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Cuando Mercedes se quedó sola respiró hondo. Tenía ganas de llorar, pero hacía demasiados años, desde que su abuela murió, que no se había permitido derramar ni una lágrima, así que hizo un esfuerzo por contenerlas mientras bebía un vaso de agua.

El timbre del teléfono la sobresaltó. Pensó que podía ser Carlo, pero la voz de su secretaria le anunciaba que tenía en la línea al arquitecto de la obra de Mataró.

Carlo Cipriani estaba desolado. La discusión con Mercedes había resultado una dura batalla. Sabía que no había logrado convencerla; tendría que llamar a Hans y a Bruno para decidir qué harían.

Si Mercedes viajaba a Irak no sólo se pondría en peligro, sino que daría al traste con la operación. Debían decidir qué hacer, aunque quizá si Bruno hablaba con Mercedes tenía más suerte que Hans y él.

En el aeropuerto, una vez que tuvo la tarjeta de embarque para el primer vuelo a Roma, buscó un teléfono desde donde llamar a sus amigos.

Deborah cogió el teléfono y le pidió que aguardara mientras avisaba a Bruno.

– Carlo, ¿dónde estás?

– En el aeropuerto de Barcelona. Mercedes no quiere entrar en razón, hemos discutido; estoy hecho polvo, ha sido una conversación muy dura.

Bruno se quedó callado. Había confiado en que Carlo fuera capaz de convencer a Mercedes. Si él no había podido, nadie podría hacerlo.

– Bruno, ¿estás ahí?

– Sí, perdona, es que me has dejado sin habla. ¿Qué vamos a hacer?

– Suspender la operación.

– ¡No!

– No tenemos más remedio. Si Mercedes sigue en sus trece, sería una locura que continuáramos adelante. Hans tiene que ir a Londres…

– ¡No! No podemos suspender lo que hemos puesto en marcha, llevamos toda la vida esperando y ahora no vamos a retirarnos. ¡Yo no voy a hacerlo!

– Bruno, por favor. ¡No tenemos más remedio!

– No, si vosotros queréis retiraros, hacedlo. Iré a Londres, hablaré con ese hombre y correré con los gastos de la operación.

– ¡Nos hemos vuelto todos locos!

– No, quien se ha vuelto loca es Mercedes. Es ella quien está causando el problema -susurró Bruno.

– Por favor, no discutamos, debemos vernos. Iré a Viena:

– Sí, debemos vernos. Llamaré a Hans.

– Dame unos minutos para que yo le llame. Estará impaciente por saber qué ha pasado con Mercedes.

– De acuerdo. Luego llamadme uno de los dos para decirme dónde nos vemos.

Hans Hausser esperaba impaciente la llamada de Carlo, aunque no imaginaba que se produjera tan pronto. Había mantenido la esperanza de que hubiera convencido a Mercedes y sintió que el mundo se abría bajo sus pies cuando supo que no había sido así. Quedaron en verse en Viena al día siguiente. Entonces decidirían qué hacer.

Cuando Carlo llegó a Roma fue directamente a su consulta. Tenía ganas de ver a sus hijos, de sentir un hálito de normalidad.

Lara y Antonino aún no habían regresado de almorzar y Maria, su secretaria, tampoco estaba.

Encima de la mesa del despacho se encontró el expediente de la esposa de un amigo a la que iba a operar en un par de días su hijo Antonino. Le preocupó ver el resultado de los análisis y la ecografía previos a la intervención. Tendría que hablar con su hijo.

Telefoneó a Alitalia y reservó un billete de avión para Viena. Saldría a las siete de la mañana del día siguiente y regresaría por la noche. Los viajes de ida y vuelta le cansaban menos que cuando tenía que dormir fuera de casa. Además, tenían la ventaja de que sus hijos no se preocupaban si suponían que estaba en Roma.

Lara fue la primera en llegar.

– No te he visto esta mañana, y tampoco estabas en casa -le dijo a su padre.

– ¿Qué querías?

– Comentarte cómo está Carol.

– He visto los análisis y la ecografía. No están nada bien.

– Antonino está preocupado.

– Quiero que me diga qué cree él, y antes de hacer nada, hablar con Giuseppe.

– Antonino piensa que a lo mejor no debería operarla.

– Ya veremos. Vamos a repetir todo otra vez. En todo caso, retrasaremos un par de días la operación hasta que estemos seguros de qué es lo mejor.

– El cáncer se le ha podido extender al intestino.

En ese momento entró Maria seguida de Antonino.

– Hola, padre. ¿Dónde te habías metido?

– Haciendo unas gestiones.

– Tienes cara de cansado.

– Hablemos de lo de Carol.

– En mi opinión, además del estómago puede tener el intestino afectado. No sé con qué nos vamos a encontrar si la abrimos.

– Pero hay que abrirla.

– Es muy mayor…

– Sí, tiene setenta y cinco años, los mismos que yo.

– Pero no está como tú -protesto Lara.

– ¿Qué es lo que proponéis? ¿Un tratamiento paliativo del dolor y dejarla morir?

– No, lo que creo es que debemos de repetir las pruebas, hacer una ecografía de más precisión, para lo que deberíamos mandarla al Gemelli, y luego decidir -explicó Antonino.

– Bien, llamaré al director del Gemelli para que le hagan hoy la eco. Mañana repetís el resto de las pruebas, y pasado mañana la ingresamos. Ahora dejadme, voy a llamar a Giuseppe.

Pasó el resto de la tarde trabajando en el despacho. Cuando salió, eran cerca de las nueve. Estaba cansado y al día siguiente tenía que madrugar.

