Pasa de inmediato a ofrecerle un trago.

– En esta casa hay vino, y del bueno, pero yo traje cargamentos de vodka. ¿Qué tomas tú?

– Precisamente vodka. ¡Y no sabes cuánto lo añoro!

– ¿No las dejan tomar allá arriba? ¡Qué espanto! El vodka es lo mejor: no deja huellas ni en el hígado ni en el aliento, no echa a perder el estómago como el whisky ni te parte la cabeza como el gin. El vodka… es perfecto. Veo que ya empezamos a congeniar. Flavián lo toma con tónica; yo no, una rodaja de limón y agua, nada más.

Al menos es agua con gas, piensa Floreana. Y es Flavián quien le prepara el trago y corta limones mientras su sobrino habla sin cesar.

– Estudié historia, como tú. Pero sólo por disciplina, por ganas de entender el mundo. ¡Nunca pensé ejercer! ¿Ser profesor? Jamás, muy aburrido. ¿Investigar? No tengo rigor. Por eso decidí ser escritor.

– ¿Es una profesión que se decide, como aprender un idioma o ser contador?

– No te burles, no me tomo en serio la escritura. Es solamente lo que sé hacer mejor. Soy un novelista inédito que escribe y escribe, hasta el momento en que dé el gran golpe. No me muero de hambre por mientras, mi madre me mantiene.

– ¡Qué huevón más descarado! -opina Flavián desde atrás.

– El tema de mis novelas es uno: el erotismo. Eso es todo. Y te diré que mi sintaxis es bastante loca; ha pasado a ser parte de mi estilo.

Flavián acerca los vasos y los ofrece.

– Un pequeño monstruo este Pedro -le susurra a Floreana-, pero adorable. Es hijo de mi hermano mayor y el único de mi familia al que le gusta visitarme. Me hacen bien sus venidas, me obligan a usar otros sectores de mi cerebro, a plantearme cosas, pero quedo agotado. Duermo poco cuando está aquí; él es noctámbulo.

Antes de comenzar con el ataque al sabroso cordero, Pedro se acerca, al equipo de música donde han quedado suspendidas las últimas notas de la Pastoral de Beethoven, y busca un disco determinado.

– Los clásicos en la música son el puerto final; uno viaja, se mueve, puede ir y venir en cualquier otra música, pero sólo la clásica es el lugar para quedarse. ¿O no, Floreana?

– Estoy de acuerdo. ¿Qué nos vas a ofrecer para acompañar esta comida?

– Una cantante irlandesa, dudo que ustedes dos la conozcan. Loreena McKennitt. To drive the cold winter away… es una ilusión válida, ¿verdad?

– Depende… -responde Flavián, ocupado en untar las papas cocidas con mantequilla-. ¿Cuál invierno, el de afuera o el de adentro?

– El que te joda más…

Se arrellanan en los sillones con los vasos en la mano. Floreana ha exigido varias veces reposición en el suyo… La voz de una mujer que viene de muy lejos llena la habitación, una voz cuya finura puede en cualquier momento convertirse en quebranto. Floreana busca a Flavián; no, a él no lo conmueve… O no lo deja entrever. Qué inútil búsqueda, piensa Floreana, la verdad es que en él nada se trasluce. Paupérrima su emocionalidad. Y ella está ahí, en la privacidad de su casa, acurrucada como un gato en su sofá, y busca en él signos de vivencias anteriores sin encontrarlos. Los ojos de Flavián se escapan. Sólo el dolor de algún sufriente podría reclamar su atención. Flavián convierte a sus pares en ajenos y a su propio corazón en una periferia de sí mismo. ¿Es éste el hombre a quien le cuidó el sueño, cansado e indefenso en una pequeña isla del Archipiélago de Chiloé? ¿El que le confió el doloroso abandono de una mujer, la marca del chantaje en el nacimiento de su hijo? ¿Es éste el hombre al que pidió abrigo, el que tocó su nuca, su mano levemente, el que al finalizar la noche se disculpó por ser el que es? La intimidad vivida en un momento determinado no empalma con esta distancia de ahora. ¡Eso es! Es la falta de empalme lo que aflige a Floreana. Sólo hoy, siente ella, sólo en estos tiempos puede suceder: mirar dormir a un hombre, conocer su respirar en la inconsciencia, esperarlo en una cama la noche entera, y comprobar que esas huellas no se amalgamaron en él. Muy de estos tiempos. ¡Qué frígida es toda esta modernidad! Frígida entera.

3

– El gran fracasado hoy en día es el amor.

Trasnochada, soñolienta, Floreana, sentada a la mesa de la gran cocina, comparte con Cherrie -la que hace muñecas- y con Rosario -la abogada- la tarea de pelar las papas y desgranar las arvejas para el almuerzo. Los olores que despiden las ollas hirviendo confortan su espíritu, las idas y venidas de Maruja la consuelan, la convencen de que está en la realidad.

– ¿Te acuerdas, Cherrie, de que esa noche, cuando llegué, prometiste contarme tus penurias sentimentales? -había preguntado Floreana, tratando de sentir el buen humor que aparentaba.

– ¡Ah! Quieres saber de Enrique. Todos lo conocen en la zona de Osorno y Puerto Montt. Es un hombre importante en el gobierno regional.

– Pero tú ya no estás con él, ¿verdad?

– No.

– ¿Por qué? -pregunta Rosario-. ¿Qué pasó?

– Estuvimos hartos años juntos, tuvimos tres hijos, él era una buena persona. Odiaba a los militares y mientras trabajaba en el comercio también se metía en política. Cuando se acabó el gobierno militar, a él le fue bien, muy bien.

