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Karim salió del despacho sin decir palabra. Había irrumpido a su jefe y éste le había mirado con cara de pocos amigos.

– Su esposa está en Safran…1 claro…

– Sí, naturalmente -respondió Ahmed Huseini desconcertado.

– Claro, es lógico -fue la única respuesta que se le ocurrió a Gian Maria.

– En fin, dígame en qué puedo ayudarle -preguntó Ahmed incómodo.

– Pues verá, yo quería hablar con el profesor Yves Picot y ver si le importaría que fuera un par de meses a Safran. No dispongo de más tiempo, estoy en Irak para ayudar, colaboro con la ONG Ayuda a la Infancia…, pero no me puedo quedar mucho tiempo más, de modo que si al profesor Picot no le importa que vaya a echar una mano aunque sea por poco tiempo.

Ahmed Huseini encontraba raro a aquel hombre. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que iba improvisando lo que le decía. Le mandaría investigar antes de facilitarle el viaje a Safran.

– Hablaré con el profesor Picot, y si él está de acuerdo, por mí no hay inconveniente en ayudarle a llegar a Safran. Sabe que estamos en estado de alerta y desgraciadamente uno no puede ir a donde quiera sin permiso, por motivos de seguridad.

– Lo entiendo, pero ¿tardará mucho en organizar el viaje?

– No se preocupe, le llamaré… Mi secretaria se quedará con su teléfono y dirección para que podamos localizarle.

– Iré a Safran -alcanzó a decir Gian Maria temiendo la reacción de Ahmed.

– Tendrá que esperar a que yo le avise.

El tono de Ahmed Huseini contenía un destello de amenaza. Le parecía que en aquel hombre había algo patético e inocente, pero a esas alturas de su vida no se fiaba de nadie.

Cuando Gian Maria salió del ministerio estaba empapado de sudor. Sabía que ya no había marcha atrás, que debía estar preparado para lo que pudiera pasar. Ahmed Huseini averiguaría quién era. Había notado que su trato amable era parte de una máscara. Tenía razón Alia: Ahmed Huseini era un hombre del régimen y podía hacerle detener o expulsarle de Irak.

Ahmed Huseini no perdió el tiempo y en cuanto Gian Maria salió de su despacho llamó a Karim.

– Quiero que le pidas al Coronel que investigue a ese hombre. Es amigo del profesor Picot y quiere ir a Safran. Si Picot está de acuerdo irá, pero antes quiero saber algo más de él.

Veinticuatro horas más tarde Karim entregó a su jefe un par de folios con el resultado de la investigación del Coronel, descubriendo en la tercera línea por qué ese Gian Maria era algo más de lo que parecía. Decidió llamar a Picot.

Yves Picot se rió cuando Ahmed Huseini le explicó por teléfono la historia del sacerdote.

– Pero ¿por qué te asombra que sea sacerdote? -le dijo a Huseini-. A mí no me importa que me lo mandes, estamos saturados de trabajo y un especialista en acadio y en el hebreo patriarcal nos vendría de perlas. Si tus sabuesos ya han terminado de investigarle, métele en un helicóptero y envíanoslo.

– Ya veré, aún tengo que hacer unas comprobaciones, no estoy seguro de lo que debo de hacer en este caso.

– Déjale venir. Gian Maria ha venido a Irak a ayudaros. No tiene por qué ir diciendo que es sacerdote, aunque tampoco lo ha ocultado. Ninguno se lo hemos preguntado.

– ¿Crees que el Vaticano está interesado en la Biblia de Barro ? -preguntó Ahmed.

– ¿El Vaticano? ¡Por favor, no veas fantasmas! El Vaticano no va a enviar a un sacerdote a espiaros. -Picot no podía dejar de reírse-. No seas paranoico, tú eres un hombre inteligente. ¿De verdad te extraña que haya buenas personas que quieren aliviar el sufrimiento ajeno?

– Pero ¿por qué no dijo que era sacerdote?

– Tampoco lo ocultó. Lo pone en su pasaporte y esto es Irak, donde vosotros espiáis a todo el mundo. ¿Cuántos espías me has metido entre los obreros? -preguntó Picot sin dejar de reír.

– Deberías ser más prudente -le aconsejó Ahmed temiendo las consecuencias que pudiera tener la conversación que con seguridad estaría siendo grabada por la Mujabarat.

– Tú sabrás. Espera, que te paso a Clara.

– Por mí no hay inconveniente en que venga -aseguraba poco después Clara a su marido-. ¿Qué problema hay en que sea sacerdote? Estoy rodeada de cristianos. ¿Qué crees que son los que han venido? Y que yo sepa en nuestro país hay sacerdotes…

– Te vamos a echar de menos…

Nur parecía sincera al lamentar la marcha de Gian Maria. Hacía dos días que

les había anunciado que se iba a Safran, donde pasaría un tiempo junto a unos amigos que estaban allí excavando.

Faisal había torcido el gesto cuando se enteró y no le ocultó que le parecía de una frivolidad insoportable que hubiera extranjeros buscando tesoros en su país mientras la gente moría por falta de alimentos y medicinas. El reproche le dolió a Gian Maria, que no supo encontrar ningún argumento en su defensa para evitar la decepción que se reflejaba en los ojos de Faisal.

Gian Maria terminó de colocar la última camisa, cerró la pequeña maleta negra y se dispuso a despedirse de Nur y Faisal. Las gemelas estaban en el salón esperando a que su madre las llevara a la escuela después de dejar a Hadi en casa de su abuela paterna.