Deborah les recibió con cara de pocos amigos. Bruno estaba tenso; se notaba que había discutido con su mujer.

– Es una cabezota, no entiende lo que hacemos.

– ¿Sabe lo que estamos haciendo? -preguntó Hans preocupado.

– No, lo que queremos hacer no lo sabe, pero sí que le hemos encontrado. Es mi mujer… -se disculpó Bruno.

– Yo también se lo habría dicho a la mía-le consoló Carlo.

– Y yo a la mía, así que no te preocupes -dijo Hans.

Cuando Deborah entró en el salón con una bandeja con café volvió a mirarles con resentimiento.

– Deborah, déjanos, tenemos que hablar-le pidió Bruno.

– Sí, os dejaré, pero antes quiero que me escuchéis. Yo sufrí tanto como vosotros, también viví en el infierno, perdí a mis padres, a mis tíos, a mis amigos. Soy una superviviente, como vosotros. Dios quiso que me salvara y gracias le doy por ello. Durante toda mi vida he rezado para que el odio y el re-sentimiento no me pudrieran el alma. No ha sido fácil, ni siquiera diré que lo he conseguido. Pero lo que sí sé es que no podemos tomar la venganza con nuestras propias manos porque eso nos convierte en asesinos. Hay tribunales de justicia aquí, en Alemania, en toda Europa. Podríais iniciar un proceso. Ha de ser la justicia quien haga justicia. ¿En qué os convertiréis si mandáis asesinar a un hombre y a su familia?

– Nadie ha dicho que vayamos a asesinarle -respondió muy serio Bruno.

– Os conozco, te conozco. Lleváis toda la vida esperando este momento. Os habéis alimentado mutuamente la sed de venganza por aquel juramento que os hicisteis cuando erais niños. Ninguno de vosotros tiene el valor de dar marcha atrás de aquel juramento. Dios no os perdonará.

– Ojo por ojo, diente por diente -replicó Hans.

– Ya veo que es inútil hablar con vosotros -dijo Deborah saliendo del salón.

Los tres hombres se quedaron en silencio durante un minuto. Luego Carlo les relató detalladamente su pelea con Mercedes. Acordaron que Bruno la llamaría, sería el último en intentarlo.

– Pero no suspenderemos la operación -insistió Bruno.

– Si no lo hacemos, deberíamos informar a Tom Martin de la situación… -sugirió Hans.

– Podrías ir a verle y explicarle lo que pasa, pero antes debemos esperar a ver si Bruno tiene suerte con Mercedes; yo no he sido capaz de convencerla, quizá debería de haberme quedado…

– Vamos, Carlo, hiciste lo que pudiste -le consoló Bruno-. Sabemos cómo es Mercedes. Tengo menos posibilidades de convencerla que tú, no nos lamentemos.

– Es increíble lo testaruda que es… Quizá si fuéramos los tres a verla… -propuso Hans.

– No serviría de nada-fue la respuesta tajante de Bruno.

– Entonces, llámala ahora; esperaremos a que hables con ella y luego veremos qué hacer -fue la respuesta de Carlo.

Bruno se levantó y salió del salón para ir a su estudio. Prefería hablar con Mercedes lejos de los oídos de Deborah.

Mercedes estaba en su despacho. Bruno notó un deje de ansia en su voz.

– Bruno, ¿eres tú?.

– Sí, Mercedes, soy yo.

– Estoy hecha polvo.

– Nosotros también.

– Quiero que me entendáis.

– No, no quieres que te entendamos. Lo que nos pides es que seamos tus comparsas. Has decidido que los cuatro ya no somos uno, sino cuatro, rompiendo el juramento que hicimos. Me gustaría que recapacitaras, nos estás haciendo sufrir muchísimo.

Ninguno de los dos habló. Se oían respirar a través de la línea del teléfono, pero ni Mercedes era capaz de pronunciar palabra ni tampoco Bruno, por lo que los segundos se les hicieron interminables. Por fin Bruno volvió a romper el silencio.

– ¿Me escuchas, Mercedes?

– Sí, Bruno, te escucho, y no sé qué decirte.

– Quiero que sepas que desde aquello nunca había vuelto a sufrir como en los últimos días. Lo mismo les pasa a Carlo y a Hans. Lo peor es que has convertido en inútil nuestra razón de vivir, todos estos años no habrán servido de nada. Tu abuela no habría actuado así. Lo sabes.

De nuevo quedaron en silencio. Bruno se sentía agotado. Notaba la boca seca y dolor de estómago; además, estaba a punto de echarse a llorar.

– Siento el dolor que os estoy causando -acertó a murmurar Mercedes.

– Nos estás quitando años de vida. Si continúas adelante, yo ya no quiero vivir. ¿Para qué? ¿Por qué he de hacerlo?

La desesperación de Bruno era real. Lo que le decía le salía de lo más hondo de su ser. Verbalizaba su angustia y la de sus amigos, y Mercedes lo sabía.

– Lo siento. Perdonadme. No me moveré, creo que no me moveré.

– No me sirve que me digas que crees que no te moverás, necesito la verdad -la conminó Bruno.

– No haré nada. Te doy mi palabra. Si cambiara de opinión, os lo diría.

– No nos puedes tener así…

– No, no puedo, pero tampoco puedo mentiros. De acuerdo, no haré nada. No voy a hacer nada, pero si volviera a cambiar de opinión os llamaría.

– Gracias.

– ¿Y Carlo y Hans?

– Están destrozados, como yo.

– Diles que estén tranquilos, no haré nada. ¿Tenemos más noticias de allí?