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– ¿Sabes, Mercedes?, nunca te perdonaría que Tannenberg siguiera vivo por tu culpa.

– ¿Por mi culpa?

– Sí. Si vas a Irak te detendrán en cuanto intentes acercarte a él y se desbaratará toda la operación que hemos puesto en marcha. Lo único que conseguirás es que Tannenberg viva, que a ti te metan en una cárcel iraquí, y a nosotros… a nosotros también nos detendrán.

– No tiene por qué suceder como dices.

– ¿La soberbia no te deja pensar?

Mercedes se quedó en silencio. Se sentía herida por las palabras de Hans. Sabía que éste tenía razón en lo que le decía. Sin embargo… Llevaba toda la vida soñando en el momento en que hundiría un cuchillo en el vientre de Tannenberg mientras le decía por qué le mataba.

Habían sido muchas las noches de pesadilla en que se acercaba a aquel hombre y le clavaba las uñas en los ojos. Otras le mordía como una loba hasta hacer manar su sangre.

Sentía que debía de ser ella quien le arrancara la vida, que Tannenberg no debía morir sin darse cuenta.

La voz de Hans la devolvió a la realidad.

– Mercedes, te estoy hablando.

– Y yo te estoy escuchando.

– Hablaré con Carlo y con Bruno; no estoy dispuesto a terminar en la cárcel porque la soberbia y la ira te estén nublando la razón. Si te entrometes, no quiero saber nada de este asunto, me retiro, conmigo no contéis.

– ¿Qué dices?

– Que no estoy loco y me niego a correr riesgos innecesarios. Carlo, Bruno, tú y yo somos cuatro viejos. Sí, es lo que somos, y debemos conformarnos con que alguien le mate por nosotros. Si ahora has cambiado de idea, dímelo y te repito, conmigo no cuentes para hacer una locura.

– Siento que te estés enfadando…

– Es algo más que un enfado.

– El único objetivo de mi vida es que todos los Tannenberg mueran retorciéndose de dolor.

– Pero no es necesario hacerlo personalmente.

– Nunca me dejaréis sola. Lo sé.

– Piensa en lo que te he dicho. Ahora voy a llamar a Carlo y a Bruno. Adiós.

El profesor Hausser colgó el teléfono preocupado. Sentía haberle hablado con dureza a su amiga, pero la temía, temía lo que fuera capaz de hacer.

La vida de Mercedes no había tenido otro objetivo que encontrar-a Tannenberg para matarle. Además, la sabía capaz de hacerlo.

Carlo Cipriani se quedó preocupado después de que Hans Hausser le explicara la reacción de Mercedes ahora que habían confirmado que Tannenberg vivía. Lo mismo le sucedió a Bruno. Acordaron que Carlo iría a Barcelona para intentar que Mercedes desistiera de salirse del plan acordado por los cuatro. Bruno insistió en acompañarle, pero tanto Hans como Carlo sabían que si su amigo iba a Barcelona Deborah tendría otro de sus ataques de ansiedad, de modo que le convencieron para que se quedara en Viena; si Carlo no lograba que Mercedes entrara en razón, entonces lo intentarían los tres juntos, pero eso sería en última instancia.

En Barcelona llovía con intensidad. Carlo se abrochó la gabardina y aguardó pacientemente su turno para subir a un taxi al centro de la ciudad. Llevaba un maletín de mano con lo imprescindible, por si tenía que quedarse una noche, pero su idea era regresar esa misma tarde a Roma. Todo dependería de la testarudez de Mercedes.

El edificio donde estaba la empresa de Mercedes descasaba en la falda del Tibidabo. La recepcionista le acompañó a una sala de espera mientras avisaban, le dijo, a la señora Barreda. No tardó ni un segundo en regresar seguida de Mercedes.

– Pero ¿qué haces aquí? -le dijo.

– Tenía que venir a Barcelona y se me ha ocurrido venir a verte.

Mercedes le agarró del brazo y le condujo hasta su despacho. Una vez que su diligente secretaria les trajo café y se quedaron solos, los dos amigos se midieron clavándose los ojos el uno en el otro.

– Hans te ha pedido que vinieras…

– No. Lo he decidido yo. Pero Hans me ha preocupado, y mucho, lo mismo que a Bruno. ¿Qué pretendes, Mercedes?

La voz de Carlo sonaba con dolor, pero también con firmeza, sin concesiones ni disposición a justificarla.

– ¿No puedes entender que le quiera matar yo?

– Sí. Lo puedo entender. Puedo entender tu deseo de matarle, yo también lo tengo, y Hans y Bruno. Pero no es lo que debemos hacer. No sabríamos hacerlo.

– No es difícil clavar un cuchillo en el vientre de un hombre.

– Lo difícil es ir a Irak, lo difícil es que te dejen desplazarte hasta el lugar donde ese hombre está. Lo difícil es que puedas explicar qué haces allí. Lo difícil es que te dejen acercarte a él. Lo difícil es que encuentres el momento para clavarle ese cuchillo. Eso es lo difícil. Por eso hemos contratado a un profesional, a un hombre que sabe qué hacer en estas situaciones, que sabe cómo actuar, y que también sabe matar, que sabrá encontrar el momento oportuno. Nosotros no sabemos hacerlo, aunque le odiemos con todas nuestras fuerzas, aunque nos sintamos capaces de matarle con nuestras propias manos.

– Ni siquiera me dejáis intentarlo… -se quejó Mercedes.

– ¡Por favor! En esto no hay segundas oportunidades. Si lo intentas y fracasas, ya nadie se podrá acercar a Tannenberg, y harías imposible nuestra venganza. No tienes derecho a hacerlo, no lo tienes.

