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– No. No tengo dinero para hacer ese gasto; procuraré arrerglármelas solo. Bastante he invertido en poder llegar… -se excusó Lion.

– Es que te van a obligar; no les gustará tener a un fotografo británico metiendo las narices por todas partes.

– Procuraré no meterme en líos. Verás, mi idea es hacer un reportaje fotográfico sobre la vida cotidiana en Bagdad. ¿Crees que a los periódicos les interesará?`

– Depende de la calidad de las fotos, de su contenido. Tendrías que buscar algo un poco especial -le aconsejó Daniel.

– Lo procuraré. Mañana me iré pronto, quiero fotografiar, cómo se despierta Bagdad, así que esta noche me acostaré temprano; estoy cansado del viaje.

– Cena con nosotros -le invitó Daniel.

– No, que luego os quedáis hasta tarde. He bajado a tomar un té y luego me voy a la cama.

Daniel no le insistió. Él también estaba cansado; entendía que Lion tuviera ganas de meterse en la cama.

Lion durmió de un tirón. No había mentido cuando le dijo a Daniel que estaba cansado. Se despertó con el amanecer y después de una ducha rápida cogió la bolsa con las cámaras y se fue a la calle. Tenía que cubrir las apariencias, por lo que pasó buena parte de la mañana en el bazar y recorriendo las calles de Bagdad. Fotografió todo lo que le llamó la atención, pero sobre todo lo que hizo fue tomar el pulso a la ciudad. Bagdad era una ciudad en estado de sitio donde faltaba de todo, pero, como suele suceder, a algunos no les faltaba nada. Las tiendas estaban vacías, pero si uno sabía llamar en determinadas puertas, podía conseguir productos de primera calidad.

En su larga caminata no había dejado de pensar en una cobertura para presentarse en Safran.

Cuando regresó al hotel después del mediodía no encontró a ningún miembro de la tribu de los corresponsales. Decidió dirigirse al Ministerio de Información para hablar con el responsable de prensa y mostrarle su deseo de viajar a Safran.

Como casi todos los iraquíes Ali Sidqui lucía un espeso bigote negro. Era un hombre corpulento, entrado en carnes, que disimulaba por su elevada estatura y su porte recio. Como segundo responsable del Centro de Prensa procuraba ofrecer la mejor sonrisa a los periodistas que cada día en mayor número acudían a Bagdad.

– ¿En qué podemos ayudarle? -le preguntó a Lion.

Le explicó que era un fotógrafo independiente y le enseñó su credencial de Photomundi. Ali tomó todos los datos de Lion y se interesó por su primera impresión de Bagdad. Cuando llevaban media hora de amigable conversación, Lion fue al grano.

– Quiero hacer un reportaje especial. Verá, sé que se está realizando una importante excavación arqueológica cerca de Mughayir, creo que en una aldea llamada Safran. Me gustaría ir allí y hacer un reportaje sobre la excavación, enseñar al mundo cómo la antigua Mesopotamia sigue desvelando sus secretos. Creo que la misión está formada por gente de media Europa, así que será interesante mostrar que a pesar del bloqueo hay personalidades académicas en Irak.

Mientras escuchaba a Lion, Ali Sidqui pensaba que el reportaje que proponía hacer ese fotógrafo británico podía ser buena propaganda para el régimen. Él no sabía que en Safran hubiera ninguna misión arqueológica, pero no se lo dijo. Le escuchó con interés y prometió telefonearle al hotel Palestina si lograba que sus jefes le dieran un permiso para que viajara a Safran.

Lion podía haber optado por llegar a Safran por sus propios medios, pero sabía que debía de acomodarse a su nueva papel de fotógrafo y hacer lo que el resto de la prensa que recalaba en Bagdad.

Pasó la tarde yendo de un sitio a otro y fotografiando lo que creía de interés. Volvió al hotel con el último rayo de sol.

Miranda estaba en la recepción junto a Daniel. Ellos también acababan de llegar.

– ¡Vaya, el desaparecido! -fue el saludo de Miranda.

– He estado todo el día trabajando. ¿Y vosotros?

– Nosotros no hemos parado. Está gente lo está pasando fatal; hemos visto un hospital que daban ganas de ponerse a llorar, no tienen de nada -se lamentó Daniel.

– Sí, ya me he dado cuenta de los efectos del bloqueo. Me ha sorprendido la gente, lo amables que son a pesar de la situación en la que viven.

– Que es susceptible de empeorar. De eso se van a encargar Bush y sus amigos -afirmó Miranda.

– Bueno, Sadam no es precisamente un angelito -replicó Lion.

– No, no lo es, pero Bush no se lo va a cargar porque le importe Sadam. Lo que le importa es el petróleo.

El tono de voz de Miranda indicaba que estaba dispuesta para la pelea, pero Lion no tenía ningún interés en polemizar. Tanto le daban Bush como Sadam. Estaba en Irak para hacer un trabajo y luego regresaría a la tranquilidad de su granja junto a Marian, así que no respondió, pero Daniel estaba demasiado impresionado de su periplo por Bagdad como para dejar la conversación.

– Son los iraquíes quienes tienen que echar a Sadam, no nosotros.

– Tienes razón, pero me parece difícil que puedan hacerlo. Aquí el que se mueve termina en una prisión y con un poco de suerte le matan rápido. No podemos pedir milagros, la gente sufre las dictaduras porque es difícil derribarlas. O reciben ayuda exterior o se quedan como están -fue la respuesta de Lion.

