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Era domingo e Yves, consciente del agotamiento del equipo, había propuesto que esa tarde descansaran. Pero Clara y Gian Maria habían hecho caso omiso y por eso se encontraban juntos limpiando tablillas a la luz del atardecer. Ante estaba mano sobre mano, mirándoles, consciente de la incomodidad que provocaba en la mujer.

Sería fácil matarla. La estrangularía, no necesitaba más armas que sus manos. Por eso miraba con curiosidad el cuello de Clara, pensando en el momento en que se lo apretaría hasta quitarle el último aliento.

No sentía ningún aprecio por la mujer, ni por ella ni por nadie. Se sentía rechazado por todos y sólo ese sacerdote hacía esfuerzos por ser amable con él. Incluso a Picot le costaba elogiar su trabajo, que él sabía que estaba haciendo con acierto y pulcritud.

Pero, además de Clara, tendría que matar a su cancerbero, Fátima, la shií que la seguía como un perro fiel por todo el campamento; le sacaba de quicio verla rezar tres veces al día inclinada en dirección a La Meca. También mataría a Ayed Sahadi, pues sabía que si no éste intentaría matarle a él. Ya no tenía dudas de que el capataz era algo más de lo que aparentaba. Los militares de la guarnición cercana a veces se cuadraban cuando le veían, aunque Ayed les hacía un gesto rápido para que no lo hicieran. El temor que inspiraba a los hombres era un síntoma de que éstos sabían que era algo más que un capataz. También había descubierto que al menos media docena de hombres hablaban más de lo habitual con Ayed, como si le informaran de asuntos que iban más allá que la excavación.

Pero Ante también sabía que a su vez era vigilado por el capataz, que le demostraba de diferentes maneras su desconfianza, como avisándole de que no intentara nada. Ambos eran asesinos y se reconocían como tales.

Alfred Tannenberg salió con paso decidido del hospital. Había estado ingresado una semana y se sentía débil, pero no quería que nadie lo notara. Los hombres, como el resto de los animales, huelen la debilidad en los otros y aprovechan para atacar.

La conversación que acababa de mantener con su médico no le había dejado lugar a dudas: como mucho llegaría hasta la primavera.

El médico se resistía a poner fecha al día de su muerte, pero él le había presionado hasta hacerle decir que si llegaba a marzo sería con tiempo regalado. De manera que debía disponer adecuadamente del tiempo que le quedaba para asegurar el futuro de Clara.

Se quedaría unos días en El Cairo arreglando sus cosas y luego viajaría a Irak. Iba a dar una sorpresa a su nieta porque pensaba instalarse en Safran, junto a ella, hasta que le avisaran, de que tenían que abandonar el lugar. En realidad, tendrían que dejar Irak y lo harían juntos si es que él vivía para ese momento. Por eso necesitaba a Ahmed. Sabía que, una vez que él muriera, Clara quedaría desprotegida y necesitaría de alguien que sintiera por ella afecto para salvarla. Sus hombres cobraban por protegerla, pero dejarían de hacerlo si él desaparecía salvo que otro hombre tomara las riendas. No le importaba que Ahmed y Clara se divorciaran, pero tendrían que hacerlo después de que ambos salieran de Irak, si es que se cumplían todas las predicciones y los norteamericanos entraban en el país.

Alfred nunca había dudado de que Ahmed aceptaría el trato, primero porque no querría perjudicar a Clara y sabía q dejarla en Irak significaría su muerte, después porque oponerse a sus deseos era firmar su sentencia de muerte, y en tercer lugar, o acaso el primero, porque iba a disponer de una suma sustanciosa por ese último trabajo para la organización de manera que cumpliría con lo que se esperaba de él. Por eso le había ordenado que se preparara para quedarse en Safran a partir de febrero. Robert Brown, a través de aquel tal Mike Fernández, ex coronel de los boinas verdes, le había mandado una información contundente: el ataque se produciría en marzo.

Precisamente Mike Fernández le estaría esperando. Le había citado a media mañana en su casa, a la que ahora se dirigía en el Mercedes negro que esquivaba los semáforos.

El ex coronel de los boinas verdes ya sabía qué clase de hombre era y no perdió el tiempo intentando engañarle. Alfred Tannenberg siempre iba unas cuantas millas por delante de él y de Paul Dukais; parecía saber no sólo lo que hacían, sino también lo que pensaban.

Aquel mediodía aguardaba pacientemente en la quietud de la sala de visitas en aquella casa de Tannenberg que cada día parecía más vigilada.

Se había dado cuenta de que habían colocado cámaras de seguridad incluso en los árboles de la calle próximos a la casa. El viejo parecía estar seguro de que alguien le intentaría matar si daba la más mínima oportunidad y no estaba dispuesto a concedérsela.

– Y bien, coronel, ¿qué novedades hay? -le preguntó Tannenberg a modo de saludo.

– ¿Cómo está, señor? -fue la respuesta de Mike Fernández.

– Tal y como ve.

– Los hombres ya están aquí. He estudiado los mapas con ellos, y me gustaría saber si podríamos desplazarnos para que reconozcan el terreno donde tendremos que esperar a sus hombres.

– No, ahora no pueden hacerlo. Tendrán que conformarse con estudiar los mapas.

– Pero sus hombres se mueven sin dificultades por toda la zona.

– Así es, y no quiero llamar la atención, ahora no. Cuando empiece la traca será otra cosa. El éxito de la operación estriba en la disciplina, en que usted y sus hombres sigan las indicaciones de los míos. Si lo hacen, saldrán de aquí con vida.

– El señor Dukais ya ha organizado el dispositivo para que mis hombres y la carga puedan salir en aviones militares hasta las bases en Europa.

– Espero que haya tenido en cuenta mis recomendaciones y haya dispuesto que parte de la carga haga escala en España, y otra parte en Portugal. Son dos países aliados y amigos de Estados Unidos y están entregados a la causa.

– ¿A qué causa, señor? -quiso saber el ex boina verde,

– Naturalmente, a la de Bush y sus amigos, que son los nuestros. Éste es un gran negocio, amigo.

– Otra parte de la carga irá a Washington directamente;

– Sí, así será.

– Y usted, señor, ¿dónde estará cuándo empiece la guerra?

– Eso a usted no le concierne. Yo estaré donde tenga que estar. Yasir le transmitirá mis órdenes, no dejaremos de estar comunicados en ningún momento, ni siquiera cuando nuestros amigos empiecen a bombardear.

Mike Fernández sentía una enorme curiosidad por saber si Tannenberg sentía lealtad por algo o alguien y no resistió la tentación de preguntárselo.

– Supongo, señor, que se sentirá preocupado sabiendo en esta ocasión, además de bombardear, vamos a entrar en Irak

– ¿Y por qué había de estar preocupado?

– Bueno, usted tiene familia allí, y muchos amigos importantes cerca de Sadam…

– Yo no tengo amigos, coronel, sólo tengo intereses. Me da lo mismo quién gane o pierda la guerra. Yo seguiré haciendo negocios, el dinero es un camaleón que adquiere el color del vencedor

– Pero usted vive aquí… sé que tiene una hermosa casa en Bagdad…

– Mi casa está donde yo esté. Y ahora, si me lo permite, me gustaría trabajar en vez de saciar su curiosidad. Sadam es mi amigo y Bush también; gracias a ambos voy a hacer un gran negocio y usted lo mismo. Y como nosotros, unos cuantos cientos de personas más.

– También morirá gente, perderemos amigos…

– Yo no voy a perder a ningún amigo, y no se ponga sentimental; todos los días muere gente, sólo que en la guerra mueren masivamente, eso es todo.