7

Un corazón quiso saltar un pozo

confiado en la proeza de su sangre,

y hoy se le escucha delirar de hambre

en el oscuro fondo de su gozo.

Las caderas del doble de David Hemmings se cimbran con la música.

El corazón se ahogaba de ternura,

de ganas de vivir multiplicadas,

y hoy es un corazón tan mutilado

que ha conseguido morir de cordura.

Interrumpe la canción:

– ¡Morir de cordura, Floreana! ¡Qué muerte!

¿Estará pensando en mí?

– Los dos conocemos un corazón que podría morir así, ¿verdad?

¿Es Flavián o es ella? Quisiera darles un giro creativo a las ideas.

– Ya que hablamos de eso, Pedro: ¿por qué escribes sobre el erotismo?

– Uno siempre escribe sobre lo que no ha resuelto, o desde sus carencias; no conozco a un solo escritor que escriba de sus certezas. Igual he malgastado mucho tiempo haciendo la distinción entre lo erótico y lo pornográfico. Nunca faltan las mentes estrechas que los confunden. ¿No crees que vivimos en este país un momento de mucho pan y poco circo? Tenemos que hacerle empeño a sacudir el marasmo. Ése es mi intento… como verás, del todo extraliterario.

– Dentro de la falta de circo, la libido se ha vuelto escurridiza, ¿verdad?

– Escurridiza y demodée. Este sistema está excluyendo el amor y el placer. Hay que horadar el sistema, Floreana, como los antiguos revolucionarios -Pedro sonríe y ella no sabe cuándo habla en serio, cuándo en broma-. En el peor de los casos, nos pegarán una patada en el culo, pero la tentación de transgredir es enorme…

– Se ha desordenado el amor -medita Floreana en voz alta.

– Sí… -parece conceder él-. Bueno, la tarea es enriquecer las apariencias para tomarles confianza fantasiosamente. En eso estoy yo.

Pasado un rato, Pedro le clava, muy serio, la mirada.

– Quizás sea más corto aclararte algo desde el principio. Soy un habitante forzoso de un mundo que yo mismo elegí.

– En otras palabras…

– Soy homosexual.

Floreana se sorprende. No se le había pasado por la mente.

– ¿Tienes algún problema al respecto? -pregunta él.

– Ninguno. Sólo que es una lástima para el género femenino. ¡Qué pérdida! -lo dice con toda espontaneidad.

A Pedro esto le hace gracia.

– Sin embargo, he hecho una opción justa porque, dejémonos de cosas, las mujeres están enamoradas del concepto del amor, no de los hombres.

– Y los hombres, ¿de quién están enamorados los hombres?

– Cada vez más de otros hombres.

Su sonrisa es vigorosa. Aliviado tras haber entregado una información que creía imprescindible, continúa:

– Estoy acostumbrado a la reserva que los demás tienen hacia mí; nunca me han dado el aplauso abierto, ese aplauso limpio y total. Siempre queda un espacio de vacilación, nunca hago las cosas enteramente bien. Lo raro es que ya ni sueño con ese aplauso, ahora parto de la base de que no me será concedido.

– En eso, créeme, soy tu hermana.

– Pero en otra cosa no lo eres: yo estoy en contacto con mis propios bajos instintos. Y basta mirarte para saber que tú no lo estás.

Desfila frente a Floreana un sinnúmero de recuerdos que ella debe ahogar. Impedir que esas semillas se transformen en fruto. Que el arado, a costa de pasar cien veces, las destruya… Pedro es capaz de crear una atmósfera tan persuasiva que llegue a diluir toda su solvencia interior. ¿Qué quedará de ella, entonces?

– Quizás yo también debiera haber sido escritora -dice, pensativa-. Habría logrado desentrañar lo que ignoro.

– Bueno, la literatura, como dijo un crítico, es la larga paciencia. Y tú pareces tenerla.

– Pero no estoy segura de que eso sea bueno.

Un siquiatra decía que se deprimen los virtuosos, no los sicóticos o los irresponsables. ¡Tú estás a salvo! -se ríe Floreana-. ¡Y yo en franco peligro!

– Déjame pervertirte, entonces.

– ¿ A mí? ¡Jamás!

Una hora más tarde, Floreana corre colina arriba -ya puede correr-, liviana, fresca y puntual. A las siete en punto entra al salón de la casa grande como si viniese de su cabaña. Elena le entrega una carta: es de Emilia y decide guardarla para más tarde, cuando pueda saborearla a solas.

Cuando salió al porche, la luz de la luna le dio inmediatamente un aspecto metálico, transformándola en una Floreana que no era. Lleva la carta de Emilia en su mano: el abandono de Dulce se ha consumado una vez más.

«…y me ha dado pudor contarte que llevo encerrada todo este tiempo, preparando mi primera exposición. Estoy terminando las últimas piezas y debo reconocerte que mi material de trabajo han sido ustedes. Lo que no sabía lo he inventado, y espero haberlo inventado bien. Soy la futura artista de la familia y ésta ha sido mi primera experiencia narrando con los pinceles. Nunca lo habría hecho de no mediar esas largas tardes que pasé entre ustedes mientras Dulce moría. En su honor, y en el de ese equívoco gesto tuyo de querer tomar su lugar, he titulado mi muestra La Cuarta de Brahms.

