Es domingo en el pueblo y en el país entero. Los domingos se amasa la tortilla al rescoldo en los braseros del Albergue y Pedro ha invitado a Floreana a tomar el té. Ella contribuye con la tortilla, y es a Flavián, como dueño de casa, que se la entrega, todavía con restos de ceniza en las manos.

Mientras Pedro va a la cocina a preparar el té, Floreana se desembaraza de sus muchas lanas: gorro, chaquetón, bufanda, guantes. No pretende engañar a nadie, llega a esta casa vestida de sí misma y de inmediato se acomoda en el sillón de las franjas rojas y mostaza. Le pregunta a Flavián cómo está. La última conversación que sostuvieron en la caleta no la ha dejado en paz. Ha ensayado restarle importancia, pero, ¿cómo bajarles el perfil a las palabras si ellas no han hecho sino enterrar poco a poco la visión de Ciudad del Cabo, primando Flavián sobre aquella imagen en cada oportunidad en que las palabras se presentan?

– Cuando veas al Payaso no lo vas a reconocer. Tuve que raparlo, dejarlo sin un pelo; los piojos le habían hecho surcos en la cabeza. El problema es que sigue con las fiebres.

– ¿Todavía?

– Sí. Creo que lo voy a hospitalizar en Puerto Montt. El director del hospital es mi amigo y siempre les da espacio a mis pacientes.

La intención de Flavián es mantenerme a distancia, se dice Floreana, alerta; está arrepentido de nuestro último encuentro, sé que otra vez va a retroceder.

– Tú quieres al Payaso más que a cualquiera de nosotros, ¿verdad? -el reproche es evidente como la luz de un mediodía estival. Una de sus voces internas la condena: ¡qué descontrol! No te preocupes, responde la otra voz, Flavián es un vigilante, nada se le escapa y él sabe cómo manejarse.

– Gran tipo, el Payaso. Sospecho que es analfabeto. A mí me dice que no puede leer si hay alguien a su lado porque se pone nervioso, pero que sí lee cuando está solo. Cursó hasta el cuarto grado en la escuela y la abandonó porque el profesor les pegaba a los niños. Parece que se ensañaba especialmente con él.

– ¿Con qué derecho…?

– Eran otros tiempos. Pero el Payaso se vengó. Cuando ya era un hombre grande, se topó con este profesor en una fiesta del pueblo. Lo agarró de las solapas y le dio un buen puñete. A cambio de lo que me hiciste de niño, le dijo. Y el profesor tuvo que pedir traslado.

– El amor por tus pacientes te llena la vida, ¿verdad?

¿Otra vez, Floreana? ¿Qué te pasa?

– No, sabes bien que soy un hombre bastante solo.

– Por tu propia voluntad…

– Quizás es por mi profesión. Padezco el síndrome del brujo de la tribu. ¿Sabes a lo que me refiero?

– Explícamelo.

– Ser médico es como ser el brujo de la tribu. El médico maneja los secretos del alma de mucha gente, se compenetra de tal cantidad de humanidad… Y no debe revelar ni sus pócimas ni sus saberes. Su arma debe ser siempre silenciosa, pero al mismo tiempo expuesta. Por eso está condenado a la soledad, porque no puede compartir. Y siempre llega a un lugar donde nadie puede ayudarlo.

A pesar de sí misma, Floreana lo mira intensamente.

– ¿Nadie? ¿Estás seguro?

– Es que esa soledad interior es la única condición posible para ser el brujo: la condena del hechicero.

Floreana piensa que él se adentra en esa soledad aterrado de no poder volver atrás, mientras, a pesar de sí mismo, la busca con desesperación; incluso ha elegido una geografía de soledad porque su gran fantasía es llegar allí enteramente.

Él reacciona ante su expresión reconcentrada:

– Esto no es exclusivo de un médico de pueblo -dice con un aire algo forzado-. Sucede en varios oficios. Hasta un escritor vive esa misma soledad, también él es un brujo de la tribu.

– ¡A la mesa! -los interrumpe Pedro-. El té está listo.

Repitiendo el rito de aquella noche del cordero, Floreana se sitúa a la cabecera, sentándose los hombres uno a su derecha, el otro a su izquierda. Ella toma la tetera y, separando el té del café, comienza a llenar las tazas.

– ¿Qué les pasa a las mujeres allá arriba? -pregunta Pedro sin preámbulos-. ¿Es idea mía o se asemeja a un pabellón de leprosos que viven en el extraño círculo vicioso del contagio?

Mientras habla, deja su café con leche para atacar directamente con la cuchara la mermelada de arándanos que reposa en un frasco, al lado del pan humeante.

– Están tristes -responde Floreana, decidiendo obviar la ofensiva metáfora de Pedro.

– Tristes… -el pequeño David Hemmings parece reflexionar-. Para algunos la tristeza no es más que una forma de cansancio.

– Entonces, estamos muy cansadas.

El viento afuera parece jugar a las escondidas con la poca luz que resta, ésa que no se ha tragado aún la tarde invernal. Floreana ve por la ventana cómo el viento arrasa la desprotegida intemperie. Siente que las maderas de la casa del doctor y el calor de la habitación son verdaderos diques; aquí está a salvo del pavoroso poder que el viento se ha asignado a sí mismo. Aquí está a salvo, a salvo.

– ¿Sabes lo que me recuerdan ustedes? -dice Pedro-. Blackpool, un balneario inglés en las costas de Lancashire, frente al mar de Irlanda. Allí llegan todos los fines de semana grupos de mujeres. Se apoderan de un pequeño hotel y se dedican a emborracharse. Son en general proletarias y, como me contó una de ellas, se apoyan entre sí contra maridos aun más borrachos que las maltratan. Casi no hablan, incluso siendo amigas. Lo único que hacen es emborracharse. Es raro verlas… Dice la policía que dan más problemas que los hombres.

