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– Vosotros trabajáis para cadenas de televisión y periódicos, yo he venido a la aventura pagándome el viaje… -volvió a lamentarse Lion.

– No seas quejica. No es ningún secreto lo de la expedición; por lo que dice Otto, se ha publicado en los periódicos -insistió Miranda.

– Y en Italia también -afirmó la enviada especial de una agencia de Roma.

Lion interpretó durante un rato más el papel del novato preocupado; luego se despidió y se fue a dormir. Tenía que prepararse para el viaje a Safran, tanto si el Ministerio de Información le daba luz verde como si no.

Le despertó el timbre del teléfono. Ali Sidqui, el hombre del Ministerio de Información, parecía de buen humor.

– Tengo buenas noticias para usted. Mis jefes consideran que es una buena idea que viaje usted a Safran a hacer un reportaje sobre la misión arqueológica. Le llevaremos.

– Muy amable, pero prefiero organizarme por mi cuenta.

– No, no, no puede ser. Allí sólo se puede ir con permiso del Gobierno. Es zona militar, y la misión arqueológica cuenta con protección oficial. Nadie les puede molestar a no ser que vaya con un permiso desde Bagdad. De manera que va con nosotros o no va.

Aceptó. No le quedaba otra opción. Ali Sidqui le indicó que se pasase esa misma mañana por el centro de prensa del ministerio para organizar el viaje. ¿Sabía de algún colega interesado en desplazarse también a Safran? Lion respondió malhumorado que prefería no compartir con nadie su idea y en todo caso, le dijo, que los demás fueran cuando él regresara con sus fotos hechas.

En el Ministerio de Información, Ali Sidqui le presentó a su jefe. Éste parecía entusiasmado con la idea de que en Inglaterra se publicara un reportaje sobre el profesor Picot y su excavación.

– Los intelectuales europeos no nos abandonan -dijo el jefe del centro de prensa.

Lion asintió. Tanto le daba lo que dijera aquel funcionario de Sadam, que le hizo rellenar un cuestionario además de fotografiar su pasaporte.

– Le llamaremos en un par de días. Esté preparado; supongo que no se mareará en helicóptero.

– No lo sé, nunca he montado en uno -mintió Lion.

Tom Martin acababa de recibir un mensaje de Lion. El director de Photomundi le había reenviado a la dirección del correo electrónico que le diera Lion una larguísima carta sobre sus impresiones de Bagdad, anunciando a la vez la suerte que tenía por haber podido desplazarse a un lugar llamado Safran. También le enviaba una colección de fotos rogándole que hiciera lo posible por venderlas.

El director de Photomundi no se interesó especialmente por el e-mail de Lion. Cobraba una sustanciosa cantidad por no ver, ni oír y callar, sobre todo por callar. Lo que sí haría sería intentar vender las fotos; eran mejores de lo que esperaba, aunque en realidad no había esperado recibir ninguna foto de ese tal Lion.

Tom Martin se enfrascó en la lectura del mensaje de su hombre en Irak. Lion ya estaba en Safran, nada menos que con las bendiciones del régimen de Sadam.

«Hoy he llegado a Safran. El helicóptero que me ha transportado era un viejo cacharro soviético que hacía un ruido infernal.

Aquí hay más de doscientas personas trabajando; el jefe de la misión, el profesor Yves Picot, está obsesionado con ganarle la batalla al tiempo. Es consciente de que no disponen dé mucho. He conocido a los miembros más destacados del equipo, que amablemente me instruyen sobre la importancia del trabajo que están realizando. Uno de los arqueólogos, un tal Fabián Tudela, me ha explicado que el templo que están desenterrando es de la época de un rey que aparece en la Biblia y se llamaba Amrafel. Espero que las fotografías y el reportaje sean del interés de los lectores, dada la importancia del trabajo que están realizando.

En el campamento hay una auténtica conmoción, ya que al parecer viene a instalarse aquí durante un tiempo el abuelo de una de las arqueólogas, Clara Tannenberg. La noticia llegó antes que yo, y todos hablaban del personaje. Con sólo oír su nombre algunos se ponen a temblar. Al parecer llegará dentro de tres o cuatro días. Están acondicionando una casa y han traído muebles desde Bagdad para procurarle todas las comodidades posibles.

Como curiosidad te diré que a esta arqueóloga la cuida una mujer, una shií tapada de la cabeza a los pies. Sólo come de lo que esa mujer le prepara, es una vieja sirvienta que también se encargará del abuelo. He creído entender que éste viaja acompañado del marido de su nieta, que ocupa un importante cargo en el Ministerio de Cultura, de un médico y una enfermera, a los que también les están preparando alojamiento, además de instalar un hospital de campaña que ha llegado desde El Cairo. Es evidente que el hombre debe de estar enfermo.

Te hablo de ellos porque aquí todo parece girar en torno a la visita del abuelo de esa arqueóloga.

Esto parece un fortín en vez de una inocente misión arqueológica, pero espero poder llevar a buen término el reportaje.»

El presidente de Global Group sonrió. No le cabía ninguna duda de que Lion Doyle podría hacer lo que eufemísticamente llamaba «reportaje» y que no sería otra cosa que la «sanción» de la familia Tannenberg.

