¿Flavián es un fraude? ¿Yo soy un fraude? ¿Es que necesitamos al pequeño David Hemmings para que nos lo recuerde?

– Eres poderosa, Floreana, Flora, the lily of the west.

Poderosa yo (¡yo!), piensa Floreana sin conciencia alguna del lugar que toma su yo público. No sabe qué ha dicho, qué ha hablado. Pero súbitamente despierta. Escucha lo siguiente.

– ¡Mujeres! ¡Raros sujetos! ¡Temibles sujetos!

¿Cómo puede uno estar con seres tan poderosos y que más encima nos gustan? -Pedro mira a Flavián mientras Floreana lo mira a él, insinuante en la estrechez de su ropa-. Les tenemos terror a ustedes, Floreana, ¿sabías? Es irremediable reconocerlo. Al fin y al cabo, son los entes superiores que nos parieron, que tuvieron un poder total sobre nosotros, que nos expulsaron de su tibieza para ser nuestras dueñas. Claro, con el tiempo el miedo se ha mitigado, pero nunca del todo. Uno no puede, no debe, temer lo que ama. Basta con la madre, ¿o no, Flavián?

– Por eso yo vivo en la más sensata de las opciones. Es la misma razón por la que uno ejerce la voluntad -el médico concentra su mirada en la de su sobrino.

– ¿La voluntad? ¿Y qué con ella? ¡Aplastarla a rompe y raja! Con el solo chasquido de dos dedos, una varilla estática comienza el bamboleo. Si la varilla viene de la madera y puede ser bamboleada con esa fragilidad, ¿cómo no la carne? ¿Quién soy yo, querido tío, para recordarte la obligación de diferenciar calentura de enamoramiento, o de condenar a los que no la diferencian? Intuyo que tú metes todo en el mismo saco. Pero volvamos a la voluntad. ¿Cuánto sentido tiene, si uno ya ha perdido la aspiración de ser santo?

– ¿Alguna vez la tuviste? -pregunta Floreana.

– No quiero la santidad. Ya no la quiero, porque una vez la quise. Una vez, antes de conocer su límite y su total aburrimiento. ¡Viva Truman Capote, viva Céline, viva Tennessee Williams, viva Bukowski! ¡Vivan los tiburones que nunca duermen! ¡Y viva más que nadie el gran Malcolm Lowry! Vivan el vodka y el mezcal, su sabor profundo mezclado con el erótico negro del tabaco. ¡Viva la carne, señal única y final de que estamos vivos!

Flavián y Floreana se miran con un destello de mutua comprensión. ¿Pueden ellos ser calificados como vacíos? ¿Como corazones vacantes?

– No me sirvió de nada el estoicismo. Creí ser feliz en él hasta que lo contrasté -continúa apasionado el sobrino-. Mejor es perderse tres días en los tugurios. Mejor es no hacerse ese hara-kiri de mantener la cama vacía. ¡Mejor leamos, escribamos, forniquemos!

Flavián y Floreana escuchan. Un tercero los está volviendo cómplices involuntarios. Es probable que ambos se pregunten lo mismo: ¿cuánto tiempo hemos perdido apostando a la pura voluntad?

– Vodka, sexo, toxinas, tabaco. ¿Y qué? Al menos todo eso nos permite volar. ¿Sabes? -Pedro se dirige a Flavián-, te estás perdiendo la mitad de la vida. ¡Créeme! No sé si tú, Floreana, también te la pierdas.

– Yo me lo pierdo todo -responde, consciente de la cantidad de vodka que circula por sus venas-. Vivo el extremo opuesto al tuyo: he elegido la castidad.

Flavián la mira sin sorpresa.

– Eso dicen todas.

– Piensa lo que quieras -se encoge de hombros-, pero es cierto. Es lo único serio por lo que he optado en los últimos tiempos, para no ser lastimada de nuevo. No sólo me lastiman la falta de amor o el abandono del otro, lo que ya es bastante, sino mi propia torpeza.

De la mirada de Flavián escapa una inequívoca, inevitable suavidad que sin duda él trataría de reprimir si pudiera verse. Alza el vodka.

– ¡Floreana! A tu salud.

– ¡A la salud de la súper historiadora, la poseedora de una equivocada sabiduría! -brinda con él su sobrino.

Floreana mira a uno y otro. Balbucea «salud» y de golpe piensa en algo que nunca había pensado: la cantidad de placer que durante su vida no alcanzó. Se expande su pecho, se ensancha, exhala la voluptuosidad, inspira la turbación, y arrebatada en la intimidad de esa madera, en el calor de esos pocos metros, un poco mareada, siente que todo en ella es efectivamente un gran equívoco, y el vodka se vuelve piedra en su mano levantada.

– Nos sacude la juventud -murmura Flavián cuando la toma del brazo en la leve oscuridad del amanecer que ignoraron para emprender la subida a la colina.

– Hablas como si fuéramos viejos -responde Floreana, agradecida de la mano que toma su brazo y que va advirtiéndole: cuidado, aquí hay un terraplén, aquí el camino es liso.

Suben en un silencio poblado. Flavián lo rompe.

– Es un delator -dice.

– ¿Pedro?

– Sí, sabes perfectamente lo que quiero decir -y Floreana intuye su sonrisa.

Un delator.

Llegan por fin a la arboleda.

– No te librarás de él mientras dure su visita, ¿te queda claro? No te va a soltar, está fascinado contigo.

– Yo también con él.

– ¿Es cierto que vas a venir mañana, como le prometiste?

– Sí. Pero nos vamos a juntar después del almuerzo. Tú vas a estar trabajando a esa hora.

Ya están frente a la cabaña.