– El Albergue no es Blackpool -se defiende Floreana-. Aquí el motivo es la reparación, no la evasión. Pero, claro, si yo fuera una mujer de la clase trabajadora inglesa y mi marido abusara de mí, seguramente optaría por el alcohol.

– De acuerdo. Son los hombres quienes tienen el patrimonio de la fuerza física, y personalmente la aborrezco -interviene Flavián desde su puesto en la mesa, tan atractivo a los ojos de Floreana con su suéter azul de cuello subido-. ¡Pero con qué arte y sagacidad manejan las mujeres la violencia sicológica!

– ¡Ahí sí que son irreductibles! -aprueba su sobrino dándole un golpe a la mesa-. Tanto como en sus verbalizaciones.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¡Las palabras! -responde Pedro con visible buen humor-. Las mujeres sienten y viven a través de lo que se dice, nunca a través de lo tácito o misterioso. Para tus congéneres, lo que no se dice no existe.

– Estoy de acuerdo -replica Floreana-. Las mujeres siempre queremos palabras, son las que dan forma al sentimiento, las que lo hacen real. Para ustedes, en cambio, resultan innecesarias y por eso son tan mezquinos con ellas.

– No sólo innecesarias, Floreana, es más que eso: las palabras deforman el sentimiento -responde Flavián con una sonrisa irónica; se sirve una nueva taza de café puro y agrega-: No hay nada más contradictorio que la verbalización de una mujer y su actuar. Por ejemplo: repite tres veces «no consentiré» y a la tercera negación ya está entregada.

– Pero eso es divertido -dice Pedro-. ¡Nada tan delicioso como la entrega en medio de la duda! Entregarse, estrellándose contra los pudores.

– ¿Pudores? El pudor femenino ya no existe… y lo echamos de menos.

– ¡No te creas! -Floreana es enfática al enfrentar a Flavián; siente que, aunque sutil, la castiga de todos modos-. ¡Existe! Pero está mezclado con tantos otros ingredientes que una termina disimulándolo porque lo siente anacrónico. ¡Créeme que aún existe!

– Digamos… matices más o matices menos, yo diría que desapareció. Es una lástima… Después de todo, el temor en la mujer era parte esencial de la calentura. Había que palpar algo de ese miedo y de esa pasividad para funcionar eróticamente. Ahora ustedes son dueñas de su cuerpo, dicen lo que quieren, ¿cierto?, hacen lo que quieren, se expresan. Se han masculinizado en la cama y eso nos deja sin repertorio. Antes esto pasaba solamente en la pornografía, y ahora pasa en la realidad. La conquista ya no es necesaria y, te lo aseguro, eso mata nuestras fantasías.

– Déjate de huevadas, Flavián, no estás en una corte del siglo xix. ¿Por qué les vas a negar a las mujeres el derecho de conquistar ellas, o incluso de asediar? ¡Qué monótono que sea una tarea siempre masculina! -las comisuras de Pedro se tuercen.

– La verdad es que está todo muy confuso -el tono de Flavián es defensivo-. Tanto hemos leído los hombres y tanto nos han dicho que hoy todo ha cambiado y que llegó el momento en que las mujeres ya no buscan sexo sino ternura… Pero resulta que si uno no se las tira, o no demuestra ganas de tirárselas, se ofenden. ¿Quién las entiende?

Floreana sonríe al percibir la vulnerabilidad disfrazada de duda.

– Las dos cosas, Flavián, las dos cosas.

– No me mires con esa cara de benevolencia, ¡como si tú estuvieras más allá del bien y del mal!

Los hombros de Floreana se tensan como los de un animal salvaje preparándose para una pelea, pero Pedro le quita la palabra.

– Tiras con cualquier mujer y es lo mismo: una gimnasia brutal, un esfuerzo agotador por sacarles un quejido, una búsqueda patética de aprobación. Ante la confusión reinante, parece acertado inclinarse por el propio sexo. Eso concluyo cada vez que discuto estos temas.

– Tú no te aproveches para sacar dividendos de esto -lo corta Flavián; luego se dirige a Floreana y pronostica, solemne-: ¡Es el caos! ¡Se ha producido la estampida! Las mujeres están interesadas en las aventuras, se sienten con derecho a vivir el amor con la misma seguridad con que históricamente lo han vivido los hombres. Empieza el juego: ellas llegan liberadas, uno las trata con displicencia, pero es todo una trampa. Nosotros les decimos: tú eres tan segura, tienes todo tan resuelto, yo no te destruiré la vida, me tomarás como una aventura, ninguno se va a enamorar… ¡No! Ya al decirlo, yo sé que lo digo para escudarme. Empieza la trampa porque, en el fondo, tengo miedo, y cuando ella llega a las sábanas empieza el miedo de ella. Se metamorfosean las soledades. Y si algo no funciona en la cama, ya no es solamente culpa mía, como antes; ahora ella, que se presume dueña de su sexualidad, pregunta: ¿qué habré hecho mal? Antes las mujeres pasivas no eran culpables si las cosas no resultaban; ahora sí, se responsabilizan porque en el sexo son activas y la consecuencia es que se culpan. Nadie cuida a nadie, ni yo a ella ni ella a mí. En la lucha de poderes, caemos en la trampa de nuestras propias palabras. Y el resultado es que ya no nos queremos.