– Tú también te vas a enfadar conmigo -se quejó Mercedes.

– ¿Yo? Te equivocas. Ni yo, ni Bruno ni Hans estamos enfadados contigo. No nos hagas decirte lo que sabes. El sentimiento que nos une a los cuatro es indestructible pase lo que pase. Sólo que en esto no tienes derecho a actuar sin nuestro consentimiento; no es tu venganza, Mercedes, es la de todos, juramos que lo haríamos juntos, no quiebres tú el juramento.

– ¿Por qué no vamos todos?

– Porque sería una estupidez.

Se quedaron en silencio, cada uno con sus propios pensamientos, pensando en qué responder al otro.

– Sé que tenéis razón, pero…

– Si vas nos destruirás a nosotros y no lograrás matar a Tannenberg. Eso es lo único que lograrás. Si vas a hacerlo, dímelo.

– ¡Por favor, me haces sentirme fatal!

– Siéntete fatal. No me importa, lo único que pretendo es que pienses, que pienses como eras capaz de pensar cuando no levantabas ni un palmo del suelo, como has sido capaz de pensar todos estos años, como lo has hecho en los tres últimos meses cuando creímos encontrar a Tannenberg.

– Los árabes dicen que la venganza es un plato que se sirve frío.

– Y tienen razón. Sólo así es posible vengarse. Nosotros no olvidamos, nunca perdonaremos, pero debemos actuar con frialdad. De lo contrario nuestro sufrimiento no habrá servido de nada.

– Déjame pensarlo.

– No. Quiero una respuesta ahora. Quiero saber si debemos de anular la operación de Irak. No podemos poner en peligro la vida del hombre que hemos enviado.

– Es un asesino profesional.

– Tú lo has dicho: profesional. De manera que si ponemos en peligro su vida por interferir en su trabajo nos tendremos que atener a las consecuencias. Hemos contratado a una agencia, una agencia de asesinos.

– Una agencia de seguridad.

– ¡Vamos, Mercedes! Esos hombres están dispuestos a matar, por eso cobran.

– Tienes razón, vamos a dejarnos de tonterías.

– ¿Qué vas a hacer?

– Pensar, Carlo, pensar…

– De manera que no te he convencido…

– No lo sé…, necesito pensar.

– ¡Por Dios, Mercedes, no hagas locuras!

– Nunca os engañaré. No os diré que no voy a hacer algo mientras pienso si voy a hacerlo o no. Prefiero que me odiéis a mentiros.

– Prefieres que Tannenberg viva -sentenció Carlo.

– ¡No! -gritó Mercedes con rabia-. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Quiero matarle yo misma! ¡Yo! ¡Yo! ¡Eso es lo que quiero!

– Veo que es inútil razonar contigo. Suspenderemos la operación. Hans llamará a Tom Martin para que retire a su hombre. Se acabó.

Mercedes miró a Carlo con ira. Se había clavado las uñas en la palma de las manos y un rictus de amargura parecía haber convertido su rostro en una mueca.

– No podéis hacer eso -murmuró.

– Sí, sí podemos, y es lo que haremos. Has decidido romper tu juramento con nosotros, y poner en peligro la operación. Si ya no estás en nuestro barco, se acabó. Renunciamos a la venganza. Nunca te lo perdonaremos, nunca. Después de tantos años de buscarle le hemos encontrado, ahí están Tannenberg y su nieta; podíamos matarlos, estamos a punto de conseguirlo, pero tú, extrañamente, vas a impedirlo porque crees que debes de hacerlo personalmente. Bien, haz lo que quieras. Hemos llegado hasta aquí juntos; a partir de ahora tu irás por tu lado.

Una vena se dibujaba en la sien izquierda de Carlo, evidenciando la tensión que estaba sufriendo.

También Mercedes sentía un dolor agudo en el pecho, fruto de la tensión.

– Qué me estás diciendo, Carlo…

– Que nunca más volveremos a vernos. Que Hans, Bruno y yo no querremos saber nada de ti el resto de lo que nos quede de vida, que no te perdonaremos.

Carlo se sentía agotado por la dureza de la conversación. Quería profundamente a Mercedes e intuía el enorme sufrimiento de su amiga, pero no podía transigir con lo que ella parecía querer hacer.

– No acepto el ultimátum -respondió Mercedes, blanca como la cera.

– Nosotros tampoco.

Volvieron a guardar silencio, un silencio incómodo y espeso que preludiaba el fin de una relación que parecía inquebrantable.

Carlo se levantó del sillón, miró a Mercedes y se dirigió a la puerta.

– Me voy. Si cambias de opinión llámanos, pero hazlo antes de esta noche. Mañana Hans irá a Londres a romper el contrato con Tom Martin.

Mercedes no respondió. Se quedó sentada, hundida en el sofá. Cuando su secretaria entró unos minutos después se asustó. De repente la mujer se le antojaba una anciana, como si le hubieran aflorado miles de pequeñas arrugas que tenía ocultas, y un rictus de amargura deformara su rostro siempre imperturbable.

– Doña Mercedes, ¿se siente bien?

Mercedes no la escuchaba y no respondió. La secretaria se acercó a ella y le puso la mano en el hombro temiendo su reacción.

– ¿Se siente mal? -insistió la secretaria.

Mercedes salió de su ensimismamiento.

– Sí, un poco cansada.

– ¿Quiere que le traiga algo?

– No, no hace falta. No te preocupes.

– ¿Cancelo el almuerzo con el alcalde?

– No, y llama al arquitecto de la obra de Mataró. Cuando le tengas al teléfono me lo pasas.

La secretaria dudó, pero no se atrevió a decirle nada más a su jefa; no era una mujer a la que se pudiera insistir.