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Clara estaba nerviosa, pendiente de escuchar el ruido del helicóptero en que viajaban su abuelo y Ahmed.

Su marido le había sorprendido al anunciarle que acompañaría a su abuelo a Safran. También sentía inquietud por su estado de salud, Ahmed le había dicho que no se preocupara, pero el que hubieran enviado días atrás un hospital de campaña no era una buena señal.

Llevaba todo el día ayudando a Fátima a organizar la casa donde se instalaría junto con su abuelo y no se había acercado a la zona de trabajo. Sabía que su abuelo era exigente y si además su salud se había deteriorado, necesitaría disponer de ciertas comodidades durante su estancia en Safran. No sabía cuánto tiempo se quedaría, ni tampoco cuánto se quedaría Ahmed.

Desde la ventana vio a Fabián caminando deprisa hacia ella.

– Creo que hemos encontrado algo -le dijo con la voz cargada de emoción.

– ¿Qué? Dime… -preguntó ansiosa.

– Hemos encontrado las plantas de varias casas situadas a menos de trescientos metros del templo, en el lugar donde hace una semana empezamos a excavar. No parecen muy grandes, quince metros de lado, y una pieza principal de forma rectangular. En una de ellas hemos encontrado una imagen, una mujer sedente, alguna diosa de la fertilidad. También restos de cerámica negra. Pero hay más, el equipo de Marta ha encontrado una colección de bulla [11] y de calculi [12] en una de las estancias del templo. Tenemos varios conos, conos perforados, bolas pequeñas y grandes, además de perforadas, y también un par de sellos, uno con la figura de un toro, el otro parece que lleva incrustado un león… ¿Te das cuenta de lo que esto significa…? Yves está como loco, y Marta no te digo.

– ¡Voy para allá! -gritó entusiasmada.

La figura de Fátima se recortó en la puerta de la casa.

– Tú no vas a ninguna parte. Aún no hemos terminado y tu abuelo está a punto de llegar -le reconvino su vieja criada.

Se oyó el ruido de un helicóptero, por lo que Clara no replicó. Por más que deseaba ir corriendo a la excavación, sabía que no podría hacerlo hasta que su abuelo estuviera instalado.

Aún quedaban unas horas de luz, pero aunque se hiciera de noche ella pensaba ir.

Ayed Sahadi, escoltado por dos hombres armados, entró con paso decidido en la estancia.

– Señora, el helicóptero está a punto de aterrizar. ¿Viene?

– Lo sé, Ayed, lo he oído; sí, voy con vosotros.

Salió de la casa seguida por Fátima. Se subieron a un jeep y se dirigieron al lugar donde el aparato estaba posándose.

Clara se sobresaltó al ver a su abuelo. El anciano había adelgazado tanto que la ropa parecía flotar sobre los huesos apenas cubiertos de piel.

Los ojos de azul acero parecían vagar por las cuencas y se movía con cierta torpeza, aunque intentaba caminar erguido.

Sintió que tenía menos fuerza en el abrazo que le dio, y por primera vez en su vida se enfrentó al hecho de que su abuelo era mortal y no un dios, tal y como le había visto hasta entonces.

Fátima acompañó a Alfred a su habitación, donde había dispuesto las cosas tal y como a él le gustaban, a pesar de lo exiguo del espacio. El médico le pidió que saliera para examinar a Tannenberg e intentar evaluar el efecto del viaje desde El Cairo a Bagdad y de allí hasta Safran. Fátima refunfuñó cuando vio que junto al doctor se quedaba la enfermera.

Cuando el médico salió del cuarto encontró a Clara en la puerta aguardando impaciente.

– ¿Puedo pasar?

– Mejor sería dejarle descansar un rato.

Fátima preguntó si debía llevarle algo para comer y el médico se encogió de hombros.

– En mi opinión debería de dormir; está agotado, pero si quieren, pregúntenle ahora cuando salga Samira. Le está poniendo una inyección.

– A usted no le conocía, doctor -dijo Clara con cierta desconfianza al hombre joven, alto y delgado que acompañaba a su abuelo junto a la pulcra enfermera que aún estaba en el dormitorio del anciano.

– No me recuerda, pero nos conocimos en El Cairo, en el Hospital Americano, cuando operaron a su abuelo. Soy el ayudante del doctor Aziz, me llamo Salam Najeb.

– Tiene razón, le conozco, perdone…

– No se preocupe, sólo nos vimos un par de veces en el hospital.

– Mi abuelo está… está muy grave.

– Sí. Tiene una fortaleza extraordinaria, pero el tumor ha crecido, no quiere volver a operarse, y la edad…

– Si se operara, ¿serviría de algo? -preguntó Clara temiendo la respuesta.

El médico permaneció unos segundos en silencio, como si estuviera buscando las palabras adecuadas para responderle.

– No lo sé. No sé qué encontraríamos al abrirle. Pero tal y como está…

– ¿Cuánto tiempo le queda?

La voz de Clara apenas era un susurro. Luchaba para no dejar escapar ni una lágrima, pero sobre todo no quería que su abuelo pudiera escuchar la conversación.

– Sólo Alá lo sabe, pero en opinión del doctor Aziz y en la mía, no más de tres o cuatro meses, y yo diría que incluso menos.

La enfermera salió de la estancia y sonrió tímidamente a Clara mientras aguardaba órdenes del médico.

– ¿Le puso la inyección? -preguntó Salam Najeb.

– Sí, doctor, ahora está tranquilo; ha dicho que quiere hablar con la señora…

Clara apartó a la enfermera y entró en el cuarto de su abuelo seguida de Fátima.

