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– ¿Cómo vas?

– Bajadme un poco más, aún no toco nada -respondió Fabián, aunque su voz sonaba cada vez más lejana.

Luego escucharon un ruido sordo y a continuación silencio. Picot empezó a atarse una cuerda alrededor de la cintura, lo mismo que había hecho Fabián.

– Espera, deja que Fabián nos diga qué hay abajo -le pidió Marta.

– No quiero dejarle solo.

– Yo tampoco, pero no pasará nada por esperar unos minutos. Si no recibimos ninguna señal, bajamos -dijo Marta.

– Bajaré yo -respondió Picot.

Marta no respondió; sabía que esa decisión la adoptarían en virtud de las circunstancias, de manera que evitó la discusión.

Minutos después vieron cómo la cuerda se tensaba, señal de que Fabián les llamaba. Yves Picot se acercó más a la boca del agujero y sólo alcanzó a distinguir un haz de luz en la negrura.

– ¿Estás bien? -gritó con la esperanza de que Fabián le escuchara.

De nuevo sintieron el tirón en la cuerda sujeta por la polea.

– Bajo. Sujetadme, e id a buscar focos para iluminar lo que pueda haber abajo.

– No tenemos focos -respondió uno de los obreros.

– Pues lámparas, linternas, lo que tengamos -respondió malhumorado Picot mientras se aseguraba de estar bien enganchado a la polea-. Marta, voy a bajar, te quedas a cargo de todo.

– Yo también bajo.

– No, quédate; si nos pasa algo, ¿quién se queda al frente de esto?

– Yo.

Marta y Picot miraron a Clara, que había dicho un «yo» tan rotundo que les sorprendió.

– Le recuerdo, profesor, que esta misión es de los dos. Estoy segura de que no va a pasar nada, pero en todo caso aquí estoy yo.

Yves Picot miró a Clara de arriba abajo sopesando si debía dejarle al cargo de la expedición, luego se encogió de hombros y con un gesto de la mano indicó a Marta que le siguiera.

Primero se deslizó él sintiendo la humedad de la tierra pegada a la ropa; después le siguió Marta.

Diez metros más abajo tocaron el suelo, y vieron que Fabián, en cuclillas, a pocos metros parecía raspar un trozo de pared con la espátula.

– Me alegro de tener compañía -les dijo Fabián sin volverse.

– ¿Se puede saber qué haces? -le preguntó Picot.

– Creo que aquí hay una puerta o algo que impide el paso a otra cámara -respondió Fabián-, pero es que además hay restos de pintura; si os acercáis lo veréis, es un toro alado, muy bello por cierto.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Marta.

– Parece una sala. Hay restos de tablas de madera, si miráis a la pared que está frente a mí, veréis que las tablas están encajadas en la pared, luego esto debía de ser una sala donde quizá en algún momento depositaron tablillas; no lo sé, no me ha dado mucho tiempo a mirar -les dijo Fabián.

Marta colocó en el suelo dos potentes linternas que llevaba atadas a la cintura y lo mismo hizo Picot. Una tenue luz iluminó lo que parecía una estancia rectangular, donde, tal y como les acababa de decir Fabián, había restos de tablas de madera que más parecían anaqueles que pudieron acumular tablillas en el pasado.

El suelo estaba lleno de escombros formados por trozos de arcilla y madera, así como de vidrio vitrificado.

Picot ayudaba a Fabián a limpiar el trozo de pared donde aparecían los restos de la pintura de un toro mientras Marta continuaba estudiando el suelo de la estancia, donde encontró restos de losas con bajorrelieves en los que figuraban toros, leones, halcones, patos…

– ¡Venid a ver esto!

– ¿Qué has encontrado? -quiso saber Picot.

– Bajorrelieves, bueno lo que queda de ellos, pero lo que se ve es bellísimo.

Los dos hombres hicieron caso omiso de la invitación y continuaron su trabajo.

– Pero ¿por qué no venís? -quiso saber Marta.

– Porque aquí hay algo, al lado del relieve de este toro la pared parece hueca, como si hubiera otra estancia -dijo Fabián.

– Vale, yo seguiré con lo mío, pero deberíamos de avisar arriba que estamos bien.

– Hazlo tú -le pidió Picot.

Marta se desplazó hacia el lado por el que se habían deslizado y tiró de la cuerda tres veces para indicar al equipo que estaban bien. Luego volvió a concentrarse en el examen del suelo.

Una hora después los tres estaban de nuevo en la superficie luciendo una sonrisa de satisfacción.

– ¿Qué hay abajo? -quiso saber Clara.

– Otras estancias del templo. Hasta ahora hemos excavado los dos pisos superiores, pero hay más, no sé si cuatro o cinco, pero hay más. El problema es que hay que apuntalar lo de abajo porque se puede venir encima. No será fácil, y como no hay tiempo… -explicó preocupado Picot.

– Podemos conseguir más hombres… -sugirió Clara.

– Aun así… no sé, será difícil, éste es un trabajo de meses, de años, y no sabemos cuánto podremos estar aquí -expresó con preocupación Fabián.

– Por cierto, Clara, quiero que luego hablemos con Ahmed y con su abuelo. Anoche fue imposible ver a su marido, y esta mañana aún dormían cuando me acerqué a la casa.

– Esta tarde, cuando regresemos, podrán hablar; ahora dígame qué hacemos con lo de ahí abajo.

