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22

Smith abrió la puerta del despacho acompañado de Ralph Barry y de Robert Brown.

– Señor…

– ¡Ah, ya estáis aquí! Pasad.

Una vez cerrada la puerta y cada uno con un whisky en la mano, Dukais les entregó una fotocopia del informe.

– Quiero el original -pidió Robert Brown.

– Naturalmente, es tuyo: tú pagas. Además, ese tío tiene talento contando lo que pasa. Es el primer informe que me ha entretenido leerlo.

– ¿Y bien? -preguntó Brown.

– ¿Y bien qué?

– Cómo están las cosas, pues al parecer no han encontrado nada. Vamos, que la maldita Biblia de Barro no aparece, aunque han rescatado unos cuantos montones de tablillas cuyo valor vosotros sabréis.

– ¿Nadie sospecha de él?

– Un tal Ayed Sahadi, el capataz. El croata cree que es algo más que un capataz. Será un hombre de Tannenberg encargado de cuidar a su nieta.

– Tannenberg habrá colocado hombres por todas partes -apuntó Ralph Barry.

– Sí, así es -asintió Dukais-, pero éste, por lo que parece, es especial. Yasir nos lo confirmará.

– Ha sido un acierto contar con Yasir -afirmó Robert Brown.

– Alfred le ofendió de tal manera que Yasir se siente liberado de su compromiso con él.

– No te engañes con Alfred; él sabe que Yasir le traicionará y seguro que le está vigilando. Alfred es más listo que Yasir y también que tú -dijo con petulancia Brown.

– No me digas -respondió irritado Dukais.

– No os iréis a pelear… -intervino Ralph Barry.

– Yasir tiene al menos una docena de hombres infiltrados en el equipo arqueológico, además del contacto directo del croata -continuó Dukais como si no hubiese pasado nada-; si ese Ayed Sahadi es más de lo que parece, lo sabrá.

Cuando Robert Brown salió del despacho de Dukais, le pidió a su chófer que le llevara a casa de George Wagner. Debía entregarle personalmente el informe del croata y aguardar instrucciones, si es que se las daba. Con su Mentor nunca sabía a qué atenerse; era frío como el hielo, aunque la ira se le reflejaba en el iris de acero de los ojos. Y cuando eso sucedía, Robert Brown temblaba.

23

Gian Maria no podía ocultar los síntomas de la depresión. Se sentía un inútil total. El motivo de su viaje a Irak se le escapaba de las manos, en realidad había perdido las riendas de su propia vida y ya no sabía ni por qué estaba allí.

Apenas descansaba. Luigi Baretti había decidido hacerle sudar su intromisión en Bagdad, de manera que su jornada de trabajo comenzaba a las seis y nunca terminaba antes de las nueve o diez de la noche.

Llegaba a casa de Faisal y Nur agotado, sin ganas de prestar atención a las gemelas ni al pequeño Hadi.

Normalmente cenaba solo. Nur le dejaba una bandeja con la cena, que él devoraba sentado en la mesa de la cocina. Luego se iba a la cama, donde caía exhausto.

Esa mañana, su superior, el padre Pio, le había llamado de Roma. ¿Cuándo pensaba regresar? ¿Había superado su crisis espiritual?

No tenía respuestas para esas dos preguntas, pero sí la sensación de estar metido en una huida hacia delante que él sabía no le conducía a ninguna parte.

Había intentado encontrar a Clara Tannenberg sin éxito, y eso que se había presentado en varias ocasiones en el Ministerio de Cultura pidiendo ser recibido por Ahmed Huseini. Los funcionarios le preguntaban si le esperaba el señor Huseini y cuando decía que no, le invitaban a marcharse o a exponer el motivo de su visita para transmitírselo al director del departamento de Excavaciones.

También había probado a llamarle por teléfono, pero una educadísima secretaria insistía en que le explicara qué quería del señor Huseini, que éste estaba muy ocupado y no podía atenderle.