»No creas, Floreana, que no he reflexionado sobre ustedes. Nosotros, los jóvenes, somos radicalmente distintos y doy gracias por ello. Pero no quisiera omitir algo que nunca antes te he dicho: tu generación me produce una rara nostalgia, tal vez debiera llamarla admiración. Al fin, ustedes han sido una generación peleadora, ruidosa, que no se irá en silencio. Y a pesar de haber hecho tantas malas opciones, nos han abierto las puertas… de muchas maneras. Creo haber aprendido un par de cosas; una de ellas es sobre el amor y esto de entregarse a él sin condiciones, como Dulce lo hizo con su propia vida.

«Supongo que mientras las observaba nunca supe que estaba pintando mi primera muestra.»

¿Qué lenguaje vas a usar, Emilia, si estamos al borde de quedarnos sin ese privilegiado instrumento? ¿Serás capaz, con la pintura, de eludir la obviedad?

Yo no sé ver ni mirar el lado oculto y nocturno de las cosas. Quizás Emilia, graciosamente, pueda hacerle el quite a lo evidente. ¿Quién sabe? Quizás ya esté en condiciones de ver lo que esconde la luz. Entonces habrá atravesado un puente tan largo como el que uniría esta isla con la tierra grande.

Dulce se filtra en sus pensamientos:

«¿Te acuerdas de cuando éramos chicas y tú me llamabas mi niña?» Dulce extiende su mano delgada, tan delgada, y toma la de su hermana sobre la cama metálica del hospital. «Era tan absurdo, me hablabas como si fueras mi mamá y eras solamente una hermana mayor. ¡Pero a mí me gustaba tanto!»

El recuerdo a veces miente. Floreana no confía en él ni en su arbitrario tiempo, tan lleno de vacíos.

La última e inútil operación.

Mi niña duerme en la placidez de la morfina. Mi niña duerme un sueño de justos. Mi niña tiene los ojos cerrados e ignora que su cuerpo ha sido abierto, herido y tajeado. Pasarán todavía muchas horas hasta que sepa del dolor. Por ahora, gocemos tu sueño. Más tarde conocerás el precio de la morfina: las náuseas, el asco, los vómitos. Pero duerme ahora, duerme creyendo que eludir el dolor no se paga.

Las palabras en Floreana eran como los volantines. A veces las amaba, pero ellas partían por el cielo y no lograba sujetarlas. Muchas veces sus palabras se soltaron de su mano y vagaron por el azul, inasibles. Se iban. Se iban.

En la seducción, las mujeres -sea en el lenguaje escrito o verbal- deben frenar constantemente las efusiones emocionales; la parquedad del reflejo que ven frente a sí las lleva a temer lo desaforado, las hace sentirse al borde del ridículo.

Pero en el dolor ya no hay palabras que frenar, porque en el dolor no hay lenguaje. Entonces, ¿qué está haciendo Emilia? ¿Puede eludir a Dulce?

Floreana evoca el momento exacto en que lo supo: Berlín, hace algunos años, cuando visitó Sachsenhausen, el campo de concentración nazi. Hasta el pelo que les raparon a los judíos y a los miembros de la resistencia está expuesto en las vitrinas. Tocó los hornos donde los cremaron, al lado de las cámaras de gas. Vio las celdas y el carretón en que apilaban los cadáveres. Vio las fotografías de los cuerpos mutilados para hacer experimentos con ellos. Vio los instrumentos que usaron para disectar estos cuerpos y las camillas de azulejos donde los tendían y las lámparas que hicieron con su piel y los cuadros o tapices resultantes de las pieles tatuadas. Vio muchas cosas. Ninguna imaginación humana parecería suficiente para concebir esos niveles de maldad.

Había olvidado esa imagen. Sin embargo, su olvido no ha producido ningún cambio: el olvido estaba ahí, y no por eso los campos de concentración han dejado de existir. No encontró lenguaje para ese reflejo. Ni siquiera el gesto (¿ojos engrandecidos, abiertos, muecas de horror?). Creyó que eran solamente las mujeres y los marginales los que quedaban en silencio, por carecer de un lenguaje capaz de traducirlos, de expresarlos; a partir de Berlín supo que debía agregar el horror.

Las mujeres, los marginales, el horror.

Para Floreana, la muerte de Dulce se ha convertido en una historia de dolor y en la imposibilidad de su lenguaje.

Las mujeres, los marginales, el horror y el dolor.

Floreana enmudece.

8

– Mi hijo menor decidió arrancar la maleza de los jardines vecinos para ganar un poco de dinero. Cuando le pagaron, corrió al almacén y compró un regalo para cada miembro de la familia: una hoja de afeitar para el papá, un caramelo para su hermana y un Rinso para mí. Me entregó el paquete y yo me largué a reír. ¿Qué tenía que ver el Rinso conmigo? Cuando caí en cuenta, casi me puse a llorar: mi hijo no esperaba que yo quisiera algo propio. Sólo el detergente.

– No hablemos de los hijos, que me viene la nostalgia. Ni menos de que ellos no nos concedan tener deseos propios, porque eso me da demasiada pena. ¿Por qué no nos reímos un rato de los hombres, mejor?

– ¡Buena idea!

– Ay, chiquillas, no sean frívolas…

– ¡Yo soy una experta! Analicemos a los amantes de los años noventa.

– ¡Ya! ¡Qué entretenido! ¿Se han fijado en que están cada vez más malos para la cama? Parece que se acojonaron con esto de que las mujeres ya no somos unas ignorantes…

– Es que saben que ya no pueden pitarnos. Antes se montaban arriba, se pegaban tres corcoveos y… ¡listo! Eso era un acto sexual. Los perlas quedaban regio, y nosotras… que nos llevara el Diablo.