– Mi tío es siempre muy lúcido, pero últimamente se ha puesto un poco denso. No tenemos derecho a invitar a Floreana a tomar té para echarle encima todas las neurosis que nos produce su género. Mírale la cara, ¡pobrecita, se ve agobiada!

Flavián vuelve sus ojos hacia ella, indiferente, como si en estos últimos minutos, a pesar de haberla mirado, no la hubiese visto.

– No creo que Floreana se agobie -responde, despachando las aprensiones de su sobrino-. Cuando converso estas cosas con Elena, ella las transforma en encendidas discusiones, tiene la capacidad de azuzarme y ponerme frenos simultáneamente… mientras que a Floreana nada la inmuta.

– ¡Qué injusta comparación! -es casi un gemido lo que sale de la garganta de Floreana, la rabia y la pena entrechocándose-. Lo que pasa es que Elena te enfrenta con una seguridad que a mí nunca me has concedido. Elena es más inteligente que yo, tiene más mundo del que yo nunca tendré, y más encima se siente querida por ti. A mí me has tomado como el receptáculo de tus heridas y no me das nada a cambio. Si te resulto pasiva es porque contigo evito la guerra, justamente para no hacerte recordar lo que odias. Elena puede darse lujos contigo… ¡porque puede tocarte!

Se encuentra hablando como una sonámbula aunque había creído que iba a enmudecer sin remedio. Pero luego enmudece de verdad y su silencio amortigua la estridencia de tan desatinada afirmación. Se acaba de ver representando un papel que no se había propuesto, y se extraña de que la voluntad haya andado por su cuenta. El buen sentido nunca fue su gran cualidad y ahora viene de veras a hacerle falta.

Siente que Flavián busca la verdad. No lo percibe en sus palabras sino en el timbre de su voz.

– Lo siento, Floreana. Es que mis sentimientos han llegado a ser muy pobres. Como bien lo sabes, tuve la mala suerte de casarme con una mujer que asesinó poco a poco mi candor, dulcemente.

– ¿Y cuántas tendrán que pagar por ella?

Flavián encoge los hombros en una actitud que a Floreana le parece insoportable.

Pedro se interpone con rapidez, cambia el giro amenazante que parece llevar la discusión: se levanta y toma a Floreana, que ya lo imitaba, por la cintura.

– ¡Si yo hubiese nacido con la voz de Joan Baez! I killed a man for Flora, the lily of the west… -su entonación es armoniosa-. Vamos, el pesimismo puede enviudarnos la cara. Alégrate, yo mataría a un hombre por ti, Floreana, cuenta con eso.

Aunque Pedro y sus palabras la alivian, la sonrisa que Floreana le devuelve es forzada. No quiere mirar siquiera a Flavián, que en ese momento abandona la sala sin disculpa alguna. Es que la intensidad que ella proyecta sobre cada uno de sus actos no puede sino teñirlo y empaparlo todo, sea persona, reflexión o sentir. Un tinte, sólo un ligero tinte, se decía, se prometía, pero su otra voz reclamaba la mentira, descubriendo el probable cansancio del objeto de su intensidad.

Temiendo que su desgano pase a desesperanza, a los pocos minutos Floreana abandona la casa del doctor. Sale a protegerse en el disimulo de la noche.

10

– Se trata de tener una convicción, Floreana. ¡Una convicción tan cierta como irracional!

Negándose ella a volver a casa del médico, se encontraron al pie de la colina; han caminado por un sendero que bordea el pueblo por detrás hasta llegar a la caleta de pescadores, la que Floreana vio por primera vez desde el jeep de Flavián camino a casa de doña Fresia, hace tanto tiempo, una eternidad le parece. Los fuertes muslos de Pedro no flaquean como los suyos y su hermoso cuerpo cruza elástico por rocas y arboledas, como el buen felino que es. Al llegar a la playa enmudecen frente al restregarse incansable del oleaje al abordar la arena. Pedro se desprende de la manta que lo protege (todo gesto está destinado a repetirse, piensa ella) y, midiendo la distancia del agua, la tiende con esmero sobre la arena. Alisa las arrugas para que Floreana se acomode.

– ¿Quieres saber, amiga mía, cuándo conocí yo el dolor? -le dice quebrando ese silencio casi excluyente que impone el mar-. En mi anterior visita a esta isla me dediqué a escarbar y a interrogar a mi cerebro…

– Lo que no te cuesta mucho hacer…

– Retrocedí hasta los siete años. Cuando me prohibieron hacer teatro.

– ¿Siete años? ¿Qué te sucedió a los siete años?

– Estaba en el colegio y formaba parte del grupo de teatro: escribía el libreto, dirigía y actuaba. ¡Lo hacía todo! Me asigné a mí mismo el papel de diva, la súper protagonista. Y elegí al niño que más me gustaba para el papel de mi amante. Teníamos que abrazarnos. ¿Es necesario?, me preguntaba él. Lo dice el libreto, respondía yo, otorgándole a la letra impresa una objetividad separada de mí. Me vestía de mujer, me ponía unos pañuelos de cabeza de mi mamá como turbantes. En alguna ocasión usé una toalla y se me sujetaba de lo más bien con las vueltas que le di. Me colgaba encima lo que tuviera a mano, además de joyas y bisutería. Estaba apasionado en mi papel. Hasta que me llamó el cura encargado de la actuación y me previno: que tuviera cuidado con los papeles de mujer, me podían llevar a ciertas desviaciones. Luego me pidió que mejor me retirara del teatro. Mi obra se presentó sin mí. No fue el teatro mi pena: fue la brutalidad de esa impertinencia, de mi intimidad revelada.

Floreana busca una de sus manos con delicadeza y la guarda en la suya.