Gian Maria sentía sobre su conciencia a Clara Tannenberg, y todos los días buscaba en los periódicos alguna referencia del apellido. Nunca lo encontró.

El tiempo había pasado deprisa, demasiado deprisa. Estaba cerca la Navidad y ya no podía darse más excusas; sabía que tenía una llave para llegar a Ahmed Huseini, y esa llave era Yves Picot. No había querido utilizar el nombre del arqueólogo para no comprometerle, pero no tenía más remedio que rendirse a la evidencia: Ahmed Huseini no le recibiría si no era por intercesión del alguien, y ese alguien en su caso sólo podía ser Yves Picot.

– Hoy me iré pronto, Alia -le anunció a la secretaria de la delegación de Ayuda a la Infancia.

– ¿Tienes una cita? ¿Con quién? -le preguntó la chica con curiosidad.

Decidió decirle la verdad, al menos una parte de la verdad.

– No tengo ninguna cita. Bueno, en realidad quiero encontrar a unos amigos.

– ¿Tienes amigos en Irak?

– Bueno, tampoco es que sean amigos, es un grupo de arqueólogos que conocí al venir, me trajeron desde Ammán. Sé que están por Ur excavando y me gustaría saber qué tal les va. Voy a intentar localizarles.

– ¿Y cómo lo harás?

– Me dijeron que si quería ponerme en contacto con ellos llamara a un tal Ahmed Huseini, creo que es el director del departamento de Excavaciones.

– ¡Vaya, con qué gente te tratas!

– ¿Yo?

– Sí, Ahmed Huseini es un hombre importantísimo, un mimado del régimen. Su padre fue embajador y él está casado con una mujer muy rica, una iraquí medio egipcia, medio alemana. La familia de la chica es un poco misteriosa, pero tiene mucho dinero.

– Pero yo no conozco a ese Huseini; mis amigos me dijeron que él me diría cómo ponerme en contacto con ellos. Y eso es lo que quiero hacer.

– Ten cuidado, Gian Maria, ese Huseini…

– ¡Vamos, que sólo voy a preguntar cómo llegar a unos arqueólogos!

– Vale, pero ten cuidado, son gentuza -dijo Alia bajando la voz-. A ellos no les falta de nada y viven gracias a pisarnos el cuello a los demás. Si los norteamericanos invaden Irak, ya verás cómo esos sinvergüenzas se salvarán. Lo único que justificaría que los marines vinieran sería para librarnos de tanto horror. Llevas poco tiempo aquí y aún no te has dado cuenta de que Sadam es el mismísimo diablo, y ha convertido Irak en el infierno.

– Sé lo que estáis sufriendo, ¿crees que no lo veo? Pero esto tiene que terminar, estoy seguro. Anda, no nos deprimamos y, si te pregunta, le dices a Luigi que regresaré después de comer.

Alia se mordió el labio y luego le colocó una mano suavemente en el hombro.

– ¿Sabes?, tengo la impresión de que sufres, y mucho; se te nota. No sé por qué ni qué te hace sufrir, pero si necesitas que te ayude…

– ¡Pero qué tontería dices! Lo que estoy es agotado. Luigi no me deja parar, lo mismo que a ti.

– Es verdad, a ti te está explotando. De todas formas, tengo la impresión de que lo pasas mal.

– ¡Que no, de verdad! Ahora déjame llamar a ese Ahmed Huseini que tan mal te cae…

Como en otras ocasiones la secretaria le dijo que el señor Huseini estaba ocupado, y sólo cuando nombró a Yves Picot le notó un cambio en el tono de voz al pedirle que aguardara.

Un minuto más tarde Ahmed Huseini estaba al teléfono.

– ¿Quién es?

– Perdone por molestarle; verá, conozco al señor Picot y él me dijo que para ponerme en contacto con él le llamara a usted y…

Huseini le cortó en seco. Gian Maria se dio cuenta de que hablaba atropelladamente y que estaría causando una pésima impresión en ese poderoso funcionario del régimen.

