido una discusión con Picot, que le exigía una explicación de lo que estaba pasando.

Ni él ni el resto de su equipo quiso acompañarla al templo y la recriminaron que fuera capaz de continuar con la rutina después de lo sucedido. No les escuchó, aguantó sin inmutarse sus reproches, sabiendo que no tenía opción, que si dudaba o daba muestras de debilidad terminaría por derrumbarse y eso era algo que no se podía permitir.

Estaba excavando cuando escuchó a lo lejos el ruido de los helicópteros despegando. Supo que Ahmed se había ido y eso la tranquilizó. Ya no le quería, pero no habría soportado que su abuelo le mandara matar. Eso habría derrumbado todas sus falsas defensas. Prefería que estuviera lejos.

No sabía si el Coronel también se había marchado, pero tanto daba, su abuelo había dejado claro que él seguía teniendo las riendas, que aún no estaba muerto.

A mediodía decidió bajar por el agujero que conducía a la cámara que habían encontrado días atrás. Ayed Sahadi le pidió que no lo hiciera, pero ella le mandó callar. Gian Maria, que silencioso la seguía a todas partes, se ofreció a bajar con ella.

– De acuerdo, pero primero bajaré yo, y según vea las cosas decidiré si me acompañas o no.

Atada a la cuerda sujeta por poleas, se fue deslizando por la negrura de la tierra hasta tocar suelo firme. Olía a rancio y eso le provocó una arcada, pero la contuvo. Estaba decidida a explorar aquella sala que días atrás habían encontrado y que Picot y Fabián habían explorado asegurando que era la puerta hacia otras zonas del templo.

Encendió las linternas que llevaba atadas a la cintura y las colocó en lugares que le parecieron estratégicos. Luego comenzó a palpar las paredes y el suelo.

Perdió la noción del tiempo, aunque de vez en cuando tiraba de la cuerda, para que supieran que estaba bien, pero no daba la señal para que se reuniera con ella Gian Maria. Le había dejado claro que sólo podía bajar si ella le avisaba.

No supo cómo fue, pero al golpear con el mango de la espátula que llevaba una de las paredes se derrumbó, envolviéndola en un mar de cascotes y de polvo. Cuando abrió los ojos se quedó inmóvil, aterrada porque sintió que algo pasaba encima de su pierna derecha. Apenas se atrevía a respirar, convencida de que lo que cruzaba por sus pies era una serpiente o una rata.

Los segundos se le hicieron eternos; no encontraba valor para mirar hacia el suelo, y permanecía tan quieta que parecía estar clavada en el suelo. De repente una luz le iluminó el rostro y los pasos firmes de un hombre que le hablaba la sacaron del ataque de pánico que la había dominado.

– Clara, ¿estás bien?

Entre las penumbras distinguió a Gian Maria y nunca como en aquel momento se alegró tanto de encontrarse con otro ser humano.

– No te muevas, hay algo aquí…

– ¿Dónde? No veo nada. ¿Qué ha pasado?

– No lo ves, seguro que no ves nada…

– Clara, no hay nada, no veo nada.

Encontró valor para mirar hacia sus pies y efectivamente no había nada. El animal había pasado indiferente a su lado. Suspiró aliviada y tendió la mano a Gian Maria.

– Creo que ha pasado una serpiente o una rata, no lo sé, pero ha cruzado por mis pies. Menos mal que llevo las botas.

– ¡Menudo susto! ¿Por qué no salimos de aquí?

– Ya me dirás para qué has bajado si te quieres ir…

– He bajado a buscarte, estaba preocupado.

– Te preocupas demasiado por mí.

– Sí, realmente sí -admitió el sacerdote.

– Ayúdame, quiero echar un vistazo a esto, haré que bajen los obreros y empiecen a despejar todo. Es evidente que estamos en otra planta del templo. Hay que sacarla a la luz.

– No resultará sencillo -comentó Gian Maria.

– No, no lo será, pero no podemos dormirnos, no tenemos tiempo.

Clara envió a una cuadrilla de obreros al interior del agujero, mientras otro grupo despejaba el exterior. Mandó colocar focos potentes por toda la zona. Trabajarían también por la noche, no quería desperdiciar ni un minuto, aunque pusiera en peligro la vida de aquellos hombres a los que prometió paga extra si trabajaban en el turno de noche.

Sabía que Picot se enfadaría, pero no le importaba. Al fin y al cabo, ella codirigía la excavación y su abuelo corría con el grueso de la financiación. Ya era hora de hacer valer su posición.

Lion Doyle leyó el fax que le entregaba Marta.

– Me parece que es de tu agencia, me lo acaba de dar Ante. Está repartiendo la correspondencia, pero no sabía dónde estabas.

– Gracias.

El fax lo remitía el director de Photomundi, pero Lion supo leer que detrás de aquellas palabras estaba su jefe, Tom Martin, el presidente de Global Group:

Hace tiempo que no sabemos de ti, y nuestros clientes están impacientes por la falta de noticias. ¿Qué sucede con el reportaje prometido? Si no puedes hacerlo, debes regresar, porque los medios no seguirán pagando por fotos sueltas.

Quiero noticias inmediatas o de lo contrario vuelve.

Tom Martin le apretaba porque los clientes le apretaban a él. Los que querían muerto a Alfred Tannenberg no estaban dispuestos a esperar más, y el presidente de Global Group le anunciaba que o mataba a Tannenberg de inmediato o darían por rescindido el contrato.

Ya había cobrado un buen adelanto, pero sabía que Martin se lo reclamaría.

Fue al almacén que hacía de oficina y encontró a Fabián con otros dos arqueólogos dando instrucciones a Ante Plaskic para que comenzara a colocar en cajas todo el material informático e hiciera un listado de los archivos.

– Quiero enviar un fax -les dijo.

– Pues hazlo -le respondió Fabián-. Esta mañana te ha enviado uno tu jefe, lo han traído con el resto del correo.

– Sí, y está que arde, quiere un reportaje con ambiente bélico, y aquí no lo hay. Parece que los periódicos ya no están interesados en más reportajes sobre excavaciones arqueológicas.

– Es que estamos en vísperas de una guerra -afirmó uno de los arqueólogos.

– Sí, así es. Creo que voy a hablar con Picot para ver cómo me puedo ir a Bagdad.

– Espérate, que nos vamos todos. Yves quiere irse ya, hoy mejor que mañana, pero tenemos que esperar a que Ahmed nos dé la señal de partida, y sobre todo a que ese famoso Coronel obtenga el permiso para que podamos llevarnos lo que hemos encontrado para la exposición -explicó Fabián.

– De acuerdo, esperaré. Ante, ¿puedo utilizar alguno de tus ordenadores para escribir una nota para mi jefe?

– Aquél de allí está conectado a la impresora -le señaló el croata.

– Es una pérdida de tiempo que no podamos disponer de internet -se quejó Lion.

– Bueno, aquí no hay líneas telefónicas para eso, confórmate con lo que tenemos. Escribe lo que quieras, y déjalo en esa bandeja. Esta tarde alguien irá a Tell Mughayir a enviar faxes y poner alguna carta en el correo.

La respuesta de Lion Doyle a su falso jefe de Photomundi fue escueta: «Esta semana tendrás el reportaje».