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– Lo hizo. Le aseguro que lo hizo, y vamos a encontrar esas tablillas.

– ¿Dará tiempo? -preguntó tímidamente.

– ¿Tiempo?

– Sí, bueno… usted sabe que va a haber guerra, nadie duda de que Estados Unidos y los países aliados les atacarán.

– Por eso trabajamos a destajo, aunque soy optimista y espero que al final no pase nada y todo quede en una amenaza.

– Me temo que no será así -respondió con tristeza Gian Maria.

Fabián le acompañó hasta una casa pequeña alineada junto a otras exactamente iguales.

– Dormirá aquí. Es el único lugar donde aún cabe un catre -le explicó invitándole a entrar en la casa de los ordenadores.

Ante Plaskic le recibió con fastidio. Hubiese preferido seguir disfrutando de la relativa independencia que había tenido hasta el momento. Pero sabía que no podía ni debía protestar porque le instalaran en la casa a aquel sacerdote intruso.

Tampoco Ayed Sahadi parecía cómodo con su llegada, y había pedido explicaciones a Picot por el fichaje de Gian Maria.

– Procuraré molestar lo menos posible -dijo Gian Maria a Ante Plaskic.

– Eso espero -respondió Ante sin ningún atisbo de simpatía hacia el recién llegado.

Gian Maria no sabía por qué despertaba tanta animadversión en el croata y en el capataz, pero decidió no preocuparse. Bastante tenía con procurar que no le sucediera nada a Clara Tannenberg. Porque ésa era su misión, el objeto de su viaje a Irak, evitar que aquella mujer sufriera ningún daño. No podía decirle lo que sabía, que iban a intentar matarla, a ella y quién sabe si a su padre o hermanos si es que los tenía.

Sentía el peso del secreto sobre su conciencia. No había sido consciente de que un día la tragedia se presentaría de improviso.

Había escuchado en confesión el horror que puede albergar en el corazón de los hombres y había llorado sintiéndose impotente por no ser capaz de dar consuelo a almas maltrechas por el dolor y dispuestas a las más crueles venganzas. Almas que habían conocido el infierno en vida y en las que ya no cabía un ápice de compasión.

Ahora debía ganarse la confianza de Clara, saber si tenía familia además de Ahmed, y evitar lo que en su fuero íntimo sabía inevitable si Dios no intervenía. ¿Lo haría?, se preguntó.

* * *

Lion Doyle había estudiado minuciosamente toda la información facilitada por Tom Martin y había llegado a una conclusión: para acercarse a Tannenberg tenía que encontrar a su, nieta, Clara, y ésta al parecer estaba cerca de Tell Mughayir excavando con una misión arqueológica integrada por arqueólogos de media Europa.

Ya sabía que Alfred Tannenberg era casi inaccesible, que contaba con protección las veinticuatro horas y que su casa, la Casa Amarilla en Bagdad, además de por sus esbirros estaba protegida por soldados de Sadam.

La casa de Tannenberg en El Cairo también disponía de protección oficial. Sabía que podría entrar y salir, pero el riesgo era demasiado grande, y por lo que le había dicho Tom, el viejo estaba alerta, esperaba que algunos de sus socios y amigos le jugaran una mala pasada, de manera que habría reforzado las medidas de seguridad. La nieta sería el salvoconducto para entrar en casa de Tannenberg por la puerta principal. Además, ella también debía de morir, según rezaba en su contrato.

Llamó a Tom Martin por teléfono anunciándole que pasaría por Global Group. Necesitaba de su influencia para conseguir un carnet, un carnet de prensa auténtico.

– Irak está en vísperas de guerra, hay periodistas de medio mundo contando lo que pasa; por tanto, la mejor manera de pasar inadvertido es hacerme pasar por uno de ellos.

– ¡Estás loco! Los corresponsales de guerra se conocen, van siempre los mismos a todos los conflictos.

– No, no es verdad; pero además yo me haré pasar por fotógrafo. Un fotógrafo independiente, freelance . Pero necesito que alguien, una revista, un periódico, me dé un carnet y asegure, si le preguntan, que están interesados en mis fotos. Ya me he comprado un equipo de segunda mano, un equipo profesional usado.

– Dame un par de horas, veré lo que puedo hacer. Creo que tengo la solución.

– Cuanto antes la tengas, antes me iré.

No habían pasado dos horas cuando Lion Doyle entraba en una casa de dos plantas del extrarradio de Londres, en cuya puerta un cartel anunciaba que allí estaba Photomundi.

El director de la agencia le estaba esperando. Era un hombre delgado y de poca estatura que cuando hablaba mostraba unos dientes pequeños y afilados.

– ¿Ha traído una foto de carnet?

– Sí, aquí la tengo.

– Bien, démela; en un minuto tendrá su acreditación.

– Hábleme de esta agencia -le pidió Lion.

– Hacemos de todo, desde fotos de bodas hasta catálogos comerciales y fotos para la prensa si se tercia. Si una revista necesita un fotógrafo para un trabajo concreto me llama, le envió al fotógrafo, hace las fotos, me pagan y asunto concluido. También ayudo a la patria. Hay amigos de amigos que necesitan una acreditación, como ahora usted, me la piden, me la pagan y no quiero saber nada más.

– ¿Y si el fotógrafo se mete en algún lío?