– ¿Ésta es la tuya? -Flavián observa la luz del porche que Angelita ha dejado encendida.

– Aquí vivo -sonríe Floreana.

Flavián está parado frente a la puerta de su cabaña. Inimaginable.

– La comida estuvo muy rica, me siento honrada de que hayas cocinado para mí.

– Lo puedo hacer cuando me lo pidas.

La luz del porche les permite mirarse. Floreana quisiera inclinarse sobre él, así, levemente, sólo para cerrar la noche. En cambio, él le toma ambos brazos a la altura de los codos, distanciándola de su cuerpo.

– Floreana… -su voz no es casual ni displicente, tiene algo de gravedad-. No sé por qué te digo esto, pero algo me obliga: mientras más joven sea mi sensibilidad, más dolorosa es. He decidido salvarme.

Esto es, renunciar a lo más personal que hay en mí.

Ella lo mira, muda.

– ¿Comprendes lo que quiero decir?

– Sí, supongo.

– Buenas noches, entonces -se inclina, le besa la mejilla amorosamente y emprende el regreso, desapareciendo muy pronto por la pendiente.

4

¡Qué fácil es despacharme, qué fácil herirme! Floreana lo piensa al día siguiente camino a la capilla. Las últimas palabras de Flavián no han dejado de perseguirla. Comienza la hora del silencio. La privacidad de la capilla, su diseño de varillas de canelo y sus troncos en los costados y en su cielo han terminado por conquistarla, hasta el punto de que se siente allí como en su lugar más propio.

En el presente intemporal del amor, en ese loco espacio donde una mujer y un hombre lo son todo para luego pasar a otro espacio donde ya nada resta, donde los derechos se han acabado, desapareciendo la intimidad para ser guardada con llave en el baúl de los recuerdos, en esa arbitrariedad de los amantes donde de un minuto a otro se ha instalado la nada, emergen los recuerdos.

«¿Por qué no te conocí antes, Floreana mía? No puedo irme contigo, sembrando la destrucción a mi alrededor. Pudimos constituir una gran pareja, enseñándome tú ese mundo tan distante para mí, el de las emociones, y potenciándonos, tu cerebro con el mío. Nos habríamos entretenido, nos habríamos divertido, y eso no es secundario. ¡Quizás fue un gran error que me llamaras a la vuelta de Ciudad del Cabo! Todo esto ahorrado, y el recuerdo imborrable. ¿Entiendes que no debo verte nunca más?»

Floreana sabe, con la misma certeza con que conoce su propio nombre, que el Académico no ama a su esposa. Tal vez nunca la haya amado. Y piensa con melancolía que es probable que existan hombres, cierto tipo de hombres, que conocieron el amor sólo porque una mujer fuerte se les puso por delante, se les paró al frente y los obligó: una mujer que les torció esa voluntad que no era siquiera voluntad. Existen las mujeres que tienen esa capacidad. Alguna vez Floreana conoció a alguna. Son escasas, pero sabe que las hay. Y Floreana tiene la certeza de no ser una de ellas.

No puedo dejar de enjuiciarte, no puedo dejar de acosarte; sin embargo, tampoco puedo dejar de amarte. Lo piensa mientras musita: sí, comprendo…

Él la toma de la cintura, esconde la cabeza en su cadera. «Necesito que me hagas dos preguntas, Floreana. Pregúntame, en primer lugar, si estoy dispuesto a pactar con el Diablo. Luego, si huiría contigo en caso de que me lo pidieras.»

«¿Estás dispuesto a hacer un pacto con el Diablo?»

«No.»

«¿Te arrancarías conmigo a algún lugar del mundo? ¿Por ejemplo a Capri?»

«No.»

«¿Cuál es la razón de la doble negativa?»

Entonces, esa palabra maldita; la obsesiva, la culpable:

«El miedo.»

No más que eso.

Aquí no hay locura.

Aquí no hay delirio.

Aquí no hay nada.

Creo, le dice Floreana al Académico, muy seria desde su banco en la capilla, que esto no habla bien de nosotros. En el momento del Juicio Final, nos van a preguntar: Señor/Señora, ¿cuántos momentos de verdadera pasión se permitió usted vivir? Yo voy a traer al baile mis libros de historia, pero, ¿con qué te salvarás tú? ¿Qué ardor de temperamento mostrarás? Te acusarán de haber aplacado tu sangre, de no haberla dejado correr por tus venas…

Y se mantuvo respetuosa frente a su negativa, se amarró las manos y los pies para no acudir a él. Hasta la mañana en que salieron a pasear todos los monstruos agazapados en su cabeza y condujeron sus pasos a la Universidad. La secretaria le dijo que él estaba en una reunión. Ella pidió que lo interrumpiera. Apareció muy asombrado: ¿no se habían despedido para siempre envueltos en las sábanas de un hotel?

«¿Tú aquí?», detrás de su sorpresa ella creyó adivinar un cierto placer.

Pero él vio su mirada maltrecha.

«¿Pasa algo, Floreana?»

«Sí, estoy destruida…», es lo que responde; pero por dentro grita: ¡mi hermana se está muriendo! «Y necesito tu consuelo.»

«Estamos en una reunión… No puedo hacer nada ahora, te llamo mañana.»

Mudado el cuerpo -en un breve instante ha experimentado mil transformaciones-, Floreana se retira de la oficina preguntándose cuál será el hilo que la conecta todavía con la realidad.

El teléfono tardó tres días en sonar. La cita es en un café, el mismo donde se encontraron aquella primera vez antes de inaugurar el hotel. Ella espera.

Él no llegó.

Y con el corazón mojado, Floreana murmura: es aterradora la forma en que ha envejecido el siglo.