Respondió a las preguntas que Ahmed Huseini le hizo y cuando éste pareció satisfecho con ellas le citó en su despacho para esa misma tarde.

– Si está dispuesto a unirse a ellos, éste es el momento. Faltan manos, de manera que usted con sus conocimientos les será muy útil.

En realidad Gian Maria no tenía ninguna intención de reunirse con Picot y mucho menos de emprender viaje hacia el sur para llegar a esa desconocida Safran. Lo único que quería es lo que debería haber hecho el mismo día de su llegada a Bagdad: preguntar a ese hombre por su mujer, por Clara Tannenberg, y explicarle que era de vital importancia que hablara con ella. Porque sólo a ella le contaría por qué estaba allí. Había ido a salvarla, pero no podía explicar de qué ni de quién sin traicionar todo aquello en que creía y que se había comprometido a guardar el resto de su vida.

Ahmed Huseini no parecía el temible esbirro del régimen que le había descrito Alia. Además, le llamó la atención que no llevara bigote, tan del gusto de los iraquíes. Parecía un ejecutivo de una multinacional más que un funcionario al servicio de Sadam Husein.

Le ofreció un té y le preguntó qué hacía en Bagdad, qué le parecía el país, y le recomendó visitar algunos museos.

– Así que quiere usted reunirse con el profesor Picot…

– Bueno, no exactamente…

– Entonces, ¿qué desea? -preguntó Ahmed Huseini.

– Me gustaría saber cómo establecer contacto con ellos; sé que iban cerca de Ur…

– Efectivamente, están en Safran.

Gian Maria se mordió el labio. Tenía que preguntarle por Clara Tannenberg y no sabía cómo reaccionaría ese hombre aparentemente apacible si un desconocido le preguntaba por su esposa.

– Usted y su mujer son también arqueólogos, ¿verdad?

– Sí, efectivamente, ¿ha oído hablar de mi esposa? -preguntó con extrañeza Ahmed.

– Sí, así es.

– Supongo que Picot le habrá explicado que la misión de Safran en parte se debe al empeño personal de mi esposa. Dada la situación de mi país no es fácil disponer de recursos para excavar. Pero ella ama la arqueología por encima de todas las cosas y es una estudiosa del pasado de nuestro país, de manera que logró convencer al señor Picot para que viniera a ayudarnos a desenterrar lo que parecen los restos de un templo o un palacio, aún no lo sabemos a ciencia cierta.

La puerta del despacho se abrió y entró Karim, su ayudante, exhibiendo una amplia sonrisa.

– Ahmed, ya está todo listo para el envío a Safran. He llamado a Ayed Sahadi para decirle que salía el camión pero no he podido hablar con él, pero he tenido suerte porque he hablado con Clara…

Ahmed Huseini levantó la mano en un gesto que era una orden para que Karim no siguiera hablando, mientras a Gian Maria se le encendía la mirada. Acababa de encontrar a Clara Tannenberg. En realidad, se lo estaba diciendo Ahmed Huseini, pero lo acababa de confirmar el hombrecillo que había entrado. Ahora que sabía dónde estaba, tendría que ir a Safran. Se sintió un estúpido por no haber considerado la posibilidad de que Clara Tannenberg formara parte de la expedición de Picot. Recordaba que cuando logró entrar en el congreso de arqueología de Roma para buscar a Clara Tannenberg la funcionaria que le atendió le preguntó con sorna si estaba interesado en formar parte de la expedición que quería organizar la iraquí. Además, los periódicos se habían hecho eco de la intervención de Clara Tannenberg asegurando que existían unas tablillas a las que llamaba la Biblia de Barro … De manera que, si Yves Picot estaba allí era para encontrar esas tablillas de la mano de la esposa de Huseini, y él había sido incapaz de relacionarlos.