Había tenido suerte con este caso. Encontrar a los Tannenberg en Irak habría resultado más complicado si no hubiese sido porque él ya sabía de su existencia gracias a su amigo Paul Dukais. Pensó que la vida está llena de casualidades maravillosas, porque ¿de qué otra manera se podía explicar que Dukais le hubiese pedido hombres para enviar a Irak a controlar a Clara Tannenberg y que poco después se le presentara el señor Burton en el despacho ofreciéndole dos millones de euros por eliminar a esa familia?

Aún dudaba de si contarle a Paul Dukais el negocio que él mismo estaba haciendo en relación con los Tannenberg, pero volvió a decirse que no debía hacerlo. Era mejor mantener el secreto profesional, sobre todo porque no eran contrapuestos sus intereses y los de Paul.

Marcó el número del móvil del misterioso y escurridizo señor Burton.

No obtuvo respuesta hasta el quinto pitido.

– Al habla.

– Señor Burton, quería informarle de que un amigo mío ha visitado a esos amigos suyos; sepa que están bien, tanto el abuelo como su nieta y el marido de ella. Desgraciadamente el abuelo está enfermo, aún no sé el alcance de la gravedad de su enfermedad, pero espero saberlo en breve.

– ¿No había ningún miembro más de la familia?

– Ninguno que sepamos.

– ¿Cumplirá el encargo?

– Desde luego.

– ¿Algo más?

– Por ahora no, salvo que le interese conocer algún detalle.

– Me interesa saberlo todo.

– Sus amigos están en el sur del país, en un pueblo encantador. Su nieta está trabajando…, cómo le diría…, al frente de un equipo numeroso, y el abuelo acudirá a reunirse con ella. Pero no se preocupe por ellos, están protegidos, no sólo por efectivos regulares; también cuentan con seguridad privada.

– ¿Nada más?

– Digamos que éstos son los detalles esenciales.

– Iré a verle.

– No es necesario. En cuanto sepa algo más le llamaré.

– Hágalo.

Berta había levantado la vista del libro y observaba preocupada a su padre.

– ¿Quién era? -le preguntó.

– De la universidad -respondió Hans Hausser.

– ¿Por qué no te retiras de una vez? No tienes ninguna necesidad de este trajín. Decías que tenías ganas de jubilarte para leer y pensar, y sin embargo no terminas de hacerlo.

– Déjame que termine mis días como quiera. Ir a la universidad y estar con los jóvenes me hace sentirme vivo. A mi edad el tiempo pesa demasiado si alrededor sólo hay soledad.

– ¡Pero tú no estás solo! -protestó Berta-. ¿No contamos nosotros, yo y los niños?

– ¡Por favor, hija, tú eres lo más importante que tengo! Pero entiende que necesito estar activo, creerme que soy algo más que un viejo y que aún puedo servir para algo.

Se levanto y abrazó a su hija. La quería más que a nada ni a nadie, era todo lo que le quedaba. Berta sintió la emoción del abrazo de su padre.

– Tienes razón, es que me preocupo por ti, y últimamente has estado muy raro.

– Berta, déjame tener mis secretos.

– Yo nunca he tenido secretos para ti… -protestó su hija.

– Pero yo soy tu padre, y los padres no les contamos todo a los hijos. Tampoco tú les cuentas todo a los tuyos, ¿me equivoco?

– Papá, son aún pequeños.

– Tú también lo eres para mí. Además, es una broma. No tengo secretos para ti, pero me gusta ser independiente e ir y venir sin tener que explicar dónde. En realidad, lo único que hago es visitar a viejos amigos.

Hans Hausser continuó un rato hablando con su hija, aunque sentía una punzada de angustia en la boca del estómago. Tom Martin le había anunciado que Alfred Tannenberg vivía, de manera que por fin podrían cumplir el juramento que habían hecho cuando eran niños.

Tenía que llamar a Mercedes, a Cario y a Bruno para anunciarles que lo que era una posibilidad en el infinito se había materializado. Aquel viejo enfermo al que se refería Tom Martin sólo podía ser el monstruo que llevaban anidado en las entrañas.

La primera llamada que hizo fue a Mercedes. Sabía que su amiga no dormía ni apenas comía desde el día en que Carlo les llamó desde Roma para decirles que creía haber encontrado a Tannenberg.

Mercedes escuchaba a Hans Hausser y sentía que se le aceleraba el corazón con un ataque de taquicardia.

– Me gustaría ir hasta allí -le dijo a Hans.

– Sería una imprudencia y tú lo sabes; además, no podrías hacer nada.

– A Tannenberg le deberíamos de matar nosotros con nuestras propias manos y decirle por qué, para que supiera por qué le estábamos arrancando la vida.

– ¡Por favor, Mercedes!

– Hay cosas que uno debe de hacer personalmente.

– Sí, pero dadas las circunstancias no podemos hacerlo personalmente. Está en Irak, en un pueblo al sur del país, custodiado por hombres armados.

– Tienes una hija y nietos; Carlo y Bruno también tienen hijos y nietos, de manera que entiendo que vosotros no hagáis locuras, pero yo estoy sola, no tengo a nadie, a mi edad el único futuro es seguir envejeciendo en soledad. No tengo nada que perder.

Hans Hausser se asustó. Temía que Mercedes fuera capaz de ir a Irak e intentar matar personalmente a Tannenberg.