Alfred Tannenberg estaba acostado y parecía empequeñecido entre las sábanas.

– Abuelo -murmuró Clara.

– ¡Ah, niña mía! Siéntate. Fátima, déjanos, quiero hablar con mi nieta. Pero me gustaría que me prepararas una buena cena.

Fátima salió del cuarto sonriendo. Si Tannenberg tenía apetito, ella le sorprendería con el mejor de sus guisos.

– Me estoy muriendo -dijo Tannenberg mientras cogía las manos de su nieta.

La desesperación se dibujó en el rostro de Clara, que a duras penas podía contener el llanto.

– No se te ocurra llorar, nunca he soportado a la gente que llora, lo sabes bien. Tú eres fuerte, eres como yo, de manera que ahórrate las lágrimas y vamos a hablar.

– No te vas a morir -acertó a decir Clara.

– Sí, me voy a morir, y lo que quiero evitar es que te maten a ti. Estás en peligro.

– ¿Quién me quiere muerta? -preguntó Clara extrañada.

– Aún no he logrado averiguar quién estaba detrás de aquellos italianos que te siguieron por Bagdad. Y no me fío de George ni de Frankie, tampoco de Enrique.

– ¡Pero, abuelo, son tus amigos! Siempre dijiste que ellos eran como tú mismo, que si algún día te pasaba algo ellos me protegerían…

– Sí, así era en el pasado. No sé cuánto viviré, el doctor Aziz no me da más de tres meses, de manera que no perderemos el tiempo aplazando conversaciones para más adelante. Quiero que tengas la Biblia de Barro porque será tu salvoconducto para poder iniciar una vida lejos de aquí; será tu carta de presentación. Debemos de encontrarla porque no hay dinero en el mundo que pueda comprar la respetabilidad.

– ¿Qué quieres decir…?

– Lo que tú sabes, lo que siempre has sabido aunque nunca lo hayamos hablado. No te puedo dejar en herencia mis negocios porque no son lo que yo quiero para ti. Mis negocios morirán conmigo y tú dispondrás de dinero para vivir el resto de tu vida sin ninguna preocupación.

»Vuélcate en la arqueología, hazte un nombre, es lo que siempre quisimos los dos, es ahí donde encontrarás tu propio camino.

»En esta región me respetan, compro y vendo no importa qué, procuro armas a grupos terroristas, complazco los caprichos más extravagantes de algunos gobernantes y príncipes, me encargo de que algunos de sus enemigos les dejen de molestar, y ellos me hacen favores; por ejemplo, hacer la vista gorda ante el expolio del patrimonio arqueológico y artístico de sus países. No te voy a detallar cómo es mi negocio, es el que es, y me siento satisfecho de lo conseguido. ¿Decepcionada?

– No, abuelo, jamás podría sentirme decepcionada de ti. Te quiero muchísimo. Sabía algunas cosas, me daba cuenta de que tus negocios eran… difíciles. No te juzgo, jamás lo haría, estoy segura de que siempre has hecho lo que creías que debías hacer.

La lealtad incondicional de Clara era lo único que conmovía al anciano. Sabía que en aquellos últimos momentos sólo podía contar con ella. Podía leer en los ojos de su nieta y sabía que era sincera con él, que se le mostraba tal cual era.

– En mi mundo el respeto tiene mucho que ver con el miedo, y yo me estoy muriendo, no es un secreto. Estoy seguro de que el bueno del doctor Aziz no guarda el secreto sobre mi estado. De manera que los buitres vuelan sobre mi cabeza, lo siento, están ahí. Caerán sobre ti en cuanto yo no esté. Suponía que Ahmed se haría cargo del negocio y que él te protegería, pero vuestra separación me ha obligado a cambiar de planes.

– ¿Ahmed sabe todo sobre tus negocios?

– Lo suficiente; no es ningún inocente, por más que en los últimos meses parezca invadido por los escrúpulos, pero te protegerá hasta que estés fuera de Irak. Le he pagado bien.

Clara sintió náuseas. Tenía ganas de vomitar. Su abuelo acababa de destruir para siempre cualquier posibilidad de arreglo con su marido. No se lo reprochaba; la estaba preparando para que se enfrentara a la realidad, y en esa realidad estaba Ahmed cobrando por protegerla.

– ¿Quién me puede querer muerta?

– George, Frankie y Enrique reclaman la Biblia de Barro . Estoy seguro de que aquí hay hombres suyos dispuestos a arrebatárnosla si la encontramos. No tiene precio, mejor dicho, su precio es tan elevado que se niegan a aceptar el trato que les he propuesto.

– ¿Qué les has propuesto?

– Tiene que ver con un negocio, con el que será mi último negocio, puesto que no me queda mucho tiempo de vida.

– ¿Serían capaces de mandar matarme?

– Quieren la Biblia, de manera que intentarán arrebatárnosla en cuanto la encontremos. Procurarán no hacerte daño si se hacen con ella con facilidad, pero si no se la damos, harán lo que sea necesario. Habrán mandado a hombres preparados para hacer frente a lo que sea, y si es necesario matar, matarán. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. De modo que procuro adelantarme a los pasos que puedan dar. Hasta que la Biblia no aparezca no corres ningún peligro; en el momento en que la encontremos comenzará el problema.

[11] Objeto de arcilla en forma de esfera, cono o cilindro que se utilizaba para registrar intercambios comerciales.


[12] Conjunto de fichas de arcilla que marcaban cantidades.