– Es asunto suyo. Yo no tengo a ninguno en plantilla, todos son colaboradores a los que voy llamando en función de las necesidades. A mí me subcontratan, de manera que yo subcontrato a mi vez. Alguien me ha dicho que usted se va de viaje a Irak, quiere hacer fotos para venderlas a algún periódico o revista cuando regrese. Bien, yo le doy una acreditación que dice que es colaborador de Photomundi y ahí se termina mi responsabilidad. Si regresa con las fotos, llamaré a un par de amigos de la prensa a ver si son suficientemente buenas para que se las compren; si no las quieren, el gasto ha sido suyo, no mío. Si se mete en un lío yo no soy responsable de nada. ¿Lo entiende?

– Perfectamente.

Media hora después Lion Doyle salía de Photomundi con su acreditación como fotógrafo independiente. Ahora sólo tenía que recoger su equipaje y buscar un billete de avión para Ammán.

* * *

El equipo estaba agotado pero volvían a estar eufóricos, por que dos días atrás, cuando la cuadrilla que dirigía Marta Gómez terminó de desbrozar una nueva sala, había encontrado casi intactas dos figuras de toros alados de medio metro de alto y unas doscientas tablillas casi intactas.

Gian Maria no daba abasto copiando y traduciendo el contenido de las tablillas. Pero Yves Picot y Clara Tannenberg se mostraban inmisericordes e instaban a trabajar sin descanso a obreros y arqueólogos por igual.

Clara era siempre amable con él, y acudía a menudo a ayudarle en su trabajo de descifrar el complicado lenguaje de los antiguos habitantes de Safran. De manera que pasaban bastantes horas juntos. Él notaba la desesperación de la mujer, como aquella tarde, en que la tensión se reflejaba en cada músculo de su cara.

– ¿Sabes, Gian Maria?, a pesar de que estamos avanzando y el templo está resultando ser un tesoro arqueológico, a veces dudo de que las tablillas de Shamas estén aquí.

– Clara -se atrevió a decirle-, ¿y si no existiera ese relato? ¿Y si el patriarca Abraham nunca le hubiera contado su idea de la Creación?

– ¡Pero está en las tablillas de mi abuelo! ¡Shamas lo dice bien claro!

– Pero el patriarca pudo cambiar de opinión o pudo pasar algo -sugirió Gian Maria.

– Existir existen, lo que no sé es dónde están. Creí que las encontraríamos aquí. Cuando la bomba hizo el cráter dejando al descubierto el techo del templo y encontramos restos de tablillas, y en algunas el nombre de Shamas, me pareció que era un milagro, que eso no había pasado por casualidad… -se la-mentaba Clara.

Gian Maria pensó que efectivamente parecía un milagro que tantos años después los Tannenberg volvieran a encontrar tablillas de ese escriba llamado Shamas. Él creía que todo sucedía por designio de Dios, pero en este caso no sabía qué quería decir Dios, con todo lo que estaba pasando.

– ¿Y si no estuvieran en el templo? -preguntó Gian Maria.

– ¿Cómo que si no estuvieran en el templo? ¿A qué te refieres?

A Clara se le había encendido la mirada y en sus enormes ojos de acero parecía haberse instalado la esperanza.

– Vamos a ver, los escribas tenían unas funciones determinadas en el templo: se encargaban de llevar las cuentas, de administrar el lugar, de los contratos de compraventa… hemos encontrado un catálogo sobre la flora de este lugar, una lista de minerales, en fin, todo normal. De manera que a lo mejor ese Shamas no guardó en el templo esas tablillas con la historia que le contó Abraham. Puede que las guardara en su casa, o en algún otro lugar.

Clara se quedó en silencio pensando en lo que le acababa de decir Gian Maria. Podía tener razón, aunque no podía dejar de lado que en la antigua Mesopotamia los escribas trasladaban a las tablillas los poemas épicos, y la Creación, aunque fuera en la versión de Abraham, no dejaría de ser un poema épico.

Aun así valoró esa posibilidad que supondría comenzar ampliar el perímetro de la excavación aún más de lo que habían proyectado; pero sabía que no disponían de tiempo. Su abuelo la había llamado desde El Cairo y por primera ve le había notado pesimista. Sus amigos no le habían dejado lugar a dudas: Irak sería atacada y esta vez los norteamericanos no se conformarían sólo con bombardearles; entrarían en el país.

Además, convencer a Picot le resultaría casi imposible. Él estaba igual de desesperado que ella porque no encontraba la Biblia de Barro , pero se negaría a empezar a hacer catas más allá de las que habían proyectado, porque eso significaría el dividir el trabajo de los obreros e iría en detrimento de la excavación del templo. Aun así hablaría con Yves. A lo mejor Gian Maria tenía razón.

Clara sintió la mirada de Ante Plaskic sobre su nuca. No podía ser otra, porque no era la primera vez que le sorprendía mirándola a hurtadillas cuando entraba en la casa de los ordenadores o se instalaba junto a Gian Maria y otros miembros del equipo a limpiar las tablillas que colocaban en unas largas tablas delante de las casas de adobe que le servían de refugio

Ayed Sahadi tampoco la perdía de vista, pero en el caso de Ayed no sentía ninguna inquietud. Su abuelo le había dicho que ese hombre la protegería si alguien intentaba hacerle algún daño. En realidad ella no temía a nadie, se sentía protegida. Conocía el terror de los iraquíes a levantar la mano contra alguien que gozara del favor de Sadam y ella y su familia contaban con la amistad del círculo más próximo al presidente. No tenía por qué preocuparse.