– Vamos a intentar salvarlo, y ver qué más hay, aunque no es seguro que lo consigamos. No se puede luchar contra el tiempo.

Clara regresó al campamento antes que los demás. Fátima había enviado a un hombre a buscarla.

Cuando entró en la casa el silencio le indicó que debía acudir de inmediato al cuarto de su abuelo.

Entró sin que ni el doctor Najeb ni la enfermera, Samira, se percataran de su presencia; tampoco Fátima, que tenía los ojos anegados en lágrimas.

Se quedó quieta observando al médico colocar una mascarilla de oxígeno sobre el rostro de su abuelo mientras la enfermera cambiaba la botella del suero. Una vez que terminaron su quehacer con el enfermo parecieron darse cuenta de su presencia.

El médico susurró a Samira que se quedara junto a Tannenberg mientras le hacía una indicación a Clara para que saliera de la habitación con él.

Clara le llevó hasta la pequeña sala que habían organizado como improvisado despacho para su abuelo.

– Señora, estoy muy preocupado, no creo poder seguir haciendo frente a la situación.

– ¿Qué ha pasado?

– Esta mañana el señor Tannenberg ha perdido el conocimiento y ha tenido un amago de infarto. Suerte que en ese momento le estaba examinando y pudimos reaccionar con rapidez. He intentado trasladarle al hospital de campaña pero se niega, no quiere que nadie conozca su estado, de manera que me obliga a atenderle dentro del cuarto al que, como ve, he hecho trasladar algunos de los aparatos del hospital, pero si no le llevamos a un auténtico hospital no aguantará mucho tiempo.

– Se está muriendo -dijo Clara con un tono de voz tan tranquilo que asustó al médico.

– Sí, se está muriendo, eso ya lo sabe usted, pero aquí se va a morir antes.

– Respetaremos la voluntad de mi abuelo.

Salam Najeb no supo qué decir. Se sentía incapaz de luchar contra la actitud aparentemente irracional del anciano y de su nieta. Ambos le resultaban seres extraños, con un código de conducta que no alcanzaba a comprender.

– Usted asume la responsabilidad de lo que pase -dijo el médico.

– Naturalmente que la asumo. Ahora dígame si mi abuelo está en condiciones de poder hablar.

– Ahora está plenamente consciente, pero en mi opinión debería dejarle descansar.

– Necesito hablar con él.

El hastío se reflejó en el rostro del médico, que se encogió de hombros sabiendo que era inútil cuanto pudiera decir. Por tanto, acompañó a Clara al cuarto de su abuelo.

– Samira, la señora desea hablar con el señor Tannenberg; espere en la puerta.

Clara hizo a su vez una seña a Fátima para que también saliera de la habitación, luego se acercó hasta la cama y cogió la mano de su abuelo. Le resultaba angustioso verle con el respirador cubriéndole el rostro, pero hizo un esfuerzo por sonreír.

– Abuelo, ¿cómo estás? No, no intentes hablar, quiero que estés tranquilo. ¿Sabes?, creo que la suerte nos va a sonreír, hemos accedido a otra planta del templo. Picot ha bajado con Marta y Fabián, y cuando han subido estaban entusiasmados.

Alfred Tannenberg hizo ademán de hablar, pero Clara se lo impidió.

– ¡Por favor, sólo escúchame! No hagas ningún esfuerzo. Abuelo, me gustaría que confiaras en mí como yo confío en ti. Anoche hablé con Ahmed y me contó todo.

En los ojos del anciano se reflejó la ira mientras, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se incorporaba arrancándose la mascarilla que le ayudaba a respirar.

– ¿Qué te ha dicho? -le preguntó a Clara apenas con un hilo de voz.

– Déjame que llame a Samira y te ponga esto, yo… yo quiero que hablemos, pero no te puedes quitar el oxígeno…

Clara estaba asustada al ver la reacción de su abuelo, se sintió culpable por lo que le pudiera pasar.

– ¡No te vayas! -le ordenó éste-. Hablemos, luego llamas a la enfermera o a quien quieras, pero ahora dime lo que te dijo ese estúpido.

– Me contó la operación que… que está en marcha, la participación de tus amigos, de George, de Enrique y de Frank, me explicó que era un gran negocio.

Alfred Tannenberg cerró los ojos mientras apretaba la mano de Clara para evitar que ésta saliera en busca de la enferma o del médico. Cuando logró acompasar su respiración los volvió abrir y miró fijamente a Clara.

– No te mezcles en mis negocios.

– ¿Puedes confiar en alguien más que en mí? Por favor, abuelo, piensa en la situación en la que estamos. Ahmed me ha dicho que la guerra empezará el 20 de marzo, falta menos de un mes. Tú… tú no te encuentras bien, y… bueno, creo que me necesitas, me necesitas a mí. Te he escuchado decir en más de una ocasión que a veces, para que salga bien un negocio, hay que comprar lealtades, y si te saben enfermo, bueno, puede que algunos de tus hombres se vendan al mejor postor.

El anciano volvió a cerrar los ojos pensando en las palabras de Clara. Le sorprendía la frialdad con que hablaba su nieta, la naturalidad con que asumía que estuvieran preparando un gran expolio de obras de arte que iba a dejar a Irak sin su patrimonio artístico. Ella, que tanto amaba aquella tierra, que había crecido soñando en descubrir ciudades perdidas, que mimaba cualquier objeto del pasado, de repente se le aparecía como una mujer dispuesta a hacerse con las riendas de un negocio que consistía pura y simplemente en robar.