– Ése fue el primer dolor de mi vida -concluye Pedro.

Ella absorbe la complicidad y presiona aquella mano. Está tendida de costado sobre la manta, afirmada en su codo, lo que le permite mirarlo desde arriba. El yace entero horizontal: sus piernas, extendidas sobre la manta, se ven más largas de lo habitual y la estrechez del pantalón dibuja con detalle cada músculo. Bajo la tela, su bulto aparece insinuante, impúdico. Su pelo está revuelto como nunca, las claras ondulaciones le ocultan la frente; sus labios relajados -llenos, ampuloso el inferior- no ostentan en las comisuras gesto alguno que llame a la desconfianza. En otra situación su impulso la habría volcado sobre ese cuerpo tendido, pero el instinto, siempre sabio, le recuerda la inutilidad. Cuando se quiebra una promesa, el dolor y la culpa estragan pero las defensas se aflojan: quebrarla de nuevo ya no resulta difícil. Lo piensa con Ciudad del Cabo bailando en su mente. Liberando su mano, Floreana se limita a acercarla a esa cabeza en abandono. Sumerge sus dedos en el cabello ensortijado, empieza a jugar con él. Al cabo de un rato se descubre a sí misma acariciándolo.

Floreana no es estúpida; sabe perfectamente qué escena está tratando de repetir, yendo hoy más lejos; inconsciente, desafía a sus fantasmas por si en el revuelo lograra espantarlos.

Imposible que esto pase desapercibido para el hombre que se tiende a su lado. Su reacción es estirar sus brazos, envolverla con ellos y atraerla a su pecho, obligándola a reposar en un abrazo angosto y constreñido, donde cada miembro reconoce a su contrario. Allí sumergido, el cuerpo de Floreana tiembla, reavivándose dentro de él marcas inevitables, ancestrales. Cuando abre los ojos, divisa el lucero de la tarde, el que anuncia la oscuridad de cada día.

– Me he prendado seriamente de ti, Floreana -su voz surge de la nada, sorpresiva al romper un silencio que no se suponía fuera a ser roto-. No te vuelvas a Santiago. Quedémonos aquí un tiempo, trabajemos, pensemos, creemos juntos.

– No hagas invitaciones irresponsables -se lo dice levantando la cabeza, dulcemente-; además, la del pueblo no es tu casa.

Pedro se incorpora, ha vuelto a ser él mismo. Responde, gesticulando:

– Pero si ya se lo propuse a Flavián y no le ha parecido mala idea. Nadie niega que él sea de baja graduación afectiva, pero sufre también el temor de todos los de nuestra raza: anquilosarse.

– No me hables de ese hombre… Estoy furiosa con él.

– No le des importancia. Lo que ocurre es que Flavián siente que las expectativas que sobre él tienen las mujeres son abusivas. Más vale reírse o relativizar ciertas profundidades. Pero no te me escurras, estábamos en otra cosa.

– Mi vida real está en Santiago.

– Floreana: ¡ésa es una declaración convencional! Espero más de ti, ¿sabes? ¿Cambia en algo la suerte de tus yaganas si tú estás en el kilómetro número uno de la carretera Panamericana o en el número mil?

– Está José…

– Me contaste que se iba a quedar todo el año en casa de su padre. Puede venir a visitarnos, ¿por qué no?

Atónita al comprobar la relación que se ha generado entre ellos, sorprendida del interés que despierta en él su persona (¿cómo ocurrió?, ¿por qué?) y desconcertada al extremo (aunque el desconcierto es tibio y reforzante, por esa ambigüedad en la que se han deslizado esta tarde), vuelve a tocarlo. Como si no pudiese dejar de tocarlo. Invadida como está, no encuentra respuestas inteligentes a mano.

– ¿Estás idealizando tu vida en la capital, Floreana, Florinela, Florina? No olvides que la memoria es una obstinada falsificadora -a Pedro le gusta su contacto y le acaricia la cadera en respuesta.

– ¡Eres un loco, Pedro! -se levanta de un salto, estira el cuerpo y lo invita a hacer lo mismo-. ¡Vamos! Ya oscureció, tengo que volver al Albergue.

Y ver a Elena, estar con ella, vencer este incipiente veneno. Ella no tiene la culpa de nada.

– ¡Deja ese apuro! Respóndeme una sola pregunta: ¿qué es para ti la historia?

– ¿La historia? -Floreana se muerde el labio inferior-. Es para asirme de algo… en realidad, es un consuelo personal.

– Entonces, si tu ambición es edificar cultura, como es la mía, cultura es todo lo que un hombre puede construir entre el polvo y las estrellas. ¿Te das cuenta del espacio enorme del que disponemos? -Pedro dirige sus ojos al firmamento.

– No sé si alguien lo dijo o lo inventé yo, pero es así.

Es que había caído una helada durante la noche anterior en el pueblo. Había amanecido todo congelado, hasta los pensamientos, y Floreana los llevó escritos en su cara todo ese día. Pedro ha visto esas marcas, piensa ella, por eso me invitó, por eso me abrazó. Por eso todo. Nada sucede porque sí, nada es del todo casual o inocente.

Durante esa mañana recibió la primera carta de Constanza, y con ella la confirmación irrefutable de que el Albergue -para Floreana- tiene los días contados.

A la vuelta de la playa, con la carta desdoblada todavía, relee el último párrafo y se le escapa una sonrisa.

«…todos mis desmayos y presiones son glamorosos, pero no dejan de ser desmayos. (¿No radicará el problema, Floreana, en que estamos todas disculpándonos por existir, por estar envejeciendo y seguir vigentes pero culpables porque tenemos una nueva arruga?)