– Pero, ¿qué tiene que ver eso con tu matrimonio?

– Es bien simple. Cuando mi marido se puso importante, me dejó porque yo ya no estaba a su altura. Miren, chiquillas, apenas empezó a hablar en difícil, yo pensé: ojalá le vaya bien. Pero también pensé: ojalá no le vaya bien, ahí me va a abandonar. Dicho y hecho.

– ¿Por qué sentía él que no estabas a su altura?

– Porque en ese mundo de los poderosos miran en menos a la gente como yo. No alcancé a terminar el colegio, mi oficio son las muñecas, no entiendo el idioma que ellos usan y según él no soy para andar al lado del gobernador, del intendente, o del propio Presidente cuando viene. Enrique se abochornaba conmigo, ¡quién sabe!, empezó a decirme que era cursi. Se metió con una galla del Ministerio de la Vivienda, de ésas con harta cabeza y hartas palabras difíciles, y yo pasé a ser una nulidad al lado de ella.

– ¡Qué típico! -comenta Rosario-. He conocido tantos casos así. Los huevones que surgen de la noche a la mañana cambian siempre de mujer. La que se mama sus tiempos de don nadie es siempre una de su propio origen, y nunca es ella la que lo acompaña en los momentos de gloria. ¡Carajos!

– Bueno, así pasó. Y volví fracasada a mi taller de muñecas mientras él se empinaba sólito.

Floreana la mira, compasiva.

– ¿Y tú, Rosario? ¿Qué pasó con tu marido?

– Nada. Ahí está, esperándome en la casa.

– ¿Cómo? -reacciona Floreana-. Yo creí que casi ninguna aquí tenía marido.

– Pues yo sí. Ahora, que estemos enamorados o no, es otro cuento. Eso terminó hace un buen tiempo ya.

– ¿Por qué sigues casada?

– El es mi segundo marido, tengo cuarenta y ocho años… Valoramos otras cosas ahora. Estamos agotados de tanta experiencia fracasada a nuestro alrededor. Para mí, nuestro matrimonio significa la familia que ya hemos constituido y un buen equipo de trabajo. Los nietos de mi marido serán el día de mañana mis nietos, sus hijos son mis hijos y los ajenos de cada uno ya fueron adoptados, con tremendo esfuerzo, por el otro. ¿Vale la pena pagar los costos de deshacer todo eso?

– Pero tú eres una mujer joven.

– ¿Joven? No sé si tan joven -se ríe-. La cosa es que hemos hecho una opción que nos conviene a los dos. Somos un equipo. ¿Quién sería más honesta y más leal como socia de él que yo, si protegemos los mismos intereses? No tendría sentido romper todo esto.

– ¿Y qué sucede con los terceros que a cada uno se le aparezcan?

– Ninguno pretende introducir a otro en su vida, al menos no en un cien por ciento: eso está fuera de cuestión. Como les decía, yo ya no soy tan joven. No me interesaría partir de cero con nadie. Un amante, a lo mejor, sí. Un buen amigo con quien hacer el amor de vez en cuando, también. Pero otro marido, ¡por nada del mundo! Para eso me quedo con el mío.

– ¿Duermen juntos?

– Sí, duermo con él. Incluso me aprieto contra su cuerpo en las noches frías, pero sin sexo, eso quedó fuera. Tenemos un pacto civilizado: cada uno puede vivirlo fuera de la pareja mientras no se hable de eso y se haga con discreción. La idea es no ponerlo de manifiesto públicamente, cuidar el honor del otro, especialmente el honor del hombre; a las mujeres nos importa menos, estamos más acostumbradas a ser basureadas.

– Me parece una opción convencional, reaccionaria -objeta Floreana, asombrada de la vehemencia de su propio juicio.

– Son los años noventa, querida. Una opción de los tiempos. Hace diez años yo tampoco lo habría aprobado.

– Parece que después de todo soy una romántica. Aún creo en el amor. Sin él, nada. ¿Me entiendes? O el amor o nada.

– Creo, sinceramente, que estás fuera de lugar hoy día. Hemos pagado muchos costos y hemos aprendido la lección. ¡No se puede botar a la basura lo que ha sido tan difícil construir!

– Aun así, no me convences.

– Pero, Floreana, ¿es que no te das cuenta de que el gran ausente de fines de siglo es el amor?

Alcanza a retirarse un rato a su cabaña antes del almuerzo, entre las tres han hecho rápido el trabajo en la cocina. Siente en las palabras de Rosario una confabulación casi cósmica y necesita estar un rato a solas. A solas es un decir, lo que necesita es recapitular su noche anterior.

Se tiende en la cama de su pequeña habitación y, sumida en esa privacidad, las palabras acuden sin necesidad de ser llamadas:

– ¿Has tenido «sueño eterno»? -le pregunta el sobrino mientras los ojos de Floreana no pueden apartarse de las manos de Flavián, ese portento: ella las define como una catedral, las manos que toman dulcemente el cuerpo de doña Fresia, la frente afiebrada del Payaso, el disco de Brahms, los chapaleles de la mesa humilde del profesor. Y el manubrio del jeep con segura firmeza. ¿Dónde está Flavián? ¿En qué intersección de las líneas del universo?

– No sé a qué te refieres…

– A pasarse la vida durmiendo y soñando la realidad.

Dios mío, ¿es eso lo que hago yo? Floreana trata de eludir la embestida del desamparo, no puede, no puede, vuelve a llenar el vaso con vodka. ¿Por qué estoy tan sola? Escucha desde lejos.

– Considero virtud aquella inteligencia que permite a los individuos conocer y estar en contacto con sus propias emociones. Lo demás es un fraude.