– A veces lo que reciben del exterior es mierda. Sadam fue un chico de los norteamericanos, como lo fue Pinochet o como lo fue Bin Laden. Ahora no les sirve y toca cargárselo. Bien, que lo hagan, por mí no hay inconveniente; el problema es que para hacerlo van a asesinar a miles de inocentes y van a destruir este país. Cuando termine la guerra Irak habrá dejado de existir -sentenció con rabia Miranda.

– No discutamos. Me parece que todos hemos tenido un día difícil. ¿Por qué no cenamos?

Daniel dijo que estaba cansado y prefería irse a la habitación, pero Miranda aceptó la propuesta de Lion. Se dirigieron hacia el restaurante, donde encontraron a otros periodistas. Se sentaron a una mesa donde había dos reporteros españoles, un irlandés, tres suecos y cuatro franceses. Menos mal que eran capaces de entenderse en inglés.

Cada uno contó la experiencia del día sabiendo que todos se guardaban información. A pesar de la solidaridad entre ellos, también existía competencia.

Después de la cena se instalaron en el bar junto a otros periodistas. «¡Menuda tribu!», pensó Lion, fascinado por las conversaciones cruzadas de unos y de otros, por las extravagantes anécdotas que se contaban y por la personalidad de algunos de ellos.

– ¿Has mandado ya alguna foto? -quiso saber Miranda.

– Mañana las enviaré. Espero tener suerte. Si las venden rápido, me quedaré; de lo contrario tendré que irme.

– Te rindes muy pronto -respondió Miranda con sarcasmo.

– Yo diría que soy realista y que puedo correr determinados riesgos. Por cierto, no te lo he preguntado, ¿de dónde eres?

– ¡Vaya pregunta! ¿Porqué me la haces?

– Porque no sé de dónde eres. Trabajas para una productora de televisión independiente. Hablas un inglés perfecto, pero yo diría que con un ligero acento de no sé dónde. Te he escuchado hablar francés, lo dominas, tanto que si no te hubiese oído hablar inglés, pensaría que eres francesa, pero luego te has enzarzado en una discusión con el de la televisión mexicana, y por la bronca que le estabas metiendo sin dejarle casi hablar, yo diría que también dominas el español.

– O sea, que eres curioso.

– No, pero ¿hay algún motivo para que no me respondas?

– Sí, que no me da la gana. Verás, no soy de ninguna parte. Odio las banderas, los himnos y todo aquello que divide los hombres.

– Pero habrás nacido en alguna parte…

– Sí, he nacido en alguna parte, pero no soy ni de esa parte ni de ninguna parte. Mi elección es ser apátrida.

– ¿Tienes pasaporte de apátrida? -preguntó Lion con curiosidad.

– Tengo un pasaporte de un país comunitario porque para ir de un lugar a otro y que no te detengan en las fronteras tienes que aparentar que eres alguien y eres de alguna parte.

– Vale, no me lo digas.

– Te lo diré. Mi padre nació en Polonia, pero sus padres eran alemanes. Mi madre nació en Inglaterra, pero su padre era griego y su madre española. Yo nací en Francia; dime, ¿de dónde crees que soy?

– ¿A qué se dedicaban tus padres?

– Mi padre era pintor, mi madre diseñadora. No eran de ninguna parte y vivieron en todas partes. Odiaban las fronteras.

– Y te enseñaron a odiarlas.

– Aprendí a odiarlas yo sola, no hizo falta que me aleccionaran.

Miranda dejó de hablar con él y se incorporó a la conversación general.

Lion alcanzó a escuchar que los periodistas españoles preparaban un viaje a Basora, mientras que los suecos querían ir a Tikrit, el lugar de nacimiento de Sadam Husein.

– Y tú, Lion, ¿te quedarás en Bagdad?

La pregunta se la estaba haciendo un periodista francés del grupo que había conocido en Ammán. Dudó unos segundos antes de responder. Decidió decir la verdad.

– Yo quiero ir a la antigua Ur.

– ¿A hacer qué? -quiso saber el francés.

– Me han dicho que hay una expedición arqueológica trabajando cerca, y puede que si hago un buen reportaje de lo que están excavando me lo compren.

– ¿Y dónde está exactamente esa expedición? -insistió el francés.

– Ya sé a qué expedición te refieres -dijo un periodista alemán-. Es la del profesor Picot, ¿no?

– Pues me parece que sí. La verdad es que no sé mucho sobre esa expedición, pero puede ser interesante -fue la respuesta de Lion.

– Creo que han encontrado restos de un palacio o de un templo y que podría haber unas tablillas muy valiosas con una versión de Génesis. Algo así se publicó en el Frankfurter-explicó la periodista alemana-. Lo sé porque hay varios profesores y arqueólogos alemanes en la expedición. Pero no se me había ocurrido que eso importara ahora.

– Bueno, a vosotros quizá no, pero si hago un buen reportaje fotográfico de esa excavación y la agencia lo vende a alguna revista especializada… -se justificó Lion.

– No es mala idea, a lo mejor ahí hay un buen reportaje -dijo una periodista italiana.

– Hasta que Bush bombardee tenemos que llenar con otras cosas -reflexionó uno de los periodistas suecos.

– ¡Hombre, no me piséis el reportaje, que yo voy por libre! -pareció lamentarse Lion.

– No te vamos a pisar nada. Aquí lo compartimos todo -respondió Miranda.