No le resultó fácil la despedida. Había llegado a apreciar sinceramente a esa familia que todos los días hacía frente con enorme dignidad a las dificultades de vivir en un país empobrecido con un régimen dictatorial.

No participaban, al menos que él supiera, en ningún movimiento anti Sadam, pero su desafección al dictador era manifiesta, al menos en las conversaciones que mantenían con los amigos que iban a su casa.

Le habían explicado que conocían gente que había desaparecido de sus hogares, de sus lugares de trabajo. Cuando eso sucedía es que habían recibido la visita de la Mujabarat o algún otro servicio secreto de Sadam.

Había familias que se arruinaban porque al intentar saber de sus hijos, maridos, padres, tíos, alguien les decía conocer a un policía y éste les aseguraba que por una cantidad de dinero lograría darles noticias e incluso hacer más llevadera su estancia en la prisión en la que estuvieran. De manera que vendían cuanto tenían y daban el dinero al policía corrupto, que naturalmente no hacía nada.

Odiaban a Sadam pero muchos tampoco confiaban en los Estados Unidos. Ningún iraquí entendía por qué el ejército Estados Unidos y de sus aliados no entraron en Bagdad durante la guerra del Golfo. Parecían complacerse en la política de bloqueo que sólo sufría el pueblo iraquí, porque en los palacios de Sadam no faltaba de nada.

Con Nur y Faisal había vivido la realidad del país, su hambre, su miedo, su desesperanza.

Los echaría de menos y también echaría de menos a Alia, pero en absoluto a Luigi Baretti. El delegado de Ayuda a la Infancia le parecía un hombre desbordado por las circunstancias e incapaz de, además de alimentos y medicinas, dar un poco de afecto a quienes iban a pedir ayuda.

Ahmed Huseini le esperaba en la puerta de la casa de Faisal para llevarle al aeródromo, desde donde en helicóptero ambos se trasladarían a Safran.

Gian Maria presentó sus amigos a Ahmed y éstos le saludaron con frialdad. No querían saber nada de alguien que parecía estar demasiado cerca de Sadam.

– Me alegro que usted venga también -le dijo Gian Maria a Ahmed cuando ya estaban en el helicóptero.

– Quiero ver cómo van las cosas por allí.

El ruido de las hélices hacía imposible cualquier conversación y los dos hombres se sumergieron en sus pensamientos.

Ahmed se decía que esperaba no haberse equivocado con el sacerdote, a pesar de que había llegado a la conclusión que era inofensivo después de haberle sometido a una exhaustiva investigación.

Clara no pudo evitar correr hacia Ahmed en cuanto éste hubo saltado del helicóptero. Le había echado de menos, más de lo que le hubiera gustado.

Se abrazaron, pero el abrazo apenas duró unos segundos, conscientes los dos de que no había marcha atrás en el camino emprendido hacia el divorcio.

Fátima les observaba a cierta distancia rezando por que Ahmed se desdijera de su decisión de separarse de Clara.

Yves Picot le recibió con afecto. Le caía bien Ahmed; quizá por eso no daba ningún paso para intentar conquistar a Clara. La mujer le gustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir ante Fabián, que le tomaba el pelo asegurando que se le notaba.

Pero en el código personal de Picot no cabía la posibilidad de coquetear con la mujer de un amigo, y aunque Ahmed no era un amigo, sí le tenía suficiente simpatía como para no entrometerse en su matrimonio.

Recibió a Gian Maria con una afectuosa palmada en la espalda.

– ¿Cómo quiere que le tratemos? ¿De «padre»? ¿De «hermano»?

– Por favor, llámenme Gian Maria.

– Mejor así. La verdad es que me parecía usted un poco extraño, pero no podía imaginar que era sacerdote. Es usted muy joven.

– No tanto. Dentro de unos días cumpliré los treinta y seis años.

– ¡Pues parece que tiene veinticinco!

– Siempre he aparentado menos años de los que tengo.

Gian Maria miraba a Clara de reojo, esperando el momento en que se la presentaran. Pero antes recibió un rapapolvo de las tres jóvenes estudiantes con las que había viajado desde Ammán. Magda, Marisa y Lola le dijeron que estaban enfadadas con él.

– Pero, bueno, ¿por qué no nos dijiste que eras cura? -le reprochó Magda.

– No me lo preguntasteis -se excusó él.

– Sí, sí te lo preguntamos y nos contestaste que eras licenciado en lenguas muertas -le recordó Marisa.

– No querías decírnoslo -sentenció Lola.

– Pero ¿por qué? -le insistía Magda. Fabián se acercó a él junto con Marta y otros miembros del equipo.

– Se ha hecho usted muy popular -le dijo a modo de saludo-. Soy Fabián Tudela, venga, le presentaré al resto de la tropa, y le diré dónde puede instalarse.

Cuando por fin le presentaron a Clara se puso colorado lo que a ella le provocó una carcajada.

– Ya me habían dicho que se pone usted colorado por nada -le dijo Clara-. ¿Está dispuesto a echar el resto trabajando?

– Desde luego, haré todo lo que me manden, yo… en fin, espero que encuentre la Biblia de Barro .

– La encontraré. Sé que está aquí.

– Ojalá tenga suerte.

– Para usted, como sacerdote, también supondrá una experiencia especial.

– Si fuera verdad que el patriarca Abraham llegó a explicar la Creación… -respondió dudando Gian Maria.